BREVES NOTAS SOBRE EL EXILIO (*) Por Ernesto Ríos

A Nicanor García Rodríguez.

Por hacernos compartir

“estos destinos afines y nuestras vidas causadas”.

In memoriam

 

 

“Donde no hay casualidá

suele estar la Providencia.”

Martín Fierro

 

 

Una voz en el teléfono

Cuando colgué el auricular del aparato, allá por septiembre de 1999, no sabía lo que me esperaba.

La búsqueda había fracasado: “el Dr. Capelli falleció en julio”, me contestó la anciana voz del otro lado; “Yo soy la esposa”. Las condolencias, balbuceantes, fueron las de siempre. “¿Para qué lo buscaba?”, me inquirió la misma voz.

Yo no conocía a Francisco José Capelli más que de nombre. Las pocas (casi nulas) referencias que de él tenía, estaban en el libro de Scenna: forjista, marplatense, había acompañado a Jauretche en la entrevista con Sabattini… Mi interés de momento estaba en entrevistarlo para recabar datos sobre un compañero suyo de Universidad (allá por la década del 30, en La Plata) sobre el que pensaba escribir una biografía.

“Yo lo conocí mucho”, me espetó la voz anciana al contarle mi objetivo. En La Plata, la Facultad de Letras y la de Derecho compartían en esos tiempos el mismo edificio: la dueña de la voz anciana al otro del tubo había estudiado Letras y “los muchachos” (Capelli y mi supuesto biografiado) abogacía. De allí el conocimiento y la relación, que con uno de ellos había florecido en historia de amor.

Las anécdotas se sucedieron sin que yo pudiera agregar una sola palabra. Verborrágica y autoritaria, la voz anciana se cansó de contar sucedidos a través del teléfono, y cuando estuvo satisfecha dio ella por terminada la conversación, no sin antes recabar mis datos con minuciosidad.

Es Arturo Enrique Sampay (si la memoria no me falla, porque no he podido dar con la cita exacta, y ni un erudito como Alberto González Arzac supo darme cuenta de su paradero bibliográfico) ese gran filósofo del derecho americano amigo de los forjistas, el que señala que “éxito” o “fracaso” son, en política, calificativos que sólo el tiempo puede calibrar cabalmente. La perspectiva  de esa “tardanza de lo que está por venir” que dijera Fierro, es, justamente, la que muestra a las claras e indubitablemente si el presunto fracaso de hoy es tal, o bien una condición necesaria para un éxito definitivo. Y así, a la recíproca.

Pero no sólo en política: también en la vida misma.

Rumiando el fracaso de la entrevista con ese Capelli que nunca podría ser, ya a punto de resignarme, sonó el teléfono. Del otro lado, otra vez, la voz anciana. Más que invitarme, me conminó a visitarla ese sábado en su casa en Vicente López.

¿Los motivos? Si los sabía ella perfectamente, ¿para qué iba a decírmelos a mí?

 

La casa de la calle Monasterio

No conocía Vicente López. Fue recién en ese año de 1999 donde alternaba mi cotidianeidad entre el solar paterno de Villa Gobernador Gálvez (provincia de Santa Fe)  y la flamantemente autodenominada “Ciudad Autónoma de Buenos Aires”.

Sentía, entonces, una mezcla de terror y asombro al tener que cruzar la Avda. 9 de Julio en dos o tres etapas. Y los rincones pintorescos de la “Reina del Plata” me eran aún más inexplorados que hoy.

Llegar a Vicente López fue relativamente fácil. No lo fue tanto hallar la altura del 1300 de la calle “Cnel. A. Monasterio”.

A pocas cuadras de allí, sobre la calle Gaspar Campos, se emplaza, decadente, la mansión que ostenta en su frente el adagio latino “Nec temere nec timide” (ni temeraria, ni tímidamente), y que fuera centro exclusivo de la política argentina mientras Juan Domingo Perón habitó en ella. No podía dejar de mirar esa mansión, extasiado, recordando las innumerables fotografías que sobre ella pueblan el último tomo de “El hombre del destino” de Enrique Pavón Pereyra; obra que mi madrina, Elsa Angulo, me regalara con motivo de la  elección de “Ciencia Política” como carrera de grado. Era casi el cumplimiento de un sueño, para aquel muchachito del interior del país, tener a la vista “en vivo y en directo” esos muros que, ruinosos y descuidados, seguían siendo historia…

La contemplación edilicia duró más de lo previsto, y el tiempo pasó casi sin notarlo, alejando cada vez más la hora de llegada real con la pautada para la entrevista.

Al fin, después de unas vueltas que desorientaron, la calle Monasterio. Garitas con guardias de seguridad privados en las esquinas eran marco obligado para las señoriales e imponentes mansiones de la zona.

Unas pocas cuadras, y ya estaba el 1300. Hacia mitad de cuadra, a mano izquierda en el sentido de la calle, un chalet. No tenía, ciertamente, la majestuosidad de otras casas de la misma manzana. Denotaba, sin embargo, en la sencillez de época de sus líneas arquitectónicas, el buen pasar de los moradores. Y el muro hacia un costado, dejaba a la imaginación la existencia de un jardín enorme y bien cuidado.

Nadie respondió al primer toque de timbre. Nadie, tampoco, al segundo, después de un prudente tiempo de espera.

Un teléfono celular prestado fue la vía más directa de comunicación con la gente de la casa. Ahora sí, la respuesta fue rápida, y fue un reproche: “¿Por qué llega tarde? Ya salgo”, dijo la anciana voz, y cortó.

Se abrió la puerta de la cochera. Era la misma voz, pero ahora corporizada en una mujer de 83 años, sonriente e irónica, cuya simpatía resaltaba su autoridad. Y con los imperativos modales de su particular carácter, me obligó a entrar, dándome el trato cordial que sólo dejaba para los viejos conocidos. Desde ese momento, hasta su muerte, fuimos amigos…

 

El genoma de Noema

“¿Qué sabés del genoma humano?”, me inquirió a quemarropa, sin que tuviera tiempo de acomodarme en la silla. La pregunta, más que en las palabras, estaba en el brillo de los ojos.

En rigor, nada sabía. Pero unas horas antes, providencialmente, había estado hojeando una vieja revista científica, que traía una extensa nota sobre el tema, plagada de detalles curiosos. Frescos aún esos datos, los arrojé triunfalmente. El gesto silencioso de asentimiento me mostró que había pasado la prueba… Ella era una especialista en todo lo que tuviera que ver con ese tema, que indagaba no sólo en bibliografía argentina y extranjera, sino a través del correo electrónico y la internet, instrumentos que manejaba a sus 83 años casi tan bien como una adolescente más.

Así era Martha N. Aristegui.

Su partida de defunción señala a “Noema” como segundo nombre, que se originaría en el de una tía así llamada; yo no recuerdo tal explicación ni tal curiosidad, y me queda el “Norma”, con el que también lo recuerdan otros miembros de la familia.

Sea cual fuese su segundo nombre, Martha Aristegui fue una mujer sin parangón.

De inteligencia superior, le chocaba tanto la tilinguería como la estupidez. Fría y razonadora, su ironía estaba presente en todo momento, zumbando burlonamente con toques de genialidad. De pésimo genio, simulaba, sin embargo, ingenuidad y sumisión para salirse con la suya (y casi siempre lo lograba) Su mal carácter lo padecieron todos quienes estuvieron a su lado, ya sea parientes, amigos o circunstanciales conocidos. Su cultura, exquisita y medida, dejaba paso, cuando se enojaba de veras, a un repertorio inagotable de palabrotas. Tacaña en lo económico como en los afectos, a muy pocos se mostró esencialmente. Sus devociones también fueron maniqueas: no había intermedios en sus sentimientos, o quería (y, por ende, justificaba hasta la injustificable) u odiaba, exacerbando el mínimo detalle negativo. Siempre estaba probando al otro… (aunque hoy, eternidad mediante, quizás haya que decir que estaba siempre probándose ella misma)

Se graduó de Licenciada en Letras en la Universidad de La Plata. Nunca retiró su diploma porque la burocracia –siguiendo quizás el Decreto de Ramírez- le “castellanizó” el nombre, y escribió “Marta Aristegui” donde hubiera de decir “Martha Aristegui”. Como no atendieron sus razones respecto a esa fundamental “hache”, y a porfiada no le iban a ganar, el ansiado comprobante, si existe, duerme desde hace más de seis décadas en los archivos de la Facultad, deliberadamente repudiado por la propia acreditada.

En esa misma Facultad, siendo bibliotecaria, conoció a un joven estudiante de Derecho, marplatense de nacimiento, al que apodaban “Ñato” por su particular fisonomía. Verlo y enamorarse fue una misma cosa,  a lo que él correspondió también con locura. El noviazgo fue corto, y empecinado el matrimonio. A partir de allí, la vida de Martha N. Aristegui se entrelazó para siempre –para lo bueno y para lo peor- con la de Francisco José Capelli…

Hablamos de muchos temas esa tarde, escaldados mis labios y mi lengua por  un té hirviente que ella preparó. Del genoma, por supuesto; pero también del país, de la economía, del mundo… Sólo dejó su afectada suficiencia en la conversación cuando encaramos los temas que verdaderamente le interesaban: mi procedencia, mis estudios, mi familia, mis lugares… Y su historia.

