“Cuando la Tierra del Fuego se consumió en ceniza” Por José Luis Muñoz Azpiri (h)

 

 

            “Estoy en Tierra del Fuego: la he cruzado de un extremo al otro y aún no puedo dar crédito a lo que han visto mis ojos deslumbrados. Creí que hallaría una isla caótica y frígida, un escollo desamparado “la ruina de un mundo fenecido”. Como dijo el Capitán Willis, y he vivaqueado a la intemperie, sobre floridos campos de gramilla que pueden alimentar millares de vacas y ovejas, y he descubierto muchos valles de leguas de extensión, accesibles montañas casi sin nieve, y hermosas florestas donde crecen helechos arbóreos y otras plantas que, en Buenos Aires, solo pueden vivir al abrigo de un invernadero”

Ramón Lista “Viaje al país de los Onas” (1887)

 

EL Territorio

 

Ante los ojos del joven explorador se derrumbaron siglos de inexactitudes y desconocimiento respecto a la “Finis Térrea”. Descubría, extasiado, un mundo perdido, la Ultima Thule austral, el sueño de Conan Doyle. Y no exageraba, simplemente descorría un telón tras el cual la literatura, no la geografía, había ocultado entre brumas una región donde, como en pocas, las manifestaciones de la naturaleza se armonizaban en una sinfonía fantástica.

La Tierra del Fuego, dividida entre Chile y la Argentina, está situada entre los 52º 27’ y 55º 59’ de latitud Sur. Su área total es de aproximadamente 48.000 kilómetros cuadrados. Cruzada de Oeste a Este por el extremo de la Cordillera de los Andes, donde las montañas se despedazaron el tiempos pretéritos, da lugar a un sinfín de fiordos estrangulados por el hielo, caletas, entradas, bahías y pantanos que configuran un laberinto que el mismo Dédalo hubiera envidiado.

“Hielo, hielo, siempre hielo, formando abruptas e inmaculadas torres, como amenazando al cielo con sus soberbios picos; por todos los costados se precipitan hacia abajo regueros blancos, regueros de plata que brillan y corren hacia el valle; hielo, hielo purísimo que, después de haber pasado las fronteras de las nieves eternas, que a mil metros de altura cubre por completo las montañas, invade sin piedad los bosques y se deja caer desde los alto, con imponente estrépito sobre el mar azul”.

Así describió la Tierra de Onaisín (la tierra de los Onas) Gunther Plüschow quien, en su temerario Hidroavión bautizado “Silverkondor”, tuvo la fortuna de ser el primer hombre en sobrevolar la isla de los fuegos. Pocas descripciones tan acertadas como ésta. Quién acceda allende el Magallanes a la ínsula austral, podrá comprobar desde el aire que la isla asemeja a un espejo roto, dada la cantidad de lagunas, cursos fluviales, rías y demás entretejido de bosques y marismas que se conjugan en un escenario digno de una saga escandinava.

Los bosques de la Tierra del Fuego pertenecen a la formación forestal denominada Valdiviana o Andino Patagónica; ocupan un 30% de la superficie y se hallan distribuidos desde el paralelo 54 hasta el extremo Sur. La superficie boscosa es de 630.000 hectáreas de las cuales 200.000 son de ñires y 430.000 de lengas y de guindos, éstos últimos en proporción del 20% y extendiéndose siempre en las zona húmedas (informe de Parques Nacionales).

El clima predominante es frío, con una temperatura media que en el verano oscila entre los 10ºC. Y una amplitud térmica no muy marcada, dado que por el hecho de estar rodeada por el mar, la isla presenta una regulación climatológica que no se encuentra en el extremo meridional del continente.

Entre las principales especies arbóreas, se contabilizan el guindo (Nothofagus betuloides), llamado “cohiue” por los pobladores, y la lenga (Nothofagus pumilio), árboles que llegan a 30 metros de altura. También se encuentra el ñire (Nothofagus antárctica), que se desarrolla en zonas inundables y, en menor proporción, las siguientes especies de follaje permanente: canelo ((Drimys winterii), “leña dura”  (Maytenus magellanica), notro (Embothirum coccineum), calafate (Berberis buxifolia) y el michay (Berberis ilicifolia). Los bosques de la región conforman un conjunto botánico que asciende desde el nivel del mar hasta altitudes variables, pero que nunca superan los 600 metros sobre el nivel del mar. Son de origen espontáneo y están conformados por ejemplares de tamaños y edades variables.

Las precipitaciones son del orden de los 600 mm. Anuales y, en general, el cielo está casi siempre cubierto; las heladas son abundantes, especialmente en invierno. El suelo que se encuentra en zonas altas es poco profundo e impide la penetración de raíces; es ácido y muy rico en materia orgánica. En los estratos inferiores,  los árboles presentan muy buen desarrollo debido a los adecuados suelos y lugares más cálidos y reparados de los fuertes vientos. Sin embargo por la excesiva densidad, el crecimiento se ve dificultado en la gran competencia botánica. En la parte alta de los cordones montañosos, los ejemplares son de bajo porte constituyendo una masa densa e impenetrable.

En zonas muy azotadas por los vientos, los árboles orientan sus ramas en la dirección de los vientos predominantes y se los denomina “árboles bandera”. Puede observárselos en la zona del Río Olivia, mientras que en las alturas, la tendencia es a crecer torcidos, y muy ramificados por la acción del peso de la nieve. Allí, los bosques cumplen acciones protectoras, evitando el deslizamiento de la nieve y los derrumbes hacia los valle.

