Cansancio y Defección de los Jefes Federales – Por José Luis Muñoz Azpiri (h)

Caseros es el resultado de un prodigioso encadenamiento de errores que estuvo en manos de Rosas poder prevenir o subsanar. Fue, por lo tanto, una derrota argentina antes que … una victoria del extranjero.

¿Fue una victoria del Imperio?

Cierto sector de la escuela revisionista quiere apreciar la batalla de Monte Caseros como una victoria brasileña. Se ha sostenido, inclusive, que el ejército imperial insistió en desfilar por las calles de Buenos Aires, en el aniversario de Ituzaingó, a modo de desquite de la derrota de Paso do Rosario, como llamaban en Río a la victoria de Alvear. ¿Fue así realmente? Desde un punto de vista histórico y real la aserción sería exacta: la Confederación Argentina declaró la guerra al Imperio y ésta se definió de forma favorable al Brasil con la victoria de Caseros. Pero ¿hubiese así ocurrido sin la acción del ejército argentino, que inició el pronunciamiento de 1851, y sin el tratado de alianza firmado en Montevideo entre las provincias de Entre Ríos y Corrientes el Brasil y el gobierno intérlope de la Banda Oriental donde se convenía “una alianza argentino-americana, libertadora de las repúblicas del Plata” según texto de la propia proclama del 1º de Mayo, firmada por el propio Urquiza?

En la carta de Yungay, escrita por Sarmiento al general Urquiza, el 13 de octubre de 1852, a los ocho meses de Caseros, se transcribe un párrafo ilustrativo, en el cual no se sabe si admirar más la franqueza del remitente o la impasividad del destinatario.

Recuerda aquel una frase que dijera éste. “en las barbas del señor Carneiro Leao, enviado extraordinario del Emperador” por la cual Pedro I conservaba “esa corona que lleva en la cabeza”, gracias a él. Es decir, merced a mí, a don Justo José de Urquiza, las tropas de Rosas no lo vapulearon e hicieron perder el trono. Esto indicaba que el declarante no era ajeno a la lección de los problemas fundamentales.

La tesis de que el Brasil desbarató por su propio y solitario esfuerzo a la Confederación Argentina obligaría a adjudicar al Imperio un la ímpetu marcial y político de que no dieron muestras Inglaterra ni Francia durante la intervención en el Plata en 1845.

Los tratados Arana – Southern y Arana – Léprédour, de 1840 y 1850 respectivamente, instrumentan en la diplomacia dicha derrota. Urquiza se pronuncia contra Buenos Aires, poco tiempo más tarde, en mayo de 1851. ¿Bastó acaso el plazo de un par de años para que el Brasil obtuviese lauros que no alcanzaron flotas y marinerías de naciones estimadas entonces como las primeras de la época? No olvidemos que una de éstas, Inglaterra, después de firmar la capitulación de 1849 – está demostrado que la citada Paz de Obligado fue una paz por separado, convenida a espalas del aliado francés – apoyaba la gestión política del gobierno vencido en Caseros, aún después de su derrota.

No existe duda actualmente, de acuerdo a lo que anticipara Saldías en 1887, de que el Brasil hubiese llevado la peor parte de la campaña militar que iniciara subrepticiamente contra Rosas, de no haber sido por la ligereza entrerriana. No es por lo tanto el Imperio el que da por tierra con la Confederación, sino la frivolidad de una parte calificada de los integrantes de ésta, sumada a los errores y vacilaciones que comete su jefe.

El Caballo de Troya

Las cifras de las fuerzas militares y elementos de combate son absolutamente claras. Los “rivoltados”, como los llamaban en Petrópolis, comprometen en el pronunciamiento unidades armadas que alcanzan el número increíble de sesenta mil hombres; se trata de efectivos que decuplicarían el Ejército de los Andes. Los “rivoltados” y sus aliados y cómplices son Justo José de Urquiza, que comanda a 25.000 soldados; Ángel Pacheco que maneja 22.000 y Manuel Oribe que dispone en principio de 10.000.

Oribe pacta con Urquiza a espaldas de Rosas, olvidando que la Confederación ha arrostrado prácticamente toda una guerra no declarada – como la de Vietnam o Malvinas – para sostener sus derechos al gobierno del Estado Oriental. Pacheco, héroe de la guerra de la Independencia, veterano de cuarenta combates y batallas, influido por los efluvios tropicales del mes de febrero y en tácito homenaje a los Manes de Poncio Pilato, se traslada a su retiro pampeano del Talar para gozar de los encantos de la naturaleza semisalvaje, justamente el día anterior a la batalla y después de ofrecer un brindis publico ante los propios jefes y oficiales por el triunfo del invasor.

