JURA DE LA BANDERA EN JUJUY (25 de Mayo de 1812). ARCHIVO CAPITULAR DE JUJUY


Dr._Ricardo_Rojas

Por el Dr. Ricardo Rojas

(1882 – 1957)


El año 12 marca un momento crítico en la historia
de la emancipación argentina. Márcalo por los peligros que amenazaron á la causa americana, y por las vacilaciones que ella sufriera hasta la batalla de Tucumán, primera gran victoria de las armas patricias dentro de su territorio, y triunfo decisivo para la libertad de sus fronteras dentro de la guerra continental.

Desde los días augurales del año 10, venían los revolucionarios de Buenos Aires pugnando como titanes por remover el mundo colonial y contagiar de decisión heroica á todos los pueblos argentinos […] No obstante, llegaban contra Buenos Aires clarividente, amenazas de represalia española, en conjuración de nuevos peligros externos é internos […]

———————


Desde el amanecer del 25 de mayo de 1812, la pequeña ciudad de Jujuy bullía de rumores y movimiento inusitados. El frenético repicar de los templos y las rotundas salvas de artillería, resonando entre las montañas que circuyen el valle, saludaban jubilosos el alba de la efemérides. Despertaba la población entre aquella música de campanas y de armas, y se echaba á la calle, apercibida para el festival que comenzaba. Saludaban los vecinos en el nombre de la Patria, sagrado para aquellos aldeanos, como el Ave María de sus portales. Por la calle de las Zegadas y por la calle de San Francisco, iba creciendo con la mañana el gentío de militares, indios, esclavos y artesanos que se encaminaban á la plaza capitular. La mañana estaba, como las almas, gloriosa de azul, sobre las calles limpias y las paredes blanqueadas del caserío. Alguna leve escarcha retardaba su cairel de cristal en los aleros y tejados. Alguna niebla desperezábase bajo el alba, sobre las nevadas cimas del Chañi…


La gente madruguera que había ido congregándose en la plaza, comentaba las fiestas religiosas de la víspera; las iluminaciones y regocijos de la noche anterior. En el atrio de la Matriz, en las arquerías del Cabildo, en la azotea de los Saracíbar, alineábanse los mecheros de aceite y las lamparillas de barro que habían ardido la noche anterior, probablemente preparadas por la industria de Antonio Cruz y de Vicente Galván que las aderezaron en las fiestas mayas de 1813. La plaza mostraba así, con su lonja consistorial y sus torres, un aspecto mágico para la población deslumbrada. El ceremonial de aquellas fiestas públicas, harto les era conocido, así á la gente de Jujuy, como á la de todas las ciudades de Indias: los onomásticos de sus reyes, el aniversario de su fundación, el día de su patrono y las pascuas, repetían cuatro y cinco veces por año, para regocijo de los vecinos, las partes del gastado ceremonial. Pero esta vez, sobre el antiguo esquema de la jura, toda la figuración se renovaba; y la presencia del ejército numeroso y de la oficialidad forastera, decoraba la fiesta con sus oros marciales.


Distraíanse los corrillos de la plaza en parlerías y conjeturas, cuando, de pronto, la cuenca del valle se estremeció con nuevo estruendo: había sonado un cañonazo y después otro, y otro; y ahora continuaba sonando. Pablo de Mena, que llegaba al Cabildo en aquel momento –y que iba, como alférez, á ser uno de los protagonistas de la fiesta–, les avisó que esos cañonazos eran las salvas con que la tropa anunciaba la salida de la Bandera nacional, desde la casa del general en jefe. Corrió la muchedumbre por la calle adyacente hacia la posada donde alojábase Belgrano, y se oyó el último cañonazo, de los quince que prescribía la ordenanza, cuando entre los ponchos rojos de los indios y las casacas azules de los militares, vieron al barón de Holmberg que avanzaba en mitad de la calle, seguido por su escolta de honor, conduciendo la bandera hasta el edificio del Cabildo. Apareció el barón en sus balcones y haciéndola flamear al son de dianas, la dejó en la baranda entregada á la contemplación y el aplauso de aquella muchedumbre, que la veía por primera vez.