Lamentablemente, la peculiaridad de los bosques fueguinos es su mal estado sanitario, producido por un conjunto de hongos que habitan en el suelo llamados Bacidiomicetes xilófagos. Esta especie debilita las defensas de la planta y la transforma en una masa pulverulenta. Se puede observar en la superficie, una gran cantidad de plantas caídas como consecuencia de dos tipos de podredumbre: la “roja” o “marrón” y la “blanca”. En la primera, se disuelve la celulosa, produciéndose resquebrajamientos de la madera en forma de cubos; en la “blanca” se disuelve la lignita.

En las especies de Nothofagus se desarrolla una gran variedad de parásitos como el Myzodendron conocido como “farolito chino”, de forma redonda y muy verde, que gusta al ganado equino y vacuno, el Cittaria darwinii que es un hongo amarillo y redondo, denominado por los pobladores “Llao-Llao” o “pan del indio”.

Los primitivos habitantes lo consideraban un elemento importante en su dieta, especialmente los Yámanas que tenían muchos nombres para estos hongos, en virtud de su tamaño o nivel de crecimiento. Esta especie se caracteriza por desarrollar una multiplicación celular anormal que da origen a los famosos nudos de cohiue con los que se confeccionan artesanías típicas.

A no ser por los cetáceos, el territorio se caracteriza por la ausencia de grandes mamíferos. Antes de la introducción de especies exóticas por parte de los europeos, en el interior de la Isla, tan sólo se encontraba el guanaco (Lama Guanicoa), el zorro fueguino o chulepo (Dusicyon culpaeus iycoides) y el tuco-tuco (Ctenomys magellanicus fueguinus), pequeño roedor, constituyendo la dieta básica de la economía Selk’nam. En el caso particular del zorro, su piel era sumamente apreciada para la elaboración de quillangos (mantas de pieles) para los niños, y dos tipos de bolsas: una especie de morral adaptada para ciertos usos y otra menor destinada a guardar elementos para encender fuego y adornos personales. Su cacería era motivo de orgullo para los guerreros Selk’nam-Onas, dado que significaba superar la astucia del animal; en esta tarea colaboraba activamente el extinto perro fueguino, de aspecto de galgo, que también servía de calefacción cuando dormía con su amo. No obstante la importancia se confería a la captura del zorro, se lo comía sólo en caso de extrema necesidad ya que, por ser un animal de hábitos carroñeros, su consumo equivalía a un acto de antropofagia indirecta. Los canoeros Yámanas de los canales fueguinos, en cambio, hubieran preferido perecer de hambre antes que consumirlo.

Tanto el guanaco para los Onas, como el lobo marino para los Yámanas, fueron de importancia capital en sus respectivas economías. Prácticamente, todo el animal era aprovechado; dependían de él para la alimentación y la materia prima empleada en la confección de sus rudimentos culturales. La carne, la grasa, la médula y la sangre del camélido, eran considerados manjares exquisitos. La grasa que quedaba del festín, se procesaba para pinturas corporales, el cuero para las chozas y vestimentas y, los tendones y nervios para cuerdas y lazos. El cuero de lobo marino era el material predilecto para la fabricación del carcaj, y los huesos, para la elaboración de lanzas y arpones. Sumado a la gran variedad de aves que caracteriza a la Tierra del Fuego – que permitía junto a la recolección de mariscos, una importante variedad en la dieta – se puede advertir que el medio ambiente de la zona ofrecía una diversidad de recursos naturales que posibilitaban a los grupos humanos adaptarse óptimamente. A respecto, algunos de los principales investigadores de la prehistoria austral afirmas, contrariamente a la tesis del poblamiento por la presión de migraciones provenientes del norte, que:

“No hubo arcaísmo cultural, sino adaptación definitiva a condiciones regionales, que incluyó tempranas modificaciones en el instrumental y en la forma de vida. Mal pudo haber arrinconamiento cuando la adopción de la nueva tecnología y de la nueva forma de vida dio acceso a enorme cantidad de recursos, cuya concentración y renovabilidad permiten densidades de población humanas muy superiores a las que caracterizan a los cazadores terrestres; pese a todas las dificultades que tienen esta clase de cálculos, se debe recordar que, en el siglo XIX, la cantidad de canoeros magallánicos fueguinos dobla a la de toda la población de toda la Patagonia continental, pese a que éstos ocupaban un área quince veces más extensa.” (Roquera, Piana, 1990).

Esta adaptación exitosa es particularmente llamativa, si tenemos en cuenta las dificultades de los europeos para establecerse en la zona. El desastroso intento de colonización del Estrecho de Magallanes, por parte de Sarmiento de Gamboa en 1584, donde casi medio millar de habitantes de las ciudades “Rey Don Felipe” y “Nombre de Jesús” murieron de inanición, de cuenta de ello.

 

Los Hombres

 

            “Mientras recorríamos un día la playa, cerca de la isla Wollaston, pasamos junto a una canoa con seis indios fueguinos, y no he visto en ninguna parte, seres más abyectos y miserables

Charles Darwin, “Diario de un naturalista alrededor del mundo” (1832)

 

Cómo y en que tiempo los primeros grupos de hombres se establecieron en la Isla, tal vez nunca lo sabremos. Es probable que hace 10.000 años hayan atravesado el Estrecho de Magallanes (4 km. En su parte más angosta) cuando existían puentes de tierra formados por morenas glaciares (Acumulación de sedimentos depositados al derretirse los glaciares, hace 10.000 años), o que los antecesores de los Onas – que desconocían por completo los rudimentos de la navegación – fueran transportados por otros indígenas canoeros. Lo cierto es que, a la llegada de los primeros europeos, existían en el archipiélago fueguino, cuatro grupos humanos: los Onas o Selk’nam, los Yámanas o Yaganes, los Haush y los Alacalufes.