Creo que se conmovió con mi edad más que conmigo. Creo que le resultó fascinante que un muchacho del interior de la Argentina, de la misma edad que sus nieta, le hablara con tanta admiración y devoción de ese Scalabrini, de ese Jauretche, de ese Cooke, de esos personajes que formaron otrora parte central de su intimidad, y que ya se le iban escapando en la brumas de los recuerdos.

Y se rió de veras: Jauretche, ese “don Arturo Jauretche” que yo le mentaba con tanto respeto, no era otro que el “Vasco cabeza dura” al que había ayudado a pasar a máquina alguno que otro de sus escritos, y al que había “reputeado” cuando intentó darle a ella –justamente a ella- instrucciones de mal modo. “Y Clarita, ¿vivirá?” preguntó con dulzura, acordándose de la compañera del “Vasco”, su vieja amiga.

Nos vimos varias veces más, en su casa y cuando ella tuvo ganas.

Conocí allí a Natalia, su nieta y su sostén, afecto especialísimo en la vida de Martha. Compartí confidencias familiares, y fui depositario de las filias y las fobias de su estirpe.

Algo contribuí al reencuentro póstumo que tuvo con Capelli, con el que estaba muy enojada y al que volvió a amar –según sus propias palabras- después de nuestras charlas.

No pasó desde ese momento un cumpleaños suyo en que yo no la llamara, ni uno mío en que su voz me deseara “felicidades”. Y de cuando en cuando, según sus ganas, sonaba el teléfono como el primer día, y su monólogo afectado devanaba anécdotas del pasado para no sentirse tan sola en el presente, sabiendo que del otro lado había alguien que la escuchaba, la comprendía y la quería.

El día de su entierro –no quiso velatorio- fui el único que no era de la familia de  las poquísimas personas que la acompañaron: su hijo Alejandro, su queridísimo hermano Abel y la sobrina, su nieta Natalia y el marido Néstor. En el cementerio de Olivos -vecina en la muerte del “Vasco cabeza dura” de Jauretche- sólo recé en silencio ese 24 de mayo de 2006, día en que mi madre hubiera cumplido 71 años.

No arrojé tierra sobre su ataúd siguiendo el fúnebre convencionalismo, no derramé una sola lágrima, no llevé ninguna flor… Poco tiempo antes, ella me lo había prohibido expresamente.

 

El legado

Fue al filo de la despedida. Cuando ya no había nada más que decir (cuando, en rigor, era ella la que no tenía nada más que decir) se levantó y, con su particular estilo de caminar, trajo de la habitación vecina unos biblioratos que acomodó prolijamente sobre la mesada. Se regodeó, sobradora, en la curiosidad que atisbó en mis ojos.

Debía ir a hacer unas compras, esa fue la excusa para poner fin a la visita. Y como la “imbecilidad municipal” ponía cada vez nuevos reparos para renovarle el carnet de conducir, prefería no manejar más de noche, y en ese momento estaba cayendo la tarde. Debía irse; debía irme.

Pensé que me mostraría algo de lo que contenían los biblioratos, pero me equivoqué. Conociéndola, después, entendí que en aquel momento necesitaba estar sola, para resguardar en su intimidad las emociones y los recuerdos que mi presencia le habían encendido.

La explicación de su gesto fue confusa, casi ininteligible.

Había, detrás, un sentido profundo que yo no estaba en condiciones todavía de sopesar, y que ella no podía mostrarme directamente sin traicionar su carácter y su historia.

“Mi marido –fue la primera vez que nombró a Capelli por el vínculo y no por el apellido- quemó una parva de papeles antes de morirse”. “Dejó esto”, dijo señalando los biblioratos, “y otras cosas más”. “Yo no sé lo que hay…”, y un suspiro la obligó al silencio. “En realidad”, agregó sincerándose, “sé perfectamente lo que hay, pero a estas alturas quiero olvidármelo”. Tras una referencia familiar, dicha con amargura y tristeza, prosiguió: “Es para vos. Vos sabrás lo que tenés que hacer con esto”. Y volviendo al tono imperativo que había dejado por unos momentos, me ordenó que dentro de dos sábados volviese a buscar el resto de “las cosas”.

Nos despedimos en la vereda, apresuradamente. Ella se subió casi corriendo a su auto (un Renault 12, de color gris, modelo 1993) estacionado enfrente, y para impresionarme, se alejó a toda velocidad. La seguí con la vista  hasta que dobló la esquina, parado en la vereda y con los biblioratos bajo el brazo: envidié la maestría al volante de esa mujer de 83 años, que sabía hacer algo que yo nunca pude aprender.

En el camino de vuelta empecé a ojear uno de los biblioratos, repleto de papeles prolijamente ordenados y divididos por separadores. Al principio, las cartas intercambiadas en los noventa entre Capelli y Roque Raúl Aragón y una serie de fotocopias que las acompañaban: me emocioné leyendo esos textos fotocopiados de la renuncia de Scalabrini Ortiz a F. O. R. J. A. y de la carta donde, con dolor, el gran patriota se lamenta del robo de su máquina de escribir. Si entonces la emoción de la lectura no tuvo su correlato en lágrimas, éstas, no obstante, llegarían casi inmediatamente, cuando hacia el final del contenido del bibliorato pude tener en mis manos los originales de esos documentos. Y muy especialmente cuando desdoblé las cuatro páginas amarillentas de papel timbrado del Estado argentino, conteniendo, dirigida a Alejandro Leloir con fecha 30 de agosto de 1955, el texto original con su correspondiente firma ológrafa, de la renuncia de Juan Perón…

Esas “cosas” que formaban parte de la historia personal de Martha Capelli eran, a la vez, parte esencial de la historia de los argentinos. Ella quería “olvidarlos” para sí, pero sabía perfectamente que no podía negar su aporte ni a la historia ni a esa juventud en la que cifraba tantas esperanzas. Y también –creo- carente de cobijo sobrenatural, especulaba encontrar con ese legado el afán de la trascendencia.

Algunas de las “cosas” allí contenidas habían sido expurgadas en su momento por los estudiosos: así lo reconocen Miguel Ángel Scenna, el maestro Fermín Chávez y Norberto Galasso. Pero la mayoría de los documentos permanecían desconocidos. Es, justamente, el último de los nombrados el que da la clave de ello cuando, revisando esos papeles, lanzó un insulto a la memoria de Capelli  por no haberle mostrado en su oportunidad semejante material, imprescindible para su tarea de biógrafo.

El destino de ese Archivo nunca fue fácil. En épocas de Resistencia, Roberto Capelli hubo de enterrarlo en un campo en Mar del Plata por pedido de su hermano. Allí permaneció durante mucho tiempo hasta que, poco tiempo antes de morir, el último Secretario General de F. O. R. J. A. lo reclamara para tenerlo cerca.

Tras su muerte, el legado. Y tras el legado, las peripecias.

“El hombre mediocre” titula a uno de sus trabajos más conocidos José Ingenieros. Y “hombres mediocres” (y hasta más: ruines) merodearon el Archivo con intenciones aviesas. Alguno, que marcha por la vida traficando influencias con la prostitución de su histórico apellido, logró hacerse de un documento importante y de gran cantidad de libros de la biblioteca personal de Capelli. Por supuesto, no salió tan Caro… Otro, escudándose en las funciones de su puesto oficial y de su calidad de “Ilustre de Buenos Aires”, soñó transformar en billetes esos papeles depositados sobre su mesa para obtener el resguardo estatal. No lo logró. “Lo que Natura non da, Salamanca non presta”. (Fue Unamuno, el rector salmantino, el del dicho. Y otro el del hecho) (Y conste que no omito en la enumeración –para escándalo de Delía María García, que conoce esta historia al detalle- ni la fruta ni los verduleros oriundos de la “Perla del Atlántico”)

La generosidad del entonces Secretario del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”, Dr. Oscar Denovi (sumado a la comprensión y el apoyo de su ahora esposa legítima, “Kuqui” Sanz) permitió, en el año 2001, llevar adelante la Muestra itinerante “Papeles de F. O. R. J. A. (Homenaje a Francisco José Capelli)”. Así, con el acompañamiento entusiasta de Martha monitoreando todo a la distancia, parte de las “cosas” se exhibieron en el Museo “Raúl Malatesta” de la ciudad de Villa Gobernador Gálvez. Y recorrieron las localidades de Armstrong y San Jorge, en la provincia de Santa Fe. En Armstrong, gracias a Ariel Montapponi y al recuerdo gratísimo de Malvina Balanda (“Perla” Cuffia); en San Jorge, por iniciativa de Esteban Roglich.

La terrible crisis de diciembre de ese año puso final a la aventura, y fue el movimiento obrero, a través de la Federación de Sindicatos Unidos Petroleros e Hidrocarburíferos (S. U. P. e H.) como tantas  otras veces en la historia argentina, la catacumba donde esos documentos y la historia que llevaban implícita se guarecieron.

“Hay un tiempo para todo”, enseña la Biblia, “tiempo para reír, tiempo para llorar…”. Y a su tiempo, allá por el 2005, apareció Francisco Pestanha, todavía secundado por lastimoso exponente de la ignorancia ensoberbecida. Y con Francisco Pestanha hizo su entrada Enrique Rodríguez en esta historia.