Los ecos de los cañonazos, las aclamaciones, los clarines, más la noticia de la Bandera expuesta á la contemplación popular, cundieron por todo el pueblo, y la muchedumbre llegó á hacerse compacta y á colmar la plaza. Todos los naturales de las haciendas vecinas, los indios de Palpalá, de Reyes, de Yala, de la Almona, de Cuyaya, llegaban á verla y se mezclaban á los niños y á los esclavos de las casas señoriales removidas hasta el traspatio por el rumor de la fiesta. Pronto comenzaron á llegar también los amos y las damas, vestidos con sus mejores paramentos, pues se acercaba la hora de la misa solemne y del Tedéum, á la cual asistiría el Cabildo, justicia y regimiento, y con ellos el propio creador de la Bandera, y el canónigo doctor Gorriti, que la bendeciría.


Pronto, en efecto, apareció Belgrano bajo el arco central del Cabildo, y empezó á andar hacia la Matriz, con su paso pausado. Un rumor de curiosidad afectuosa y admirativa electrizó á la muchedumbre. Abriéronle todos respetuoso camino, y así al cortejo que lo acompañaba. Traía vestido su frac verde y cordones de gala, su calzón corto embutido en la bota de charol; recio el mentón sobre la chorrera florecida de finos encajes. El sonrosado persistente de su tez delicada, velaba apenas una recóndita emoción. Las gentes reconocieron entre el cortejo que le acompañaba, á Pablo José de Mena, regidor alférez y alcalde de primer voto por depósito de la vara en esos días; al joven doctor Teodoro Sánchez de Bustamante, prestigioso asesor del Cabildo, que renunció á su empleo pocos meses después, por seguir á Belgrano en el éxodo; á Eustaquio de Iriarte, alcalde ordinario de segundo voto; á Lorenzo Ignacio de Goyechea, regidor alcalde; á Alejandro Torres, defensor de menores; á Mariano de Eguren, el escribano del Cabildo; al síndico procurador Manuel Lanfranco; á los alcaldes de barrio don Bartolomé de la Corte y don Martín de Rojas; y á los Portal, los Basterra, los Sarverri, los Gogenola, los Alvarado, los Iturbe, los Carrillo, los Zegada, los Chavarría, y tantos otros vecinos feudatarios ya prestigiosos en el patriciado local.


Cuando penetraron en la iglesia, que dista pocos pasos del Cabildo, la misa solemne iba á comenzar. El altar del fondo, tallado en el estilo jesuítico del púlpito que aun se conserva, elevaba su airosa arquitectura de retorcidas columnas y ángeles dorados. Su auténtica belleza, que era el orgullo de la población, predominaba entre su día de luces, al fondo de la nave obscurecida por las puertas entornadas, que el frío del invierno conminaba á cerrar. El aire estaba como impregnado de un penetrante perfume de mujer e incienso. Oíase en la penumbra religiosa el desgranar de los rosarios; el golpe de los reclinatorios y las toses que ahuecaba la nave; ó el roce como de alas fugitivas que formaban con su aligerado rumor las faldas y los siseos. Al entrar en el Cabildo, las caras femeninas se volvieron curiosas; y entre ellas hubo alguna que se volvió para mirar á Belgrano… Y mientras ocupaban sus asientos de honor, la pequeña orquesta de Pedro Ferreyra, el músico del pueblo, atacó desde el coro, con sus violines, su órgano y sus voces gangosas, la sonata de los ceremoniales de iglesia, en que siempre intervenía como maestro cantor.


Concluía la misa cuando Belgrano mandó traer á la matriz la bandera, que, conducida por el barón de Holmberg, había tremolado toda la mañana en el balcón central del Cabildo. Al ver que la sacaban para llevarla á la iglesia, hubo gran agolpamiento y rumor de pueblo en la gente que, por ser estrecho el templo, aguardaba en la plaza. Y dentro de la iglesia hubo entre la concurrencia gran emoción y expectativa, al ver que entraba el nuevo estandarte al sitio donde antes no llegara sino el estandarte del rey; y que tomándolo Belgrano por el asta, se adelantó hacia el altar en que el doctor don Juan Ignacio Gorriti, vicario de la matriz, terminaba su misa. El vicario, revestido, y volviendo la cara hacia el pueblo, trazó en el aire la señal de la cruz; y como si todos fuesen ritos de un mismo culto, bendijo, en el nombre de Dios, aquella enseña de la patria naciente. En la nave y las almas reinó entonces un silencio eterno. Subió Gorriti al púlpito –por la escala donde los indios habían grabado en tiempo de los jesuitas la escala de Jacob– y desde lo alto de aquella cátedra que su elocuencia haría histórica, explicó la significación del símbolo que acababan de consagrar.