La importancia del estudio de estas sociedades radica en el hecho de su casi nulo contacto con el hombre blanco y de su tradición cazadora recolectora casi virginal. Contrariamente a otros grupos del Continente, desconocían por completo la agricultura y el caballo, del que debe consignarse que su aparición en América, modificó radicalmente las culturas aborígenes, al establecerse el discutido “horse complex” desde las llanuras norteamericanas a las pampas del sur. Es decir, un estado casi prístino que fue negativamente evaluado por los primeros exploradores, quienes consideraron a los naturales como los seres más primitivos y brutales. Hasta llegó a agregársele una cola pues, evidentemente, tales hombres debían estar emparentados con los monos y no se tardó en anatematizarlos cartográficamente.

Los portulano del descubrimiento sentenciaba: “Caudati hominis hic”, es decir, “aquí hombres con cola”.

Siglos más tarde, en 1831, quién no muchos años después se haría célebre por su teoría sobre el origen del hombre declarando que éste y el simio descendían de un tronco común, miró a los fueguinos y exclamó:

“Al contemplar a tales hombres. Uno difícilmente pueda convencerse que son prójimos y habitantes del mismo mundo”.

Años atrás, el gran navegante francés Bouganville había dicho algo similar:

“Son bajos, feos, delgados y despiden un hedor insoportable. Van casi desnudos y no tienen por vestidos más que pieles de lobos marinos o focas. Sus mujeres son horribles. Llevan a la espalda los niños.. Sus piraguas son de corteza de árbol, mal enlazadas… De todos los salvajes que he visto en mi vida, éstos son de los que van mas desnudos”.

No pretendemos cargar de pullas al joven Darwin, que bastantes sufriría a los largo de su vida, pero sí destacar los vicios etnocéntricos de una época signada por el máximo esplendor del Imperio Británico, donde las glorias coloniales cantadas por Kipling, debían fundamentarse en una falsa teoría antropológica que legitimara la dominación. En virtud de ella – la pesada carga del hombre blanco – Inglaterra se constituía en el heraldo de la civilización  para la cual del Derecho Internacional era materia opinable. Mientras se abría a los cañonazos el comercio del Extremo Oriente, en el Río de la Plata se lo cerraba mediante un bloqueo naval. Ante tales arbitrariedades respecto al derecho ajeno y el manifiesto desprecio por las culturas extra-europeas, poca indulgencia de juicio podía esperarse hacia los “fósiles vivientes”.

Por otra parte, la inexistencia de la agricultura, no necesariamente representa una muestra de atraso. Tal es el criterio de quienes consideran la paulatina invención, como el proveniente del progresivo avance de algún tipo de conocimiento humano. Sin embargo, algunos autores como el antropólogo Marvin Harris, plantean que la aparición de la agricultura surge, fundamentalmente, a partir de la existencia de ciertas necesidades y no en función de la adquisición de determinados  conocimientos, y estas necesidades estarían condicionadas por el marco ecológico. Es decir, el progreso tiene mucho más que ver con condiciones externas, desequilibrios y adaptaciones, que con una determinada intencionalidad. “La idea de la agricultura es inútil cuando se puede obtener toda la carne y los vegetales que se deseen con unas pocas horas de caza y recolección semanales” (Harris, 1986).

Hasta no hace mucho, en términos históricos, las llanuras pampeanas cantadas por el poeta Leopoldo Lugones como una legendaria cornucopia de frutos, no eran otra cosa que una inmensa planicie poblada de ganado salvaje, en la que el gaucho cazaba reses según su antojo y necesidad. La agricultura pampeana, en consecuencia, surgió merced a las necesidades del mercado internacional.

Los habitantes más antiguos de la Isla, eran los llamados Haush por sus parientes los Onas, también “Italam-ona” u Onas del Este por los Yámanas. Ellos se denominaban a sí mismos “Mánakenkn”. Al igual que los Onas, eran cazadores de guanacos, base fundamental de su economía, desconocían la navegación, vestían con pieles y usaban arco y flecha, pero contrariamente a los Onas, se dedicaban más activamente a la recolección de frutos marinos. Estaban establecidos en lo que es hoy Península Mitre.

Cazadores por excelencia, de elevada estatura (1.80 m.) y miembros bien proporcionados, los Selk’nam (llamados Onas por los Yámanas) eran infatigables corredores y rastreadores. Se presume que estaban emparentados con los Tehuelches del Continente, pero a diferencia de ellos, desconocían el caballo, usaban las pieles con el pelo hacia fuera y los toldos estaban pintados de rojo sin diseños. Este, su color favorito, se utilizaba también en las pinturas corporales, cuyo origen los Onas atribuían a Kénos, su héroe cultural. Gusinde nota que los Selk’nam se untaban el cuerpo de tierra roja en la creencia de que los inmunizaba contra la intemperie y las enfermedades. En cuanto a la elección del color, es probable que se deba a su relación con la sangre. Un rasgo enigmático de las pinturas rupestres que consiste en las manos abiertas en rojo, parece tener explicación en la costumbre que aún podía observarse a fines del siglo XIX. Musters refiere que en la ceremonia de curación de un niño tehuelche, le hicieron estampar sus manos cubiertas de pintura roja o tintas en sangre, en la piel de una yegua blanca. Atribuye a esa mano el poder mágico de curar. (Musters, 1964).