Es Ortega (y también Gasset) el que marca la diferencia entre el político vulgar y el estadista. Y Enrique Rodríguez posee todas las características para ser calificado de esto último. En el marco de la campaña electoral en que las “esposas de” confrontaban en las listas la batalla que sus maridos  “operaban” tras bambalinas, Rodríguez hizo gala de su condición, privilegiando por sobre el comicio las nuevas generaciones. De este modo, no sólo los documentos fueron resguardados para la posteridad, sino que, a 70 años de haberse fundado, F. O. R. J. A. cuenta en una Muestra permanente y viajera su derrotero heroico. A eso se le suman estos libros (y los que, ya pergeñados, están por venir) y, fundamentalmente,  el “Museo” que este verdadero “forjista del siglo XXI” que es Enrique Rodríguez le posibilitó a su querida F. O. R. J. A. en un barrio del sur de su no menos querida Buenos Aires.

El 18 de octubre de 2005, Martha Capelli no pudo asistir a la apertura de la Muestra “F. O. R. J. A. 70 años de Pensamiento Nacional”, que se inauguraba en el Teatro “José Verdi” del barrio de La Boca, con la presencia de Enrique Rodríguez, Antonio Cafiero y los forjistas Héctor Borrajo, Ulises García Oste y Delia García. Preparándose para salir, sufrió la descompensación que la postraría hasta su muerte.

“Para Ernesto Adolfo Rios. Cariñosamente. Martha. 7-4-00”. Esta dedicatoria, en tinta negra y con su elegante caligrafía, está detrás del cuadro que me regaló junto a su nieta Natalia. “El solitario” se llama el exquisito pastel de Deli Paccosi, que eligió ex profeso ya que, según me dijo, apenas verme aquel sábado supo que ése era mi atavismo raigal. “El solitario”, colgado frente a mi escritorio, suple así la fotografía que nunca quiso darme, y es cotidiano homenaje a una amistad entrañable.

 

La querida Resistencia

Ernesto Palacio lo vio claramente. Este “escritor arrogante, Bienfaciente y Malpensante”, que de él dijera Castellani al prologar la primera edición de “La historia falsificada”, uno de los pensadores políticos más lúcidos que tuvo la Argentina, fue profético en el análisis.

El capítulo sobre “la clase dirigente” de su “Teoría del Estado”, aparecido en 1949, no es sólo el más serio intento –como acertadamente señala José Luis De Imaz- de adaptar a nuestra realidad las ideas de Pareto, sino, sobre todo, un mensaje. El triángulo isósceles que grafica el capítulo, muestra en su vértice al Conductor, apoyado en las élites y en la masa popular. Cuando la natural renovación popular de las clases dirigentes se obtura, éstas se transforman inevitablemente en oligarquía. El destinatario del mensaje no era otro que Perón: “(…) todo grande hombre reconoce y honra la grandeza ajena (…) la propensión a rodearse de elementos subalternos, el rechazo sistemático de los valores, la resistencia a las influencias intelectuales, el reniego de la tradición cultural colectiva, constituyen signos seguros y definitivos de mediocridad en un gobernante.” El peligro de la oligarquización de los cuadros dirigenciales peronistas estaba pronosticado en el texto; se lo veía venir y  finalmente llegó. (Eva intuyó algo de ello. Si Perón lo vio, nada hizo por modificarlo…)

“Contra toda lógica”, reflexiona Martha Capelli, la purga que Perón hizo de sus filas estando en el gobierno, comenzó en el “Corazón”. Y así, junto con Mercante, cayeron en desgracia los más granados exponentes intelectuales y políticos de la revolución nacional: Ricardo Guardo, Ernesto Palacio, Mario Goizueta, Arturo Sampay, Miguel López Francés, Julio César Avanza, Arturo Jaurteche, Raúl Scalabrini Ortiz, el propio Francisco Capelli, y una larga lista de patriotas. El vaticinio contenido en ese capítulo de la “Teoría del Estado” se cumplió a rajatabla, y la burocratización y oligarquización de la dirigencia peronista (con las honrosas excepciones del caso) fue un hecho irrefragable. “Cuando todo suena a Perón, ¡suena Perón!”, le habría dicho al mandatario, con su particular estilo, el P. Hernán Benítez. Lo realmente grave, es que con la caída del gobierno de Perón el 16 de septiembre de 1955, el que sonó fue el pueblo argentino y su futuro…

Francisco Capelli fue expulsado del Partido Peronista en 1952. Recluido en su Mar del Plata natal, debió mascullar la bronca, no tanto por la injusticia de la pública execración, sino por no poder seguir aportando en la revolucionaria construcción del Justicialismo, que algo le debía a él. (Por lo pronto, la concepción del “chalecito peronista”, construido teniendo en cuenta la unidad familiar; la “República de los Niños”; el “Turismo Social”; y gran parte de las jugadas políticas para llevar adelante el gobierno bonaerense de Mercante)

Cerca del final, jugó la carta de su amigo y cliente Alejandro Leloir, y apareció así el texto que Perón le dirige el 30 de agosto de 1955 al Presidente del Partido Peronista, poniendo su alejamiento a disposición: “Aquí habrá paz o dictadura. Y yo no tengo pasta de Dictador… Quiero gozar de una vejez tranquila…” Tan sólo un día después, el 31 de agosto, el discurso del “cinco por uno” desde los balcones de la Casa de Gobierno, marcaría el abismo insondable de la realidad argentina.

Junto a Scalabrini Ortiz y a Jauretche, y con la mayoría de sus ex compañeros forjistas, optó Capelli por el Perón derrocado. Y así acompañó la tarea de defensa de la obra justicialista que sus amigos pudieron realizar durante el breve “interregno” de Lonardi. La asunción de Aramburu, en noviembre de 1955, mostró la verdadera faz, reaccionaria y genocida, de la pretenciosa “Revolución Libertadora”.

A partir del Decreto 4.161, del 5 de marzo de 1956, mentar a Perón era delito. El 27 de abril de ese mismo año, por un Bando militar, se abrogó la Constitución de 1949, suprimiéndose así el artículo 40, basamento de la economía nacional. Superado este escollo, pocos días después se rubricaron los acuerdos por los que la Argentina pasaba a formar parte del Fondo Monetario Internacional. (“El infame artículo 40 ha sido derrocado” tituló en la edición de ese día, en inglés, el “Buenos Aires Herald”, como bien recuerda Néstor Gorojovsky)

Es José María Rosa, en sus “Conversaciones” con Pablo José Fernández, el que señala el estado de ánimo de los nacionales: “(…) salí a buscar la primera revolución disponible, y me incorporé. Era la del general Juan José Valle (…)”. Ese mismo estado de ánimo lo lleva a Capelli a plegarse, también, en el intento de Valle, asumiendo responsabilidades que pondrían en juego su vida. Desde Belem do Pará (Brasil) le escribe Ramón Carrillo el 20 de septiembre de 1956, alegrándose de que el marplatense estuviera a salvo: “Aún más, su carta vino a sacarme de una preocupación, pues a un amigo de allí, B. A., le había pedido que averiguara si Ud. había sido fusilado o no, con otros cuyos nombres no se dieron.- Me alegro que esté sano y salvo, pues por informes anteriores yo sabía que Ud. era una de las personas que corría mayores riesgos”.

Tras el fracaso del levantamiento del Gral. Valle y los asesinatos de ese junio de 1956, Francisco Capelli debió exiliarse para salvar el pellejo. Pasó a engrosar, entonces, la colonia de refugiados argentinos en Montevideo, donde también recalaron Martha y sus hijos Isabel y Alejandro.

Allí publica el folleto “Los fusilamientos de Junio en la Argentina”: una severa denuncia  a los autores intelectuales de ese hecho atroz de la historia argentina, el segundo jalón (ya habían empezado con los bombardeos al pueblo inocente reunido en la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955) del “terrorismo de Estado”. Capelli los señala con toda claridad: “Queremos dejar denunciados a los verdaderos culpables nativos, las fuerzas cipayas que hoy operan contra el pueblo argentino como han operado y operarán  mañana contra los demás pueblos de América. Los gestores verdaderos de estos crímenes no son los hombres de armas, como ha querido aquí insinuar el ex embajador Palacios en la charla confidencial. Los hombres de armas son en cierta manera lógicos cuando emplean la violencia, y no se han  formado en las disciplinas políticas, económicas y sociales para poder comprender el alcance de la mayoría de sus actos. Los responsables de lo que ocurre en Argentina, los servidores conscientes de la guerra al nativo y a sus intereses, son civiles. Son empresarios, periodistas, políticos, profesores, profesionales, escritores. Ellos son los teorizadores del crimen, ellos son los doctrinarios de la entrega. No es por casualidad que Américo Ghioldi, en plena orgía de sangre escribió en  ‘La Vanguardia’: ‘se acabó la leche de la clemencia’,  ‘la letra con sangre entra’, los centenares de Ghioldis, del primoroso  Borges; el  campanudo Capdevila, decía maten, maten, maten, al oído de los que ordenaban las ejecuciones. Lo decían la Prensa continental que pretendía silenciar tanto dolor derramando infamias sobre los sacrificados. Lo decían las universidades, los ateneos, las congregaciones profesionales con su silencio alentador.”

Instalado en la capital uruguaya, Francisco Capelli tuvo activa participación en esa comunidad de la diáspora peronista. Junto a otros exiliados, instaló una confitería con la finalidad de mantenerse y aportar al sustento de los expulsados por el régimen de la “Libertadora”. La buena intención no se adecuó al sendero de la realidad, y al poco tiempo este emprendimiento hubo de cerrar sus puertas, por no poder hacer frente a los permanentes “fiados” que obligaba la situación de los argentinos que allí recalaban. No mejor suerte tuvo una especie de “fondo común voluntario”, implementado con el objeto de aportar a las necesidades de los menos favorecidos de esa colonia.