Voces de regocijo oyéronse en el templo cuando concluyó la ceremonia. Entre la confusión del público impaciente, Belgrano volvió á entregar la bandera al barón de Holmberg, para que tornase á ponerla en el balcón del Cabildo. El pueblo, al verla salir presidiendo el cortejo, estalló, de un ángulo á otro de la plaza, en vivas estruendosos y aclamaciones formidables. La tropa señaló aquel momento con otras quince salvas de sus cañones. Con ellas promediara la jornada; y pasó la siesta entre comentarios y desfile de pueblo ante los balcones del ayuntamiento.


Por la tarde, las ceremonias de la Bandera alcanzaron su significación laica y democrática. Vino Belgrano hasta la casa del Cabildo, donde le esperaban sus miembros y el teniente gobernador de la ciudad. El ejército auxiliador del Perú estaba formando cuadro en torno de la plaza. Las familias de Jujuy, que asistieran por la mañana al Tedéum, aguardaban ahora en los balcones de las casas cercanas, para asistir á la nueva escena. La plaza estaba decorada de guirnaldas y de arcos. El pueblo apretábase en las bocacalles y las aceras. Y de todos aquellos pechos viriles volvió á elevarse un vítor resonante, cuando vieron á Belgrano salir del Cabildo con la bandera en su brazo, cruzar la calle silenciosamente, caminar hacia el centro de la plaza y subir á una tribuna, agitando su enseña en alto. Las aclamaciones de la muchedumbre se repitieron entonces. Palmadas y bravos encresparon el aire. Y dominando aquel entusiasmo por el ademán del que necesita silencio, se oyó en el ámbito de la tarde nebulosa que comenzaba á declinar, aquella arenga de Belgrano, que el prócer mismo comunicó después al Triunvirato.

Belgrano tenía la voz velada, pero tal fué aquel día su necesidad de ser oído, y tal en su auditorio el ansia de oírlo, que la voz de su arenga llegó al cuadro de sus soldados, llegó á las damas de las aceras, llegó á la muchedumbre de las esquinas:

“Soldados, hijos dignos de la Patria, camaradas míos: Dos años ha que por primera vez resonó en estas regiones el eco de la libertad y él continúa propagándose hasta por las cavernas más recónditas de los Andes; pues que no es obra de los hombres, sino del Dios Omnipotente que permitió á los Americanos que se nos presentase la ocasión de entrar al goce de nuestros derechos: el 25 de Mayo será glorioso para siempre en los anales de nuestra historia y vosotros tendréis un motivo más de recordarlo, cuando veis en él por primera vez, la bandera nacional en mis manos, que ya os distingue de las demás naciones del globo, sin embargo de los esfuerzos que han hecho los enemigos de la sagrada causa que defendemos, para echarnos cadenas y hacer más pesadas que las que cargaba. Pero esta gloria debemos sostenerla de un modo digno con la unión, la constancia y el exacto cumplimiento de nuestras obligaciones hacia Dios, hacia nuestros hermanos, y hacia nosotros mismos; á fin de que la Patria se goce de abrigar en su seno hijos tan beneméritos, y pueda presentarla á la posteridad como modelo que haya de tener á la vista para conservarla libre de enemigos, en el lleno de su felicidad. Mi corazón rebosa de alegría al observar en vuestros semblantes, que estáis adornados de tan nobles y generosos sentimientos, y que yo no soy más que un jefe á quien vosotros impulsáis con vuestros hechos, con vuestro ardor, con vuestro patriotismo. Sí, os seguiré imitando vuestras acciones y con todo el entusiasmo de que sólo son capaces los hombres libres para sacar á sus hermanos de la opresión. Ea, pues, soldados de la Patria, no olvidéis jamás que nuestra obra es de Dios; que él nos ha concedido esta Bandera, que nos manda que la sostengamos, y que no hay una sola cosa que nos empeñe á mantenerla con el honor y el decoro que le corresponde. Nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestros conciudadanos, todos, todos fijan en nosotros la vista y deciden que á vosotros es á quienes corresponderá todo su reconocimiento si continuáis en el camino de la gloria que os habéis abierto. Jurad conmigo ejecutarlo así, y en prueba de ello repetid: ¡Viva la Patria!”.