A diferencia de sus vecinos Yámanas, los Selk’nam jamás usaron canoas, lanzas o arpones. Pescaban o mariscaban sólo con marea baja. Su idioma era menos rico que el de los Yaganes, pero tenían nombre para cada colina o el valle más chico. Variaban su monótona dieta de guanaco con la captura de aves como el cauquén o avutarda (Choephaga picta dispar) y el cisne de cuello negro (Cygnus melancorphus) Este animal en particular, tiene considerable importancia en el universo mitológico de los Onas, ya que lo relacionan con la antigua tiranía de las mujeres. Según este relato, en un tiempo la sociedad era matriarcal y las mujeres gobernaban despóticamente aterrando a los hombres con la utilización de máscaras que les hacían creer en el apoyo de seres míticos. Descubierto el engaño, el Sol encabezó una rebelión que culminó con el asesinato de la mayoría de las mujeres. De la matanza sobrevivieron tan sólo cinco adultas y algunas niñas. Una era la Luna, esposa del Sol, que huyó al cielo donde todavía la persigue su marido; las restantes se transformaron en el cauquén, en pato-vapor, en perdiz y en cisne. Este mito se recreaba en la ceremonia del “Hain” o “Klóketen”, reunión secreta de hombre destinada a la iniciación de los adolescentes, quienes debían superar diversas pruebas para consagrarse guerreros y cazadores. La ceremonia solía durar varios meses y era el único momento en que los Onas se sedentarizaban. Se realizaba en la “Gran Cabaña” de aspecto cupuliforme, construida con la espaciosa entrada mirando al Oriente. La estructura era sostenida por siete pilares de madera, con su respectivo nombre representando, cada uno de ellos, los siete ancestros míticos de los Selk’nam.

A partir de 1881, cuando “Karunkinká” (así llamaban a su tierra), comenzó a ser colonizada por el hombre blanco, se inició para los Onas un martirio que culminaría en su definitiva extinción. Las “cacerías de indios”, los enfrentamientos internos basados en las contradicciones introducidas por los colonizadores y fundamentalmente, las enfermedades desconocidas como el sarampión, la viruela y la tuberculosis, fueron las causas.

No muy diferente fue la suerte de los Yámanas. Establecidos en las orillas del Canal de Beagle y las Islas del Cabo de Hornos, son llamados los “nómades canoeros” por su constante migrar. A diferencia de los Onas, tenían un cuerpo pequeño y las piernas casi atrofiadas por vivir permanentemente arriba de sus canoas. En éstas, donde pasaban la mayor parte de sus vidas, mudaban su campamento cada dos o tres días. Aún hoy se encuentran enormes aglomeraciones de valvas de moluscos, llamados “concheros yaganes” que dan cuenta que los mariscos, representaban un recurso seguro.

“Los mejillones son ricos en proteínas, sales y vitaminas necesarias para la vida humana, pero pobres en grasas y carbohidratos. Por lo tanto, su valor alimenticio es muy bajo; para equilibrar el valor calórico de un lobo marino macho adulto habría que consumir bastante más de 100.000 mejillones (…). Sin embargo, no por ello los mariscos son despreciables: su importancia relativa no puede evaluarse únicamente en comparación lisa y llana del aporte calórico. La captura de pinnípedos era eficaz y bastante previsible por los medios a disposición de los grupos humanos del Canal de Beagle, pero siempre había elementos de riesgo y azar insoslayables” (Roquera, Piana. 1990).

Los Yámanas usaron lanzas y arpones para capturar nutrias, peces y focas. Incansables navegantes, utilizaban las cortezas de los árboles para construir sus canoas, en las que, sobre unas rocas, ardía permanentemente fuego. Remaban únicamente las mujeres, mientras los hombres, en la proa, esperaban la aparición de alguna presa. Las mujeres eran las únicas que sabían nadar, pues ellas fondeaban la embarcación nadando hacia la costa y afirmaban la canoa atándola a un alga.

Vivían casi desnudos, de no ser por un pequeño cubresexo de piel de lobo marino. Solían pintarse el rostro y confeccionaban hermosas canastas de junco. Se llamaban a sí mismos “Yámana” es decir, “los que viven”, “los hombres”, lo que demuestra una vez más, que el etnocentrismo es común a todos los pueblos. En lo religioso, al igual que los Selk’nam eran monoteístas y creían en la existencia de un ser superior a quien llamaban “Wataiusiwa”, “El Antiquísimo”. Los Selk’nam los denominaban “Temáukel”. Su idioma, recopilado por el Reverendo Thomas Bridges, era sumamente rico y tenía una cantidad de palabras similar a la de un idioma europeo.

“Durante una visita que le hice en Haberton, tuve oportunidad de hablar con él sobre tan interesante asunto, y le manifesté mi extrañeza de que indios de costumbres completamente primitivas, con escasísimos instrumentos y rudimentarias ideas, poseyeran riqueza tal de palabras, que casi iguala a la del castellano.