Es, sin embargo, el “Congreso Postal de Exiliados” el intento más interesante que Capelli propone para dar cauce orgánico a la desordenada e inconexa “Resistencia”. Ante la imposibilidad de reunir a todos los exiliados del régimen justicialista en un solo lugar, el otrora Secretario General de F. O. R. J. A. plantea la necesidad de superar la distancia, la clandestinidad y la ausencia de fondos, con un “Congreso” a realizarse por vía postal. De esta manera, habría un ámbito “orgánico” de comunicación, en el que además todos los exiliados pudiesen plantear sus puntos de vista y confluir en una estrategia común de acción. La convocatoria fue realizada en una circular fechada el 1 de septiembre de 1956, desde Montevideo. Fueron muchos los que adhirieron a la convocatoria. El propio Perón tomó conocimiento del tema, haciéndole conocer su opinión desde Caracas.

La iniciativa del “Congreso Postal de Exiliados”, no obstante, quedó reducida a la mera convocatoria.

En la interesante carta que la ex senadora chilena María de la Cruz le dirige a Francisco Capelli en septiembre de 1956, dándole su parecer sobre la convocatoria al “Congreso” de marras, están las claves para interpretar el fracaso de la iniciativa capelliana.

Esta gran política trasandina, amiga de Perón y contacto esencial entre el líder justicialista en el exilio y los distintos grupos de la “Resistencia”, le señala a Capelli los dos motivos que harían imposible que el “Congreso Postal de Exiliados” diese resultados positivos: “1.- La mayoría de los exhilados (sic), son gente que posee cierto bienestar económico, gente que gusta la vida fácil, cómoda y que trata de pasarla lo mejor posible, mientras los ‘otros’ los sacrificados y los humildes, trabajamos a matarnos arriesgando incluso nuestras vidas, por lograr el regreso de la normalidad en el país argentino. Esta gente no da un centavo para nada, ni tampoco se molestan en escribir a la Un, ni a la Cruz Roja, ni a nadie. Viven para sí, como todos los egoístas de todos los pueblos. Pero en cada país, los idealistas de verdad que somos pocos, los hemos catalogado y los tenemos fichados. 2.- Todo cuanto entraña trabajo metódico y disciplinado, se atasca, por la imperseverancia de la gente en los trabajos que no son retribuidos económicamente.”

Entre líneas, sin embargo, puede encontrarse el motivo, ese sí verdadero, que la chilena encuentra como causa que condena al fracaso, desde el mismo origen, a la propuesta que le ha hecho llegar Capelli: “(…) creo que estas directivas enviadas así, por cada uno, con la mejor buena voluntad, podrían provocar más confusionismo aún, del que ya todos advertimos. Creo que toda iniciativa debe partir única y exclusivamente de Perón. Solamente de él…” Y quizás entreviendo en la propuesta recibida un intento de lo que después se llamaría “el Peronismo sin Perón”, María de la Cruz remacha su argumento con una sentencia de la realidad: “Ya se ha demostrado hasta la saciedad que el pueblo argentino no quiere hacer nada y oír a nadie que no sea Perón.”

No sólo María de la Cruz vería la intención latente en la propuesta; ex forjistas como Carlos Pascali, embajador en Panamá al momento del golpe del 55 y fugaz anfitrión de Perón en el exilio, alentaba a Capelli para ello. Y será el propio Perón, haciendo gala de la sagacidad y la habilidad que, aunque negativamente, le pondera Pascali (“… su sagacidad tiene la sutileza del indio para intuir el peligro y la habilidad del viejo farsante romano para disimular sus intenciones…”) el que desbaratará la maniobra. Con cordial laconismo, desde Caracas, le responderá a Capelli el 23 de septiembre de 1956, con una directiva enérgica escudada en sendos ruegos: “(…) pensando en la necesidad de mantener permanente comunicación con este Comando Superior, como asimismo con los compañeros que actualmente se encuentran en ésa, le ruego quiera tener a bien establecer el correspondiente contacto con el Comando de Exilados de Montevideo. De acuerdo con la actual organización existente en las Fuerzas Peronistas en el Exilio, el Comando de Montevideo está actualmente dirigido por el compañero Doctor Don Eduardo Colom, a quien le ruego quiera interesar en este asunto a los efectos de mantener las correspondientes relaciones de Comando. Iguales organizaciones funcionan en casi todos los países de América y de Europa que, a los efectos indicados, pueden tener idénticas funciones a las anteriormente anotadas. El compañero Colom conoce las personas que al efecto pueden ser consultadas  al efecto en cada país.”

Hasta aquel lluvioso 17 de noviembre de 1972, en el que el General descendió del avión de Alitalia guarecido por el paraguas de José Ignacio Rucci,  el “retorno” del Líder no era otra cosa que “el mito del avión negro” surcando los cielos de la Argentina. Mientras el pueblo se mantenía tenaz y porfiadamente adherido a la figura del Perón, y pululaban por todo el territorio nacional las acciones de la “Resistencia”, muchos “dirigentes” especulaban con que ese “retorno” popularmente anhelado fuera una quimera.

Y, en consecuencia, buscaron, directa o solapadamente, la estructuración de un “Peronismo sin Perón”, en el que las reivindicaciones sociales del gobierno justicialista derrocado pudiesen ser motorizadas a través de nuevos liderazgos políticos, con base popular, pero independientes de los dictados del hombre de Madrid.

La idea, en términos teóricos y a la distancia, no era del todo descabellada.

Así como en los días preliminares al 17 de octubre de 1945, con Perón encarcelado, soñó Jauretche salvar la revolución nacional en la figura de Sabattini, así ahora los ex forjistas, con don Arturo nuevamente a la cabeza, pergeñaron la estrategia en otro hombre que, como entonces aquel “tanito de Villa María”, les resultaba ahora providencial: Arturo Frondizi.

Si bien F. O. R. J. A. fue disuelta en diciembre de 1945, la mayoría de sus miembros siguieron unidos por fuertes lazos de amistad y de política, acrecentados durante la gestión gubernamental de Mercante, que se vieron acrisolados por el ostracismo y la malquerencia que les tocó padecer tras la caída del gobernador de la provincia de Buenos Aires. Los forjistas, concertados desde el exilio, fueron así los principales impulsores de la estrategia, fundamentalmente a través de la revista “Qué”.

La primera votación a la que concurrían los argentinos después del golpe de septiembre de 1955, se produjo en 1957, con la finalidad de elegir convencionales para reformar la Constitución. En esa oportunidad, se evidenciaron las dos antagónicas tendencias en que se dividía el “movimiento nacional”: la postura más ortodoxa planteaba el “voto en blanco, anulado o abstención”, mientras que el resto sostenía la concurrencia a las urnas a través de distintos partidos que congregaran a los votantes del peronismo proscripto.

El 25 de agosto de 1957, desde Chile, Alicia Eguren le escribe al “Querido Ñato” Capelli, reafirmando una posición: “(…) la táctica del voto en blanco, abstención o voto anulado fue la conveniente y triunfante.”. En esa misma carta, se vierten durísimos conceptos sobre la posición sostenida entonces por el ex Presidente de la Junta Nacional de F. O. R. J. A.: “Jauretche nunca ha sido peronista, es decir, nunca ha sido hombre de partido y en ese sentido sus puntos de vista son totalmente contrapuestos a los del Movimiento. Lo que Jauretche propugnó con singular insistencia era una táctica que equivalía a la liquidación del Movimiento Peronista como fenómeno partidario. Jauretche defendía, lisa y llanamente, una total transferencia de nuestros votos al Dr. Frondizi sin condición alguna, fiado en al buena fe de los radicales intransigentes. Luchó por una entrega, no por una alianza”.

La realidad política, no obstante, llevaría a un cambio de posiciones. Y el propio marido de Alicia Eguren, ese John William Cooke que ratificaría los duros conceptos de su esposa rubricando el margen de esa carta con “un abrazo” a Capelli, sería el mismo que, pocos meses después, estamparía su firma en el “Pacto” acordado entre Perón y Frondizi. (Ciertamente, ni los objetivos ni la necesidad de ese “Pacto” fueron idénticos en las divergentes estrategias de Perón, de Frondizi, ni de los forjistas)

La posición de Capelli, esta vez, se alejó de la de sus ex camaradas de F. O. R. J. A. Su posición en la elección presidencial fue la misma que compartió con Alicia Eguren y el “Bebe” Cooke en la elección a convencionales constituyentes: voto en blanco, anulado o abstención.

Y al recibir esas nuevas “Directivas” con la orden de votar a Frondizi, ya enterado del “Pacto”, se sintió íntimamente traicionado: traicionado por sus amigos de la lucha, traicionado otra vez por Perón…

La amnistía establecida por Frondizi le permitió volver al país. De regreso a la Argentina,  tomó la decisión trascendental en su existencia, y abandonó para siempre la actividad política activa.

A partir de se momento se dedicó a la compra y venta de arte: estableció la primera galería en los salones del Hotel “Sheraton”, y luego se trasladó con ella al 1300 de la calle Montevideo. Allí lo visitaban sus camaradas de antaño, y solía conversar largamente con Fermín Chávez sobre los tiempos idos.