La traición, y no las bayonetas extranjeras, derriban a Rosas. Los tres mil brasileños que invaden el Plata no habrían superado la categoría de digestivos “hors d´oeuvre” para cualquiera de los capitanes que citamos, Oribe o Pacheco, aureolados por el sol antiguo de las batallas de la Independencia en sus respectivas patrias.

Recordemos el testimonio escolar acerca del episodio de Carmen de Patagones donde 35 criollos, según la leyenda, lucharon victoriosamente contra medio millar de imperiales. En Los Pozos, la escuadra argentina, compuesta de cuatro buques, se trabó en combate con la armada invasora integrada por 31 navíos de guerra, con más de dos mil bocas de fuego y la desbarató. ¿Tartarinada? La mejor historia argentina fue escrita por Tartarín, mal que les pese a los escépticos de ahora.

Un hombre en Crisis

La traición cuenta con un aliado: el cansancio mental de Rosas, el terrible quebrantamiento del “surmenage” agente sempiterno de catástrofes públicas cada vez que las potencias activas de una comunidad se concentran en una sola cabeza. Saldías supone que, a partir de 1848, el Restaurador degeneraba intelectualmente bajo el peso de veinte años de labor inmensa, ruda y continua.

No sabríamos asegurar si para tal fecha el agotamiento mental se apoderó efectivamente del caudillo, por cuanto si bien cometió entonces la atrocidad del fusilamiento de Camila O´Gorman, también emprendió la batalla cancilleresca con Inglaterra que culminara con la Convención Arana-Southern, la más grande victoria diplomática conquistada hasta ahora por la República.

Pero, en 1852, suponemos que si. El jefe que se traslada a Santos Lugares se halla al borde del aniquilamiento mental y físico. La usura del poder ha corroído al caudillo con el correr de los años (en el día de hoy, dicha labor de desgaste no requiere más de un lustro). Un error se encadena con otro, y la suma de yerros conmueve ya los muros protectores. La pugna diplomática con el Imperio, que emprendía con su habitual competencia Tomás Guido, prócer de Mayo y autor, según él sostuvo, del proyecto del paso de los Andes, tiene fin prematuro cuando se ordena al diplomático pedir sus pasaportes y viajar a Buenos Aires. “A campanha do Brasil contra Manuel Oribe – narra el “Compendio do Historia do Brasil” de Antonio José Borges Hermida – provoco a rivalidade do Rosas que rompeu as relaciones diplomáticas com o Imperio”.

En circunstancias parecidas no se había hecho lo propio con la corte de Saint James, disponiéndose que el ministro Manuel Moreno continuase acreditado ante Gran Bretaña durante todo el curso de la guerra del Paraná. La indignación no es acto político. Y menos aún, acto propio de Rosas quién demostró ser siempre “hombre dotado de serenidad, juicio, previsión y patriotismo” (Carlos Pereyra). La serenidad es la más bella corbata del hombre, y Rosas para entonces la había perdido.

El convenio de Montevideo, a que hemos aludido, firmado por iniciativa del marqués de Paraná, acusaba a Oribe de maltratar a los riograndenses y asaltar estancias de las fronteras brasileñas, tal como si en la vasta dehesa de “la tierra purpúrea” las cabezas de vacuno faltasen.

Oribe se ofreció, en principio, a marchar contra Urquiza con las fuerzas del Cerrito, y Buenos Aires hizo oídos sordos a la propuesta. Diez mil sables y bayonetas al mando de un jefe invicto quedaron así inmovilizados frente a una plaza sitiada y al amparo de los que Francia, en 1939, refiriéndose a la línea Maginot, denominaba: “la belle position”. No hay bellas posiciones en el mundo cuando se declina de la obligación de transponerlas.

La “belle position” era ahora la formidable barrera del Paraná que Rosas abandona incomprensiblemente antes de ser atacada. Urquiza, en tal modo, sobrepasa, con gozosa impunidad, el sólido antemural argentino.

Los centauros entrerrianos alardeaban de cumplir prodigios ecuestres, que los habrían autorizado a participar, con perspectivas de éxito, en “gimkanas” rifeñas, pero lo cierto es que ninguno llegó con su cabalgadura viva a la provincia de Buenos Aires, según comprobación ocular de Sarmiento. Cualquier indio pampa comprendía mejor las urgencias del combate y la manera de conducirlo a buen término que los jinetes mesopotámicos.

Cuarta y melancólica comprobación. El temible artillero de Obligado y Quebracho, Lucio Mansilla, recibe orden de abandonar el teatro de sus hazañas, las baterías costeras. La flota imperial puede recorrer entonces libremente el río de la Bandera. Una pequeña batería aprestada en San Pedro o Ramallo, hubiese garantizado la seguridad del río. Mansilla había enfrentado airosamente, pocos años antes, la potencia de 120 grandes bocas de fuego, muchas de ellas del calibre de cien libras y servidas por los artilleros más diestros del mundo.