No, amigo mío – contestó Mr. Bridges – eso depende de que han especializado cada verbo y cada sustantivo hasta la minuciosidad. Sus verbos son singulares, duales y plurales, con tres conjugaciones distintas.

En los nombres, no sólo señalan un objeto o una persona, sino también el sitio que ocupa respecto al que habla. Naturalmente, entonces, el número de sus palabras tiene que ser ilimitado” (Payró, 1985).

“Yahgan”, es el nombre que Thomas Bridges dio a estos indios porque el Canal Murray (Yanga-shaga), estaba aproximadamente en el centro de su territorio. Pesa sobre ellos la siniestra fama del canibalismo, aunque un estudio meticuloso demostró la inexactitud de dicha afirmación. Es de señalar que ésta procede del relato de Darwin, quién la tomó de un tal Mr. Low, patrón de un buque dedicado a la caza de focas, hombre que por su actividad no debía ser proclive a los juicios serenos. Éste le refirió a Darwin que los fueguinos devoraban a sus ancianas y que las preferían a comer sus perros, dado que los perros cazan nutrias y las viejas no”, lo cual demuestra un “pragmatismo económico” digno del darwinismo social del capitalismo… y también que las relaciones del hombre con su suegra fueron difíciles desde tiempos inmemoriales.

Es probable que ante estúpidas preguntas sobre hábitos sexuales (¿Qué actitud hubiera asumido un inglés victoriano ante un interrogatorio sobre su vida privada?) o costumbres culinarias, los nativos hubieran elegido el humorismo como respuesta en lugar de romper dientes como señal de fastidio. Pero lo cierto es que esta truculenta fama persistió por décadas. La pobre condición de los Yámanas y su desagradable aspecto, los situaron en el último peldaño de la escala humana. Ante pautas de comportamiento que les eran extrañas, los viajeros europeos juzgaron erróneamente e interpretaron muchas veces mal las acciones y motivos más simples de los pueblos que encontraron en las nuevas tierras.

Los últimos Yámanas se refugiaron en la Misión Anglicana del Reverendo Bridges, que los protegió de las matanzas, pero no pudo con las enfermedades, tan sólo quedan algunos mestizos en la costa norte de la isla Navarino.

Nómades como los Yámanas, los Alacalufes peregrinaron por los canales fueguinos hasta Yandegaia, en el Canal de Beagle. Aunque no vivieron en lo que es hoy territorio argentino, tenían intercambio frecuente de bienes con los primeros. A diferencia de éstos, conocían el uso de velas para sus embarcaciones También utilizaban el arco y la flecha y trampas para pájaros. Su idioma era completamente diferente al de el resto de las tribus fueguinas. Los Yámanas los llamaban “Onal” y los Onas, “Airro”, “Alakaluf” es, probablemente, el nombre con el que se autodenominaban.. Sobrevivieron más tiempo debido a su aislamiento y la inhospitalidad del medio en que vivían. Al igual que sus vecinos, tampoco fueron juzgados generosamente:

“Son sanguinarios. En 1893, asaltaron una goletita tripulada por cuatro loberos. Mataron a tres de ellos, y el cuarto, hábil tirador, se salvó haciéndoles certeros disparos a través del tambucho de la embarcación, con lo que puso a varios fuera de combate y logró ahuyentar a los demás. Tratábase de una venganza, porque los asesinados no le habían dado suficiente ración de galletas, guachacay (anisado) y tabaco” (Payró. 1985)

 

La extinción de los fuegos

 

            “Habría sido un noble acierto de la Argentina salvar a esta raza (al menos como hoy se está criando al caballo criollo) para aprovechar las virtudes de su adaptación geográfica. Los Onas, gente vigorosa, habríanse multiplicado en sus pampas y montañas, para trabajos de ganadería e industria forestal; los Yaganes, criados durante generaciones en la canoa, habrían servido para la pesca y la navegación, puesto que son marineros por idiosincrasia, (…) ha sido una desgracia para la economía nacional, porque al exterminarlos, no hemos sabido sustituirlos. El Onaisín ha quedado desierto, y con su riqueza casi inmóvil. Aquí, la vida se ha deshumanizado hasta el crimen

 

Ricardo Rojas, “Archipiélago” (1942)

 

El nombre de la Tierra del Fuego data de 1520, cuando la bautizó Hernando de Magallanes al describir las fogatas de los Selk’nam y los fuegos de las canoas de los Yámanas. Pero su interior permaneció prácticamente desconocido hasta el siglo XIX. Es que la navegación por las costas patagónicas nunca fue fácil y así parece confirmarlo su terrible toponimia: Páramo, Bahía Inútil; Puerto Hambre, Paso de la Aventura, Seno del Chasco, Punta Brava, Isla Desolación, Isla Laberinto, Isla Furia, etc. A lo expuesto debe agregarse que a fines del siglo XVI todavía el clima mundial transitaba un período climático de enfriamiento, la llamada “Pequeña Edad del Hielo”, caracterizada por sus bajas temperaturas, mares permanentemente agitados e invasión de hielos flotantes desde los Polos. Tal, era el escenario de navegantes de la talla de Magallanes, Drake, Sarmiento de Gamboa, Le Maire y otros en su intento de abrir una ruta interoceánica que comunicara los continentes.