Se convirtió en un experto en el tema, aunque ninguna pintura terminaba de gustarle del todo. La belleza del arte nunca pudo suplir su pasión vital. Su vocación –quebrada, como en tantos otros de su generación, por la crueldad de nuestra historia- se centró siempre en hacer realidad esos versos de la “Marcha Forjista” que entonara siendo un muchachito: “De nuevo a la Patria el Eterno Laurel, / de nuevo a su Pueblo, el Pan y el Poder”.

 

Las Notas del Exilio

El exilio es una condena terrible.

Eugenio Rom, al prologar su libro “Así hablaba Juan Perón” -una de las síntesis más acabadas del pensamiento estratégico del creador del Justicialismo- lo señala sin alharacas: “La gente, en general, no tiene una idea bastante clara de lo que puede ser un exilio. Se imaginan a los ausentes como una especie de turistas por tiempo indeterminado. No es así. Quien haya estado un tiempo más o menos prolongado lejos de su tierra, sabe muy bien que no es un asunto nada fácil de sobrellevar, por motivos económicos y sentimentales. Ambos pesan mucho. Mucho más de lo que se piensa, si se agrega la sensación de que no existe un límite previsible a esta ausencia, peor.” Y remacha, casi en términos pueriles, con una afirmación que encierra una verdad aterradora y honda: “A simple vista parecería una tontería decirlo, pero fueron muchos años. Y esos años tenían meses. Y esos meses día. Y los días horas y minutos. (…) Mientras tanto, la vida se va. El tiempo ni vuelve. No se puede hacer reservas de tiempo.”

En la contemplación de Montevideo, alejada de las cotidianas rutinas a la que estaba acostumbrada, Martha Capelli intentaba comprender el sino que la había arrojado a esas tierras extrañas. La política, para Martha, nunca fue un divertimento ni una actividad apetecible: la vivió siempre como observadora crítica.

Y ahora, en esos tramos finales del año 1956, la política se ocupaba de ella, obligándola a dejar su casa, sus quehaceres, su país…

Al llegar a tierra uruguaya, Martha tomó contacto con el resto de los exiliados y sus esposas. Allí conoció a Lillian Lagomarsino, la esposa de Ricardo Guardo, quien fuera el Presidente de la Cámara de Diputados de la Nación al acceder Perón a su primera presidencia, y además, hermana de Raúl Lagomarsino, uno de los iniciadores del primer Comando de la “Resistencia”. Las dos congeniaron enseguida, no sólo por la desgracia que las unía, sino por la común condición de “señoras paquetas” de ambas. Y así, en el marco de las confidencias, Lillian le pidió a Martha el favor de su buena pluma, para dejar constancia de muchas anécdotas vividas junto al matrimonio Perón y  durante al viaje a Europa con Evita, que tuvo a la señora de Guardo como dama de compañía. Una libreta negra con espirales de alambre fue el contenedor de esas confidencias.

Pero Martha necesitaba su propio desahogo. Un propio espacio donde estampar las reflexiones y opiniones que no podían saltar el cerco de su propia intimidad. Y tomó otra libreta, también de color negro y espirales de alambre, y allí comenzaron, en diciembre de 1956, sus “Notas de Exilio”…

Las sendas libretas negras no formaban parte de las “cosas” de Capelli que había entregado. Eran suyas, solamente suyas.

Una de esas tardes en que la visité en su casa de la calle Monasterio, teniendo sobre la mesa  “Y ahora… hablo yo”, el libro que Lillian Lagomarsino de Guardo publicó con la colaboración de Cristina García Pullés en 1996, Martha me releyó, indignada, las anécdotas que había recogido hacía más de cuarenta años de boca de la propia Lillian, y que ahora la autora había “suavizado” u omitido en esta edición. Guardó esa libreta, y cambió de tema.

Antes de partir, aquel sábado, me dio su mayor muestra de confianza: me regaló la libreta que contenían sus reflexiones montevideanas, y además, me dio una lección.

Cuando me la entregó, me animé a pedirle sutilmente la otra, la más interesante, la que guardaba las anécdotas “prohibidas” del viaje de Evita. Fue la primera vez que me miró duramente. “La dignidad del silencio”, me dijo con aspereza, “debería ser lo primero que muchos tendrían que aprender…”

En la siguiente visita, el contenido de “su” libreta fue el tema obligado. Le pedí permiso para publicarla. “Cuando quieras”, dijo, acompañando sus palabras con un gesto displicente. “Pero después que yo me muera…” No pude sino soltar la carcajada ante el remate de la oración.

Nadie, a excepción de María Elena Rocchio que tuvo la tarea de transcribirla, leyó esas páginas mientras Martha vivió, dando cuenta así de la lección que me dio aquel sábado en Vicente López como respuesta a mi impertinente requerimiento.

En setenta y siete carillas de una libreta de tapas negras, con espirales de alambre, cuyas medidas son once centímetros de ancho y diecisiete de largo, en elegante letra manuscrita escrita con sendas plumas de tinta negra y azul, se encuentran estas “Notas de Exilio” de Martha Aristegui.

Las escribió, entonces, para ella. Y ahora que ella ya no está, cumplo mi obligación de hacer público su contenido, como un aporte más de esta gran mujer al reencuentro de los argentinos con su historia (Y no exagero: sin el “legado” de Martha -el de las “cosas” de Capelli y el propio de estas “Notas…”- se hubiera perdido u olvidado gran parte de nuestra memoria)

Hay mucho de “señora gorda” en alguna de sus reflexiones. (Y me sonrío imaginando su irónica respuesta a este comentario: “Y eso que entonces estaba más flaca…”, me hubiera azuzado.)

Escritas con un estilo admirable, se entroncan, asimismo, con el mismo enfoque con que Victoria Ocampo encaraba sus “memorias periodísticas”. Para doña Victoria, emparentada con lo más rancio del procerato vernáculo, la historia argentina es una historia de familia. Para Martha, de igual modo, la historia de F. O. R. J. A. y de sus hombres formaba parte de su entorno cotidiano…

No faltan “chismes” a lo largo del texto, enunciados con cierta fruición. (“Mujer al fin” estaba tentado de consignar, pero Leticia Catalina Manauta, con su aguda inteligencia, me hubiera hecho notar que la predisposición al chisme es un fenómeno que no se anuda inexorablemente con el género) Pero hasta en ellos está presente la hondura de la mirada.

“Ensayos de parasociología” titula a uno de sus libros Pablo José Hernández, el escritor que por la profusión de sus obras, los temas escogidos y el enfoque patriótico de sus análisis mantiene el cetro del más alto exponente del “pensamiento nacional” que dejara vacante Fermín Chávez tras su muerte. Y varias de las páginas escritas por Martha Capelli podrían ser acreedoras de un título semejante. Sin seguir dictados académicos, las reflexiones de nuestra autora, sin embargo,  penetran  en una aguda exploración sociológica, y describen ajustadamente los tipos sociales que observa desparramados en “el bombom de América”.

No podían faltar por supuesto, tratándose de quien escribía, las ironías, las sutilezas y el humor agudo. “Estudia criteriosamente Caseros”, comienza diciendo, como ejemplo, de la labor historiográfica de José María Rosa, “hurga en la línea histórica que viene de entonces a nuestros días, pero al llegar a la Revolución del 30 acota en documentación viva y con faldas.” Siendo esa “documentación viva y con faldas” el eufemismo divertido de la “novia de veinticinco” con la que el popular historiador se floreaba por esos días en la capital uruguaya.

Salvo algún pequeño retoque de puntuación, que en su momento la rapidez de la escritura dejó pasar, el texto ha sido mantenido sin modificaciones. Hay en él silencios, omisiones deliberadas y hasta errores. Pero se prefirió su publicación sin enmiendas ni aclaraciones, a los efectos de conservar la pureza y la espontaneidad que trasunta el original.

Podemos decir entonces, parafraseando a Eugenio Rom, que de ese modo lo dispuso la autora, agregando a su vez, que  así, de esa manera, sin retoques, “Así hablaba Martha Aristegui de Capelli”…

En octubre de 1943, el “Núcleo Mar del Plata” de F. O. R. J. A. publicó en su “Colección Folletos Forjistas” el texto de José Hernández sobre la muerte del Gral. Peñaloza, que Raúl Scalabrini Ortiz había rescatado de los archivos de la Biblioteca Nacional. “La Vida de El Chacho” no tuvo en  oportunidad de esa edición el prólogo esperado de Scalabrini, y debió conformarse con las “Palabras aclaratorias” que escribiera Francisco José Capelli, conductor de ese importante Núcelo de F. O. R. J. A.

Capelli encuadernó para la posteridad su ejemplar en cuero rojo, haciendo grabar en la tapa, de color dorado, la Pirámide de Mayo, símbolo de la agrupación. Pero se desprendió de él. El 22 de agosto de 1946 se lo regaló a su mujer, agregando a mano después de sus “Palabras aclaratorias”, en tinta negra, la siguiente leyenda: “De haberte conocido antes, esta ‘aclaración’ hubiera tenido toda la belleza, dulzura y amor que tú has volcado en mí.-”

Mientras el ataúd de Martha era bajado a la fosa, recé en silencio, como tributo a su memoria, la oración que el P. Hernán Benítez le escribiera a Eva Perón: la misma oración que, en idéntica ceremonia, recité callado al despedir a mi madre; la misma oración que, en representación de la Confederación General del Trabajo,  no pude pronunciar en voz alta y públicamente como homenaje a Fermín Chávez, porque los epígonos del “rastacuerismo” presuntamente intelectual y del “runflaje” comiteril clasemediero, advenidos en “viudas” del talento ajeno, usufructuaron el cadáver aún caliente del gran argentino para un canallesco e indigno “auto-bombo”…

“Señor Crucificado” –oré mentalmente, con los ojos cerrados, poniéndome en Gracia como recomendaba el propio autor de la plegaria- “Tú, para probarme que me amas, no te perdonaste a Ti mismo mis pecados, los que a mí me perdonaste, clavándolos en Tu Cruz. Señor Crucificado, Tú, para probarme que me amas, no te avergonzaste de Hacerte Hombre, para reparar mi vergüenza de confesarte mi Dios ante los hombres. Señor Crucificado, Tú, para probarme que me amas, no sólo Encarnaste en Carne y Sangre, sino en angustia, soledad, abandono y muerte de hombre. Aviva mi fe en que Tú me amas. Y al partir de la tiniebla, que es mi vida, a la Luz, que es Tu Vida, sienta se funden mi cruz en Tu Cruz, mi muerte en Tu Muerte, mi amor en Tu Amor.”