El ¡Viva la Patria! que Belgrano pedía, á la sombra de su propia Bandera, fué contestado por la tropa, y á su voz unióse el coro de las mujeres y los niños, que asistían desde los balcones, y el rugido del pueblo que se apiñaba en las aceras. Aquel clamor brotado unánime de la plaza de Jujuy, como de una boca de la tierra, se concretó después en música heroica, y ascendió desde los pífanos y atabales del ejército hasta subir á las torres de los templos, donde fundido con el repiqueteo de las jubilosas campanas, voló como una ráfaga de gloria hacia las cimas de los Andes tutelares, que almenan y hermosean la ciudad armoniosa del Xivi-Xivi. Las salvas de los cañones saludaban, entretanto, con repetidas descargas, la hora de la tarde, como había saludado, en jornada tan bella, la hora del amanecer.


Entre aquellas enloquecedoras manifestaciones de júbilo popular, Belgrano, siempre con la Bandera en alto, vino á ponerse á la cabeza del pueblo y del ejército, que le acompañaron á depositarla en su casa. Desfiló Belgrano, envuelto en aquella aura de vítores y músicas marciales. Creaba en ese momento, para su propia gloria, la actitud en que habría de verlo la posteridad. Creaba, en aquel momento, para su propia patria, el símbolo con que habría de perpetuarla en los siglos.


«Nuestra sangre derramaremos por esa bandera», exclamaba el pueblo al verla pasar… Pocos meses más tarde, la sangre del juramento fué derramada… Belgrano estaba ante la escena henchido de esperanzada emoción. Él mismo ha narrado la escena en un oficio célebre; y á quien no inventara bandera alguna, ha de excusársele esta simple rapsodia de aquel relato: esta página era necesaria en homenaje á Jujuy, pues fuéle dado á su pueblo, el 25 de Mayo de 1812, ser el protagonista denodado de la heroica escena (1).



NOTA:

(1) He seguido para este relato el oficio que Belgrano pasó al gobierno el 29 de mayo de 1812, comunicándole la ceremonia, y me he valido también de algunos datos sueltos del archivo jujeño. Mi relato es, pues, de una veracidad absoluta […] El oficio á que aludimos –al cual acompañaba la arenga– fija de un modo indudable la fecha del primer juramento y su verdadero carácter de ejecutarlo para Jujuy.  RICARDO ROJAS

– Obsérvese que el 25 de mayo de 1812 el General Manuel Belgrano, en su arenga, consagra ese día no sólo como fecha patria conmemorativa de la Revolución de 1810; también es la fecha estipulada por él para la jura de la Bandera Nacional. Incluso deja asentado ese día el protocolo a seguir, con sus respectivos rituales, para ambas celebraciones.

Un año más tarde, los representantes que integraban en Bs. As. la Asamblea General Constituyente ?en Sesión del 5 de mayo de 1813? le darán el carácter oficial a la celebración del 25 de mayo como fiesta patria. Sin embargo, omitieron fijar esa fecha como “Día de la Jura de la Bandera”, como lo había instruido el Gral. Belgrano en Jujuy, por primera vez, el año anterior.

La lucidez precursora del prócer advirtió lo que ocurriría posteriormente y lo previno en su proclama diciendo, “el 25 de Mayo será glorioso para siempre en los anales de nuestra historia y vosotros tendréis un motivo más de recordarlo, cuando veis en él por primera vez, la bandera nacional en mis manos, que ya os distingue de las demás naciones del globo, sin embargo de los esfuerzos que han hecho los enemigos de la sagrada causa que defendemos, para echarnos cadenas y hacer más pesadas que las que cargaba.” El expreso encargo referido a la Bandera Nacional, hecho por el Gral. Manuel Belgrano a la posteridad argentina, jamás fue reivindicado.

Fuentes:

– Artículo, extraído del “ARCHIVO CAPITULAR DE JUJUY”. Documentos para la Historia Argentina. Publicación dirigida y comentada por Ricardo Rojas. Tomo II. Imprenta de Coni Hermanos. Bs. As., 1913, pág. VII y págs. XIX a XXVI (Arch. Fundación “Dr. RAMÓN CARRILLO”).

www.lagazeta.com.ar


FUNDACIÓN Dr. RAMÓN CARRILLO

Prof. Lic. Teresita Carrillo, presidente.
Prof. María Cristina Carrillo, vicepresidente.

French 3036, Buenos Aires (1425), República Argentina
Tel.: (54 11) 4826-5715
Tel./Fax: *(54 11) 4306-7314

Be the first to comment

Leave a Reply