El poder marítimo y comercial detentado por las repúblicas marineras italianas y la talasocracia catalano-valenciana se trasladó a Portugal quién abrió el paso a la India por el sur de África y posteriormente a la corona de Castilla, que condujo a Europa al Nuevo Mundo. Tras bambalinas, Inglaterra, Francia y Holanda comenzaban aprestos para participar en la nueva configuración del orbe. Portugal y España se habían contentado con el dominio de los mares, pero las potencias emergentes comprendieron que no habría dominio duradero si a la vez no se controlaba el manejo de los pasos interoceánicos, en especial, el que comunicara el Atlántico con el Pacífico. Le cupo a España la fortuna de descubrir y dominar el Estrecho que lleva el nombre del ínclito nauta, pero ante la amenaza de piratas y corsarios anglosajones había ocultado tan celosamente su existencia, que la administración colonial terminó por olvidarlo De la existencia de mar abierto más al Sur nada se sabía, pues nadie se había internado en esas procelosas regiones y se creía en la existencia de una misteriosa “Terra Australis Incógnita”.

Cuando la costa del Perú amaneció en llamas por la audaz incursión del pirata Francis Drake, acaecida en febrero de 1579, la corona española se sacudió de su modorra, fruto de la suposición de que los ingleses desconocían o no estaban en condiciones de acceder al Pacífico desde el Atlántico y se decidió colonizar y artillar las costas del Estrecho. Fue una de las páginas más trágicas de la historia de la expansión hispánica. Por primera vez se hablaba de colonizar y no de conquistar al suelo americano, y para ello no se escatimaron medios; 400.000 ducados, 15 naos y 3.000hombres, entre marinos, soldados  y colonos al mando del navegante infortunado: don Pedro Sarmiento de Gamboa. Nadie más acertado que este marino excepcional para semejante empresa, pero las discusiones, desaciertos, temporales y el empecinamiento de una suerte adversa culminaron con la desastrosa fundación de la ciudades “Nombre de Jesús” y “Rey don Felipe” donde su medio millar de habitantes murió de inanición. La falta de adaptación al medio, la obstinación en persistir en pautas culturales europeas y no adaptar las de los nativos y fundamentalmente la vana esperanza en la llegada de navíos de auxilio – en lugar de retirarse hacia las poblaciones del norte – se combinaron para este patético fin. España no reiteró sus intentos de poblamiento y habría que esperar hasta el siglo XIX para un nuevo arribo del hombre blanco.

El realidad, el verdadero descubridor de los nativos de la Isla Grande fue el Almirante Fitz Roy, quién, en 1830, al mando del navío británico “HMS Beagle”, bautizó islas y canales con los nombres de sus oficiales y del buque. El paso del Cabo de Hornos había sido descubierto en 1616, pero nadie se había adentrado en la intrincada geografía fueguina.

Estas incursiones por nuestras costas distaban mucho de ser inocentes viajes científicos. Destaca el historiador John Cady: “Hacia la época (1850) Palmerston, primer ministro de Inglaterra, proyectaba apoderarse del Estrecho de Magallanes y la Patagonia” (Cady, 1943).

La aserción se funda en el testimonio de una comunicación de Palmerston a Henry Southern, del 19 de julio de 1850, existente en los archivos del Foreing Office y de una nota de Normanby al primero de los nombrados del 5 de agosto de igual año. Palmerston fue quien ordenó personalmente en 1831 la ocupación de las Malvinas. Además en la “Narración de los viajes de levantamiento de los buques de S.M.B.”, obra en varios volúmenes que se encuentra en la Biblioteca Nacional, comprobamos que barcos hidrógrafos, como el “Adventure”, se aproximaban a nuestros litorales como primer paso para adueñarse del llamado “Pays du Diable”, o sea, la Patagonia. El viaje de levantamiento de la “Beagle”, a cuyo bordo se encuentra Charles Darwin, fue una empresa de ese tipo. Un funcionario argentino de ese entonces, el coronel Crespo, opuso reparos fundados a las investigaciones fueguinas de Fitz Roy, comandante de la “Beagle”, y el joven naturalista fue vigilado celosamente por nuestras autoridades, según se halla expreso en un documento que conserva el archivo de nuestra Cancillería.

No fue el único. Hombres como Pacheco, Guido y Rosas también miraron con desconfianza esta expedición que sirvió a los objetivos de dominio británico, según se desprende del propio “Diario” de Darwin.

Fitz Roy embarcó a cuatro jóvenes Yámanas con el propósito de “educarlos” en Inglaterra ( aunque al parecer fue más bien un secuestro que una obra caritativa), donde fueron presentados ante el rey Guillermo IV y la reina Adelaida. Luego fueron traídos de vuelta en 1832 por el velero “Beagle” y dejados en Caleta Wulaia. El experimento resultó un fracaso. Pronto volvieron a sus hábitos ancestrales y 22 años más tarde, en 1851 Jimmy Button (Jaimito Botón) – nombre con el que los marinos bautizaron a uno de los jóvenes – condujo al grupo de nativos  que asesinó a siete misioneros anglicanos dirigidos por Allen Gardiner, que se habían instalado en Caleta Banner, de la Isla Picton, en el primer intento de colonización en el área. Nuevamente en 1859, Jimmy Button, fue el principal instigador del homicidio de cuatro misioneros anglicanos asentados en Caleta Wulaia, Isla Navarino. Ni todos los blancos fueron carniceros metódicos, ni los fueguinos los “mansos corderos” del padre Las Casas.