Después del “Amén”, y como siguiendo un ritual canónicamente establecido, le murmuré al alma de Martha aquellas palabras que Capelli escribió en el folleto encuadernado en cuero rojo, y que la tenían por destinataria.

Cuando abrí los ojos, los sepultureros había terminado su faena. Un cielo sin nubes y el sol débil del otoño enmarcaban la soledad del cementerio de Olivos ese 24 de mayo. Y sonreí: se había cumplido.

Finalizado el exilio de estos lares, Martha y Francisco disfrutan por fin la felicidad del allende, unidos en el Amor.

 

Montevideo,  diciembre de 1956.

           

Es esta una ciudad tranquila y pasiva que goza de un clima agradable.  Es chica, para los porteños es chica. Pero el estar rodeado de agua la hace inmensurable a la imaginación.  Tiene casas viejas, muchas casas viejas, pero también grandes edificios que le dan porte de gran ciudad. Nosotros vivimos a cuatro cuadras de 18 de Julio, la avenida que nos recuerda a nuestra Corrientes.   Por esa avenida hacemos todas las noches un pequeño paseo, corto, porque ella resume en seis o siete cuadras su mayor actividad. Pasar de plaza Cagancha es otro mundo y los argentinos no nos vemos más allá.  Allí en ese trayecto siempre encontramos a alguien, la mayoría de esos alguien los he conocido aquí.  De algunos sabía sus nombres por lo que bien o mal dijeron los diarios y de otros recién me he enterado aquí.

            A casi toda esta gente que nombraré en estas páginas la encontrábamos ocasionalmente en nuestros paseos. En los primeros días de mi llegada veía diariamente a los exilados en la confitería Madrid, de la que éramos dueños junto con otros tres compatriotas.  Pero uno de los dueños, un vasco tan grande como bueno falleció repentinamente mientras atendía la caja. La confitería tenía asociado su destino al de Don Pedro, y morir él y venirse abajo fue todo uno.  De manera que a los pocos días de mi llegada la confitería cerró y los exiliados se desparramaron y dejaron de verse diariamente.  Los encuentros se hicieron ocasionales pero inevitables en la única calle de nuestros paseos.

            A don Pedro Lizaso lo traté  poco y poco era también lo que él hablaba. Acababa de perder un hijo en los fusilamientos y hacía esfuerzos inauditos para recuperarse y tratar de rehacer su vida. Evitaba comentar lo que sucedía en nuestro país, era escéptico frente a las esperanzas de los demás y de una cosa estaba absolutamente seguro: de que a la Argentina no volvería más.  Así fue, al acordarse de él, Dios le ahorró angustias y penas de las que le hubiera sido imposible salir. Su mirada tristona, su palabra serena y cordial no la olvidaron jamás los argentinos que compartieron con él sus últimos meses de vida y de mi recuerdo no se borrará nunca el esfuerzo sobrehumano que constantemente trataba de superar su dolor. Lo vi en mis dos primeros viajes. En el tercero ya había partido. Pero todos lo recuerdan y aquellos pocos amigos que le mintieron y engañaron en los días posteriores a la revolución del 9 de Junio asociaron su tragedia a la que le tocó vivir a nuestra Patria con sus días de incredulidad, terror y odio.  El había llegado aquí sin saber nada de su hijo a quién habían detenido la misma noche de la revolución. No podía creer lo que sucedía, estaban fusilando. En Montevideo esperó minuto a minuto la llegada del hijo de 19 años: una, dos, tres semanas de esperanza y duda. Todos los días se decía: “vendrá, ya vendrá Carlitos”, hasta que los amigos le dijeron la verdad.

            En la confitería Madrid los argentinos formaban grupos de amigos, conocidos y recelosos. Los residentes más viejos, viejos residenciales, eran más conversadores, se saludaban efusivamente y hacían comentarios en voz alta.  Los que iban llegando al país se incorporaban al grupo a medida que la información les aseguraba una credencial de confianza. Los últimos viajeros se incorporaban a los grupos lentamente.  Solían permanecer varios días sentados solos. Luego poco a poco se les arrimaba alguno y al cabo de una semana todo el mundo sabía su nombre y lo saludaba familiarmente.  Había también una jerarquía que la daba la mayor o menor actuación política y principalmente la actitud que se había asumido en los días siguientes a la Revolución de setiembre.  Estaban los que dispararon y los que se vieron obligados a salir para salvar el pellejo. Los que heroicamente cargaron con las valijas llenas de pesos y los que pasaban semanas a café con leche, uno al día por supuesto, pues aquí cuesta unos diez nacionales y no muy completo.

 

            Y por último el individuo aquel, callado, observador que pasaba largas horas con un solo express a quien el recelo de todos y la mala lengua de uno lo había estampillado como el infiltrado.

Este pobre individuo si lo era o no lo era se sentía en un glaciar con ropas de baño.

Muchos de estos  luego de una decantada y profunda información eran absueltos de culpa y cargo y se incorporaban a las filas. Otros lo eran, exactamente lo eran y terminaban por ausentarse urgentemente para Buenos Aires, por supuesto corriendo todos los “riesgos”. En Buenos Aires no sé si los apaleaban por imbéciles, pero deben haberlo hecho.

Otros, infiltrados reales, terminaban por confesar llorosamente su misión y arrepentidos contaban con todo detalle cómo se los había obligado a ejercer oficio tan deleznable.  En este país la prostitución está legalizada y nadie se asusta cuando un hombre le pega en plena calle a su obrera nocturna por la escasez del jornal.

Estos del oficio obligado parece que recibían pobres jornales tal era su aspecto rotoso y hambriento. En cuanto a la eficacia de sus tareas ha quedado condicionada al éxito político de los comandos.  Otros que conseguían atravesar la barrera de la infiltración se incorporaban lentamente a los grupos leales pero con alternativas de descensos forzosos. Hacían grandes méritos y renovaban diariamente sus votos, pero un no se qué de mala suerte les era fatal.  Bastaba que se los viera a la llegada o partida de un barco o simplemente merodeando por allí para que nuevamente arreciara sobre ellos toda clase de sospechas. Si se excedían en un express habrían recibido dinero del S. I. D. E. y si por extrema necesidad el traje que usaban pasaba por la tintorería toda la furia de las sospechas volvía a llenarlos de manchas.

            En mi primer viaje a Montevideo conocí a Rodríguez Araya. Su nombre me era familiar desde los comienzos del peronismo. Frecuentemente los diarios publicaron sus declaraciones, un poco espectaculares a veces, pero a través del tiempo admiré su valor y la permanencia de sus principios.  Aunque no coincidiera con sus ideas totalmente me sentía identificada con la fuerza de su personalidad que le permite decir lo que piensa y siente arriesgándolo todo.

            Si alguna cosa ha privado siempre en las manifestaciones de Rodríguez Araya ha sido su libertad de opinión que no subordina ni a su propia vida. En este sentido no es político, porque los políticos son muy mentirosos, pero es una figura en la actualidad argentina mucho más grande de lo que él cree. Conversando con él, impresiona su fija y penetrante atención de escucha; y luego de una larga pausa aparece su respuesta meditada pero firme. Creo que jamás debe haber borrado una coma.

            Ví a Rodríguez Araya en mi primero y segundo viaje, pero cuando volví por tercera vez la conversación entró en el como confidencial de los viejos amigos. Así conocí por él muchas anécdotas pintorescas de los años de su primer exilio y otras trágicas entonces, pero que con el tiempo maceraron en la filosofía agridulce del pasado presentándose ahora con el sabor de una lección.

            Cuando le relatábamos a Agustín lo que sucedía con los exiliados, sobre todo las dudas y desconfianzas que inspiraban algunos de ellos, él reía, reía con ganas y decía con su voz siempre del mismo tono: “igual, igualito que con nosotros”.

Uruguay, que es bombón de América ha soportado en el término de doce años dos tandas de exiliados. La que envió Perón y la que siguen enviando los antiperón.

            La primera partida fue seleccionada cuidadosamente en los titulares de La Nación y La Prensa. Toda gente que ha gastado más plomo para sus nombres que el que se emplea para los clasificados con un orden inverso en atribución. Pero los diarios continúan gastando plomo.

            Estos primeros fueron muy bien recibidos por las diez familias orientales que gobiernan desde hace 89 años. Se les facilito todo lo necesario para que no extrañaran su confort porteño y fueron verdaderos héroes de la “resistencia nacional”, por supuesto río mediante.