Un acto suicida corona esta galería de yerros e imprevisiones. Se declara la guerra al Imperio, en agosto de 1851, o sea, tres meses después del pronunciamiento de Urquiza (y no antes, como se ha escrito y continúa aún escribiéndose).

Sublevada la Mesopotamia, no era concebible guerra alguna con el vecino lusitano sino a lo largo del Paraná. Las más importantes tropas del país militaban en el bando adversario. ¿O acaso creyó Rosas que el patriotismo entrerriano volvería por sus fueros ante la inminencia de una guerra nacional? ¿Pensaba entonces sostener con firmeza la defensa del río, proyecto que abandonó más tarde?

Tampoco se aprovecha un error táctico de las huestes invasoras. En vez de protegerse éstas las espaldas con el Plata, amparando en tal forma una eventual retirada, servida del auxilio de la flota atacante, lo hacen, en cambio, con la pampa, donde el retroceso es riesgoso. Correspondía un dispositivo de enfrentamiento, de norte a sur, y no de oeste a oriente, como se efectuó. Urquiza, al retroceder hacia el norte, sólo podía hallar enemigos, mientras en la línea fluvial cubrían su retaguardia los cañones de Grenfell y los fusiles alemanes y brasileños.

La imprevisión entrerriana corresponde al desfallecimiento moral del adversario. Desde días antes de la batalla. Rosas está en conocimiento de cuanto hace, piensa y dice el mejor de sus capitanes, Pacheco. No obstante, no sólo se niega a destituirlo y someterlo a juicio criminal sino favorece inadvertidamente sus maniobras al rechazar el auxilio de los indios, que se le ofrece, como así también, la idea de atrincherarse en la ciudad, donde habría podido resistir con buen éxito.

Ni un solo habitante de Buenos Aires se pronunció contra el gobernador, una vez caído éste, a diferencia de lo que aconteció en la capital en 1930 y 1955. El testimonio del español Benito Hortelano, impresor y periodista, es concluyente. Las tropas invasoras fueron recibidas con retenidos silbidos por la población porteña, enteramente hostil, en su fuero interno, a los atacantes

“Anníbal ad Portas”

El gobernador se desempeñó con valor en la refriega, según testimonio del propio Urquiza, que lo “vio al frente comandar su ejército” en la declaración del día 4 de febrero a la delegación porteña que encabezaba José María Roxas y Patrón. No olvidemos que comandaba un ejército que hasta horas atrás obedecía tácticamente a un jefe distinto. El verdadero derrotado de Caseros no es Rosas sino Pacheco.

La suerte adversa en la batalla suscitaba el recurso de los cantones armados en la ciudad, que se hallaban al mando de Mansilla. No habrá quién deje de prevenirnos, ahora, acerca de los horrores del sitio. ¿Se sopesaron éstos, acaso, en 1807, ante el asalto de siete mil soldados ingleses? En decisiones de vida o muerte no son escrúpulos de este tipo los que resuelven la paralización de la lucha. Otro último recurso pudo ser provisto por la guerra gaucha en la pampa y la convocatoria a las fuerzas del interior, como las que intentaron reunir Sobremonte en 1806, y Liniers y Concha, en 1810. Todo porteño de alrededor de sesenta años hubiera podido entonces conservar fresca en la memoria las lecciones de aquella hora decisiva, cuando Saavedra y sus compañeros recorrían las “calles empedradas de cadáveres ingleses” como recordaba el comandante de Patricios en sus memorias.

Pero, conviene acotar el camino de los encadenamientos y las suposiciones, así como la nostalgia de las ocasiones perdidas, fuente de la “exageración de reflejos” y “manía de grandeza”, que censuraba Valéry, en su condena de la historia, para recordar una reflexión hecha por Rosas, ante Pacheco, el 20 de octubre de 1840, con motivo del tratado Mackau:

“El artículo sobre los salvajes unitarios los concluye (a éstos).No volverán en América a unirse sus hijos con los extranjeros sin acordarse de los que les ha pasado”.

Los hijos de América volvieron a unirse con extranjeros, una y otra vez, sin que les sucediera a éstos nada, y los únicos que recuerdan dolorosamente lo que les ha pasado fueron aquellos que trataron de impedir el connubio. De aquí que los trabajos de los escritores revisionistas destilen siempre cierto aire de melancolía y derrota. Son ellos, infortunadamente, los que siempre comprueban y vocean el hecho de que “la historia la escriben los vencedores”. Que así no sea en lo sucesivo.

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