El centro misional anglicano estaba en las Islas Malvinas y tras 18 años de ingentes esfuerzos y penosas fatigas, en 1869 consiguió instalar una misión en Ushuaia que logró convocar a un gran número de familias Yámanas a quienes se la inició en los principios de

la agricultura. En 1871 arribó a Ushuaia el Pastor Thomas Bridges. Con 28 años, su esposa, su hija y otros tres misioneros, dio un formidable impulso a la región. Vivió el resto de sus días a orillas del Canal de Beagle, donde nacieron los primeros colonos fueguinos, sus otros cinco hijos, y escribió el único diccionario Yámana existente. Trabajó permanentemente en el mejoramiento del nivel de vida de los nativos hasta su muerte, acaecida en 1898.

Su hijo Lucas Bridges, nacido en Ushuaia en 1875, vivió con los aborígenes Selk’nam y Yámanas, cuyos idiomas dominaba, defendiéndolos públicamente aún en contra de otros estancieros ingleses. Su magnífica obra, “El último confín del mundo”, es una de las más conmovedoras descripciones de ese dramático choque de dos culturas.

La Tierra del Fuego se incorporó definitivamente al dominio argentino en la década del 80. Hasta entonces tan solo la habían frecuentado misioneros y exploradores como Ramón Lista y marinos de la talla del legendario Luis Piedrabuena. Con motivo del tratado limítrofe con Chile que en 1881 dividió la Isla en dos partes, el Presidente Roca envió una división expedicionaria comandada por el Coronel de Marina Laserre, que en octubre de 1884 afirmó la bandera argentina en la misión anglicana que existía en Ushuaia, a cargo del pastor Thomas Bridges, e instaló faros en la Isla de los Estados. El nuevo gobernador, Félix Paz, asumió la jefatura del territorio, donde Bridges y los suyos aceptaron serenamente la soberanía argentina. Pronto vendrían los buscadores de oro, los estancieros y los salesianos. Pese a los esfuerzos de éstos últimos, los nativos ya habían comenzado a sentir los efectos de la colonización en sus peores aspectos; el tabaco y el alcohol, que jamás habían consumido y las enfermedades transmitidas por los loberos y los mineros.

            “…todos están aniquilados por la insaciable codicia de la raza blanca y por los efectos mortales de su influencia… solo las olas del Cabo de Hornos, en su constante movimiento, están susurrando continuo responso a los indios desaparecidos”, se lamentaba Martín Gusinde, un sacerdote-etnólogo, y agrega un periodista; “Un lobero de Punta Arenas cuenta como gracia, a quien quiera oírlo, que cuando vuelve de sus excursiones nunca deja de acercarse a la costa para ver si hay indios. Si descubre algunos, se entretiene en hacerles fuego con su fusil, cargado de gruesas municiones para focas. ¡Viera usted – exclama riendo – los gestos que hacen cuando la munición les pica en alguna parte carnosa del cuerpo! ….Semejante cosa no se hace ni con las fieras”.(Payró, 1985)

En realidad, hasta fines del siglo XIX, la Tierra del Fuego fue una virtual “res nullius” habitada o recorrida por todo tipo de aventureros y facinerosos. Célebre fue José Miguel Cambiazo, llamado “el último pirata del Estrecho” por el historiador de la Patagonia, Armando Braun Menéndez. Teniente renegado de la artillería chilena, se jactaba de ser “salteador en tierra y pirata en el mar”. Cometió las más infames tropelías bajo un macabro pabellón rojo ornamentado por las tibias cruzadas y la calavera y la consigna “Conmigo no hai cuartel” (sic). Tras una enloquecida carrera de crímenes, que ni la Biblia se atrevería a nombrar, fue finalmente capturado, sometido a juicio sumarísimo y devuelto al Averno que lo había engendrado. Sus cuerpo fue descuartizado y los miembros enviados a los cuatro puntos cardinales del país trasandino, de manera tal que no existiera un lugar donde depositarle una flor. No era el único, otro autor comenta:

            “Los intrusos habitantes de las islas Malvinas, que operaban frecuentemente en la Isla de los Estados, para cazar y obtener madera (en operaciones de robo y depredación no penadas por la falta de policía y medios) se dedicaban como operación marginal a asaltar a los náufragos de sus costas. Y lo hacían en dos formas: o bien robando y hasta asesinando a los infelices hallados en tales condiciones, o “rescatándolos” y obligándolos al pago de cuantiosas sumas por tales “salvamentos”. Cuestión de idiosincrasia y de cuna, tan disímiles a los de nuestro Piedrabuena” (Arguindeguy. 1983). Es decir, ejercían la indigna actividad del “raqueo”, palabra derivada de “raque”, a su vez proveniente de la voz inglesa “wrack”, que significa naufragio. Despojar los restos de los bajeles y a sus desdichados tripulantes, parece haber sido una actividad sumamente rentable. Ya en la Inglaterra inmemorial, han sido frecuentes los falsos faros o luces en sus costas, para guiar a zonas de desastre a los buques en navegación, hacerlos naufragar y robar sus cargas y efectos (wrecker).

            “Contra esos beneméritos “Kelpers” luchó Piedrabuena, su antítesis en materia de salvamento en el año de 1860, en las playas de la Isla de Año Nuevo y con su artillado Nancy. Salvó así a los náufragos de la barca alemana “Thaler”, del peligro del mar y de los “falklanders”.(Arguindeguy.1983)

Luego del robo de las Islas Malvinas el 3 de enero de 1833 y particularmente al efectuarse el asiento de la colonia británica a partir de 1838, cuando  asume Robert Lawcay el gobierno local británico en Puerto Luis, las visitas británicas desde Malvinas hacia Isla de los Estados se multiplicaron. Estas expediciones – furtivas y depredadoras – tenían el doble objetivo de la caza de lobos y el talado de madera, para las construcciones malvinenses.