            Los primeros tiempos solidarizados en la desgracia borraron toda discrepancia política y se mantuvieron unidos y dispuestos a formar aquí una nueva familia de la que los orientales se salvaron gracias al coraje de Juan Domingo. Tuvieron toda la cordialidad de la prensa que fundió toneladas de plomo para hacerse cargo de cuantos insultos, río mediante, pudiera dirigirse a los argentinos. 

            Pero los meses pasaron y un poco porque los orientales necesitaban harina, papas y carne y otro porque las novedades son también mortales, el caso es que la tal Santa Unión tuvo que movilizarse para poder subsistir. Y en esa civilización aparecieron los que trabajaban doce horas para ganarse un peso y el otro 99% que vivía despreocupadamente.  Entre los despreocupados había algunos que gastaban mucho y aquí el presupuesto se desglosa con quinielas por la mañana, a la tarde carreras, de noche las chicas y un ítem para comida y cama. La ropa se trae siempre de Baires.

            Estos gastadores fueron blanco de todas las dudas, a muchos de ellos se les conocía un patrimonio lo suficientemente holgado  como para aguantar al cambio. Pero en aquellos años Perón había cercado el río y les era difícil no solo recibir la visita de los familiares sino la correspondiente subvención. Y comenzaron las sospechas de los que vivían cocinados.

            Uno de ellos, un tal Peña gastaba con excesiva generosidad y llegó el momento en que S.J. habló seriamente a sus amigos señalando a Peña como el hombre que recibía dineros de Perón. La voz de alarma corrió inmediatamente y a partir de entonces este traidor sólo se enteró del estado del tiempo que hacía en Montevideo.

            Un día falleció Peña y entre los avisos fúnebres apareció uno de las chicas de Conaprole. Eso, y sumar los miles de pesos que Peña había invertido en esta sociedad lechera fue todo uno.

            Lamentable error. Estas chicas de Conaprole no eran empleadas de la lechería, sino las chicas que se han apoderado de la esquina donde existe una confitería del mismo nombre y que manifestaban por medio de ese aviso su profundo agradecimiento hacia quién había retribuido tantas vigilias.

            Vigilias, que se supo luego, eran costeadas por el bolsillo de (…), pues Peña era su administrador.

            El bombón de América tiene una gruesa capa de chocolate, y un pequeño relleno que son las buenas familias. Para los que seguimos a Perón en la medida que este recuperó y amó a nuestro pueblo, saboreamos el chocolate y deshechamos el relleno. Mucho más que en nuestro país se nota aquí la diferencia de clases sociales, ubicándose la mayoría en un medio de vida más pobre del que se advierte en nuestro país.

            Recorriendo las callejuelas de Montevideo reviví el recuerdo de lo que era mi Patria veinte años atrás y medí la grandeza del peronismo. Lo que más me ha impresionado es el aspecto de los viejos, hombres y mujeres viejos, de ropas gastadas y rostros de hambre, tan derrotados y aún les falta morir. Aquí ríen y cantan los borrachos y los conjuntos callejeros que vienen de Brasil. Hay mucha gente joven que no espera nada de nada, pasarla bien, sin hacer nada de nada, pero pasarla bien. Esta es la ciudad, a cuatro cuadras de la Plaza Independencia donde Artigas galopa hacia un destino mejor.

            Pero a medida que voy raspando el grueso chocolate de este bombón descubro nuevas cosas, otros seres y un mundo de esperanzas que agita miles de corazones orientales.

            He conocido obreros que me hablaban de imperialismos, de países coloniales y de los puercos ingleses. Me relataban todo lo bueno que había hecho Perón, sus obras sociales, el bienestar que alcanzó la clase trabajadora en su standard de vida y se referían a muchos aspectos que conocían mejor que yo. Algunas de estas personas conocían la Argentina pero otras nunca la visitaron y estaban muy bien informados. En cuanto a la revolución de setiembre unos decían que la hicieron los norteamericanos y los más que la pagó el capital inglés.

            Refiriéndose a todo lo malo que se ha dicho de Perón después de su caída no le concedían ninguna importancia porque su suma no modificaba en lo más mínimo el haber positivo.

            Ellos dicen muy a menudo que lo que gritaban las radios uruguayas era pagado por el extranjero, pero el pueblo piensa de otro modo, sabe que la verdad es otra.

            Muchas veces he oído que aquí hay “libertad para hablar pero también para morirse de hambre”.

            En un viejo y tradicional café de la plaza Independencia, el Tupí Nambá hay un vendedor de lotería que junto con sus billetes vocea elogios al colegiado diciendo que “desde que tenemos nueve presidentes estamos peor que nunca”.

            Café como el Tupí Nambá quedan pocos en Baires, ya que desde unos años a esta parte el porteño se ha acomodado al express del mostrador.

            El argentino de nuestras ciudades ha echado mano hasta de las reservas de sus minutos y no puede pasar largas horas de charla alrededor de una mesa.

            La gente de aquí en cambio vive más sentada que de pié, y el café entre charlas y chismes justifica ampliamente la posición. Tupí Nambá tiene muchos años y un característico sabor de tiempos idos que le respalda el Solís. En su época debió haber sido lujoso, se advierte todavía en su sólida construcción y en su interior con sus buenas madera y finos cristales.

            Tiene una concurrencia típica y heterogénea; gente de teatro, maricones que quieren parecerse a nuestros petiteros, que por lo general se ubican en las mesas interiores. Tres o cuatro veces por semana, las noches de maroña y sus ideas de jugadores, hombres inquietos que dejan enfriar su café venteando “la onda”. La onda es la información que da el ganador cinco minutos antes de largarse la carrera. De manera que el que juega se ahorra la tarea de estudiar las performances y acreditar su pálpito. Arriesga su dinero por cuenta de un buen informante que por lo general no se sabe quien es.

            Estos habitués son bochincheros y discuten en voz alta los méritos y posibilidades, no del caballo que corre, como podría creerse, sino de la buena o mala “onda”. Hay una onda que viene de allá que es mejor que la que viene del otro lado, no interesa la emoción de la carrera y por lo general no se sabe el nombre del caballo, sino que es al uno y la otra dice que va al cinco.

            Por lo tanto los orientales han superado una incomodidad más como es la de trasladarse al hipódromo, leer los nombres, borrar los forfeit, etc.etc.

            El Tupí Nambá tiene también sus políticos, sus mesas son ocupadas por figuras que luchan en las viejas filas del viejo Herrera. Lo he visto a Haedo en una tertulia de hombres jóvenes que conversaban animadamente pero que él parecía no escuchar, y entre los exiliados argentinos post setiembre, el primero que comenzó a frecuentarlo fue Jauretche, un vasco que camina torcido pero anda derecho.

            A Jauretche le gusta el Tupí porque sirven el mejor café de Montevideo, porque en su vereda siempre corre un aire fresco y porque le trae vaya a saber qué añoranzas. Esto no lo dice pero se presiente.

            Jauretche ha estado otra vez exiliado en este país. Fué en la época que se persiguió a los radicales, persecución que los radicales olvidaron tan pronto que comenzaron a contar los idus desde que advino Perón.  Por eso es que todo el radicalismo argentino ha alcanzado por fin las calendas y pagará sus deudas. Y con Jauretche empezamos nosotros a frecuentar el Tupí, en parte porque coincidimos con sus gustos y en mayor parte porque era el sitio seguro para encontrarle. No son muchos los exiliados que concurren sino un grupo sui generis le llamaría yo, para no ubicarlo en una escala de valores.  En nuestra mesa he oído muchas cosas y comentado pocas.

            Conocí a Juan Carlos Parodi el esposo de quien fuera presidenta del Partido después de la muerte de Evita.

            Eva recién se dio cuenta que se moría en su última semana de vida. Hasta entonces la habían engañado y le hacían todos los preparativos para su viaje alrededor del mundo.

            Antes de operarse Eva designó su sucesora a Elisa Arrieta su hermana, pero cuando se sintió morir le dijo a Perón delante de Aloe y M. San Martín que cuando ella muriera nombrara presidenta del Partido a Delia D. de Parodi. Evita llegó a regalarle a esta señora vestidos caros y lujosos que la Sra. de Parodi agradecía emocionada, pero Eva insistía “cómo no me das un beso por eso, mirá, mirá la factura”. Esta oscilaba entre los 35 y 17 mil pesos. La Sra. de Parodi sólo usó estos vestidos en oportunidad de un viaje a Europa ya que su “sencillez” le impedía hacerlo en los medios en que actuaba.

            Perón llevaba un control estricto de todos los regalos que recibía y los guardaba en armarios con su correspondiente número.

            Cuando Eva quería favorecer a alguien que había hecho un regalo modesto cambiaba las tarjetas y ponía la del protegido en el regalo más costoso que había recibido ese día. Una vez alguien que estaba en las filas de la cárcel para ver a su hijo se encontró con la Sra. de Renzi, quien entre otros comentarios manifestó, “no sabe cómo me acuerdo del General”. Era un día sábado y agregó “usted sabe que el general lo llamaba a Atilio casi todos los sábados para hacer el recuento de los obsequios. El general tomaba un cuaderno de apuntes y decía “alcánceme el 604”.