La fiebre de oro desatada en 1890-91, con más de 800 buscadores en las islas Picton, Nueva y Lennox y Puerto Totor en la Isla Navarino, venidos de todas partes del mundo, desalojó a los naturales de sus último refugios. Entre diciembre de 1891 y febrero de 1892, una compañía de catorce mineros dálmatas, extrajo de la isla Lennox…¡ciento quince kilos de oro! Tal la riqueza de los supuestos islotes pelados del Canal de Beagle.

Todavía en1902, el Teniente de la Armada de Chile, Ismael Gajardo, Comandante de la escampavía “Huemul”, registraba en el Cabo Carolina de la Isla Lennox la presencia de un grupo de 30 mineros, de los cuales 27 eran eslavos, dos alemanes y un español, acompañados de una sola mujer.

El descubrimiento de yacimientos auríferos de Cabo Vírgenes se produjo de manera casual, cuando la embarcación francesa “Antique” naufragó en aguas del Estrecho. Quienes rescataron sus restos descubrieron, inesperadamente, oro. La noticia convocó oleadas de aventureros. Tripulantes que hacían la navegación del Magallanes, chilenos de Punta Arenas, inmigrantes dálmatas, arribaban alucinados a lo que consideraban una nueva California.

Entre la ralea que pasó por Tierra del Fuego, descolló Julio Popper, un rumano de origen judío que había sido muy bien recibido por la elite de la generación del 80. En 1887 Popper fundó la Compañía Anónima Lavaderos de Oro del Sur. Sus socios en Buenos Aires se llamaban Le Breton, Lamarca, Cullen, Ruiz de los Llanos y Ramos Mexía, entre otros, gracias a los cuales accedió a una concesión de 80.000 hectáreas en Cabo San Sebastián, en plena zona aurífera. La extracción de oro desequilibró a Popper, llegó a acuñar moneda propia e imprimir sellos postales personales, conformó un pequeño ejército al cual proveyó de uniformes similares a los del Imperio Austrohúngaro, tanto para defenderse de otros mineros como para perseguir cruelmente a los nativos. No obstante, algunos historiadores como José Manuel Eizaguirre, Boleslao Lewin y Arnoldo Canclini han escrito alegatos favorables a este discutido personaje, hombre complejo, no desprovisto de fantasía y cultura. A su muerte acaecida en 1893, dejaría como saldo positivo sus afirmaciones geográficas acerca del carácter argentino del mar que baña el archipiélago de Tierra del Fuego.

Los aborígenes de Tierra del Fuego, que habían podido resistir durante milenios la intemperie de un clima severo y tempestuoso, se extinguieron. La causa puede atribuirse a rufianes de la peor especie, buscadores de oro y cazadores de focas, que cometieron actos nefastos impunemente, sumado a la persecución inmisericorde de los estancieros y el flagelo de las enfermedades para las que no tenían defensa. Tristemente célebre fue Alexander Mc Lennan, alias “Chancho Colorado”, administrador de las estancias de José Menéndez, que asesinó aviesamente a más de 300 indios que habían sido invitados a un gigantesco asado como “prueba” de amistad.. A los cazadores de indios se le pagaba un libra esterlina por cabeza de hombre y una libra y media si era de mujer. Pero no todas las matanzas eran tan expeditivas; algunas alcanzaban cierto grado de sofisticación, como la de la playa de Spring Hill, donde cerca de 500 Onas, fueron muertos cuando devoraban una ballena varada en la costa, a la cual se le había inoculado veneno. Tan solo la acción de los misioneros salesiano y de los pastores anglicanos, logró mitigar en alguna forma el sufrimiento de los aborígenes. Pero nada pudieron hacer con la tuberculosis, el sarampión, la difteria, la neumonía, la viruela y la gripe. Con la llegada del hombre blanco, los hados fatídicos del destino exhalaron el hálito mortuorio y los fuegos de la tierra se extinguieron para siempre.

De una verdad insoslayable nos parecen las palabras de Miguel Cané, pronunciadas el 29 de agosto de 1899 en ocasión de debatirse la concesión fiscal a los salesianos de aquella misión expresando: “Yo no tengo, señor Presidente, gran confianza en el porvenir de la raza fueguina. Creo que la dura ley que condena los organismos inferiores ha de cumplirse allí, como se cumple y se está cumpliendo en toda la superficie del globo…”

No pretendemos en estas líneas reverdecer una nueva leyenda negra, en este caso de la ocupación argentina, con la cual algunos comerciantes de emociones lucran en base a los funerales del indio desaparecido; pero si señalar una de las causas, en este caso trágica de la postergación austral. Una historia a mitad de camino entre la aventura, el bandidaje, la crueldad y hasta la desmesura que caracterizó a las empresas colonizadoras en las regiones más difíciles de América.

Estas sociedades previeron, sin duda alguna, un lugar especial para el ser humano, pero ninguna hizo de él el amo y señor de la creación, con libertad de disponer a su antojo, sin preocuparse, de las especies vegetales y animales – que destruye – y del mundo que dejará a sus descendientes. Si alguna lección podemos extraer de la cultura de estos pueblos, esta es la de su moderación.

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