            Atilio ubicaba la escalera y alcanzaba el paquete que el general controlaba, limpiaba, lustraba y volvía a guardar. Parece que Perón era un apasionado del oro. Tal es así que Aranguren relató un episodio que es emblema de esta personalidad. En cierta oportunidad un señor que no sé como se llama, le llevó a Perón un regalo. Eran dos pistolas antiquísimas de un valor extraordinario por tratarse de piezas únicas y muy viejas, y junto con ellas una especie de medallón de oro. Cuentan que Perón deslumbrado por el oro ignoró totalmente la existencia de las pistolas. Una de las cosas que me gustaría saber es quien fue el sagaz psicólogo que le hizo el primer obsequio iniciando una cadena de eslabones cada vez más pesados.

            Y ya que hablé de Aranguren me voy a referir a este turista de las circunstancias porque él no es exiliado. Lo conocí en Montevideo, en una de sus visitas a “la Madrid”. Por entonces Aranguren residía en Brasil, pero hacía viajes periódicos al Uruguay en compañía de Lagomarsino. Antes nunca había sabido de él y creo que fue diputado por Baires.  Es un personaje curioso, amigo de muy pocos, que hace una vida aislada y totalmente independiente. Difícilmente abre juicios sobre algo, escucha más de lo que habla y mantiene una actitud vigilante y desconfiada.  Lo aprecian mucho quienes valoran sus cualidades de hombre culto reservado y serio. Lo ubico en las filas de los que luchan por una política al servicio del país más que por sus ambiciones personales.  El no las tiene pero está siempre dispuesto a sacrificarse en “beneficio de su patria”.

            A Aranguren lo buscábamos en nuestros paseos nocturnos y estaba siempre como el hombre de Scalabrini en 18 de julio y Andes. Tomábamos un café en Baracoa y charlábamos largos ratos.

            Desde que el California comenzó a perfilar su existencia y tuvo tres sillas para sentarse, sabemos que a mediodía vemos allí al gordo y por la noche, cuando no va a Carrasco, en el Tupí. Tiene el privilegio de haber leído y copiado simultáneamente el próximo libro del vasco, poniendo a prueba una capacidad de aguante que ya quisieran muchos.

            El libro del vasco que tiene una primera edición oral a cargo de su autor y en cargo de cuanto oyente nuevo puede pescar, será publicado en la Argentina. En el pié de imprenta deberán agregarse las iniciales de C.A.

            Y ya que hablo de escritores debo recordar a Pepe Rosa que a estas horas estará congelándose en España. Pepe tiene cincuenta años de historia y una novia de veinticinco. Estudia criteriosamente Caseros hurga en la línea histórica que viene de entonces a nuestros días, pero al llegar a la Revolución del 30 acota en documentación viva y con faldas.

            Conversé varias veces con él y me aburrí con sus chistes de la Codorniz. Nunca lo ví hablar en serio y eso debe ser parte de su talento, estaba siempre de buen humor no obstante las necesidades que pasaba y su mayor actividad, después de escribir, giraba en torno al encendido y vaciado de la pipa.

            Pocos días después de mi llegada Pepe se fue a España. Fuimos a despedirlo con Clarita al Cabo de Hornos, no podría decir que se fue triste o feliz. Viajó con un pasaje de tercera, dos trajes y treinta hilos de papeles. Una sola valija la ocupaba su Caseros. A los pocos días creo que todos nos olvidamos de él. De acuerdo a su genio debo pensar que está a la recíproca.

            El bombón de América tiene la colonia de exiliados más numerosa del continente. Muchos al tener que dejar su país eligieron Paraguay o Chile. Pero Uruguay tiene un clima extraordinario y los que vivían en Asunción al llegar el verano se vieron obligados a radicarse aquí. Otros, que vivían en Chile, donde la vida les era más barata y cómoda, tenían dificultades para sus familiares pues el viaje es costoso y largo.

            En cambio aquí estamos a un paso de Baires.

            Y no obstante la poca simpatía que podían tener los peronistas hacia un país que tan enconadamente luchó contra ellos, terminaron por venirse acá. De manera que el grupo de argentinos en los otros países no alcanza a sumar el número de residentes montevideanos. A poco de llegar todos cambiaron de enfoque y comprobaron que aquí tenemos la libertad de ser ignorados. Todos hemos encontrado, sino simpatía, una discreta cordialidad que no abre juicios y espera el de la Historia.

            Yo misma me resistía a venir a estas tierras y hasta último momento esperé la situación que lo hiciera innecesario.

            Pero cuando conocí esto, me sentí cómoda y agradecida y me expliqué muchas cosas. Creo que cuando termine nuestro exilio se habrán salvado muchos rencores y nacerá una verdadera armonía donde se discutirán todos los errores de la intromisión en nuestra vida interna y la buena voluntad que ponen los uruguayos para salvarlos.

            Una noche paseábamos por 18 de julio distraídos, cuando oímos que alguien llamaba a mi marido  por su nombre en voz baja. Era Héctor Blassi quien nos contó que acababa de llegar en avión procedente de Chile, vía Asunción. Aún sin conocerle me pareció un hombre cansado y envejecido. Estuvo aislado en la Embajada de Ecuador, donde luego de una angustiosa espera de seis horas se dignaron a recibirlo. Después de oír su relato pienso que el tal mentado derecho de asilo no sólo es difícil, sino que el asilado debe sufrir toda clase de humillaciones. Ha habido casos en que se introdujo gente en las embajadas hasta por los fondos, pues en la desesperación de no ser recibidos se veían obligados hasta a violar las casas.

            Como el clima de Ecuador era insoportable, Blassi pasó a Chile,  donde vivió varios meses. En Santiago visitó a Doña Juana, a quien lo une vieja amistad y se puede decir que se crió con los Duarte.

            La madre de Eva, con sus tres hijas, nietos y yerno tienen un residencial en la ciudad de Santiago. Viven cómodos y aparentemente no tienen preocupaciones económicas. Doña Juana está envejecida pero conserva un gran espíritu.  Cree firmemente que su hija ha sido sepultada y se ha negado terminantemente a autorizar cualquier gestión en ese sentido. Es evidente su deseo de no chocar con Perón, pues en el fondo teme o cree en su regreso. No comentan nada que se refiera a él y no dan a entender que se escriban. Se sabe que alguien del gobierno de Baires fue a verla para que autorizara que se hiciera cargo de los restos de Eva pero se negó a ello.

            Blassi cree firmemente que Juan Duarte se suicidó acosado por las circunstancias . En general los exiliados que trataron íntimamente a esta familia, evitan todo comentario y sólo de vez en cuando salta alguna anécdota.

            Alguien dijo que cuando Eva usaba una joya debía firmar un recibo y que cuando la reintegraba, Perón en persona hacía el control. Hay continuas referencias a su amarretismo. Tal como la que refirió cierta vez Doña Elena.  A Perón le habían regalado piezas enteras de encaje y seda del Japón. Hablando en una oportunidad con Eva, le dijo Doña Elena por qué no se hacía unas blusas con esas telas, pero Eva le contestó que no podía sacarle ni un metro.

            Y cuentan que a Perón se lo ve en Caracas con pantalones viejos, zapatos gastados y que a veces cocina junto con Vicente y Rodolfo Martínez.

            También está en Montevideo el ex diputado Rolón, y hombre de primera hora en las filas peronistas. Yo no lo conocía y me lo presentaron un día en que íbamos al cine. Le vi en otra oportunidad acompañado de su señora.  He cambiado con él sólo pocas palabras pero me han llegado algunos relatos suyos. 

            A propósito recuerdo uno que engrosa el tan debatido tema de la riqueza de Juan Domingo.

            Estando en exilio ya, Rolón le escribió a Perón pidiéndole dólares para comprar los campos linderos al río Uruguay y poder pasar de allí los correos. Perón le contestó que era una infamia ese pedido y que daba lugar a que se creyera que él se había llevado dinero.

            Pasa un tiempo y Rolón se entera de que hay un depósito de 200.000 dólares en Suiza que Juan Duarte le había dejado en tenencia a Raymundo López.

            Rolón le escribe a Perón poniéndole en conocimiento y éste le contesta que le diga a doña Juana que le solicite los dólares, pero por supuesto que se los lleven a él.

            Acerca de los últimos días del gobierno peronista hay distintas versiones.

            Entre nosotros se encuentra el Coronel D’onofrio que fuera jefe de la Casa Militar. Estuvo detenido desde los últimos días de septiembre en Caseros, pero luego simulando en parte una enfermedad, consiguió que se le trasladara al Hospital Militar. De allí,  burlando la vigilancia consiguió escapar y asilarse en una Embajada. Luego con un salvoconducto pasó a Montevideo.

            Cuenta que en los días de la revolución de septiembre mantuvo una conversación de dos o tres horas con el General Perón y el mayor Renner.  En esa conversación trataron de convencerlo de que había que pelear. Perón contestó que no quería un triunfo a la española o a lo Pirro: “Esta gente va a destruir todos los bienes materiales”. Perón no renunció realmente. Llamó a los militares y les dijo que él no quería ser problema. Les pidió que constituyeran un gobierno juntamente con dos o tres rebeldes para pactar. Esta reunión se realizaba en el Ministerio de Ejército, cuando de pronto entró Imaz con varios gorilas y ametralladora en mano los amenazaron de muerte. Consiguieron dominarlos y sacarlos del despacho, pero ya la Junta militar quedó intimidada y comenzó a ceder.

            Tres años antes de caer y el mismo en que murió Evita, Perón inició una purga en sus filas, que contra toda lógica se inició por el Corazón. Se iniciaron ruidosos procesos, se encarceló gente y abundaron los diarios con noticias de negociados que hasta el día de hoy no se pudieron comprobar. Para salvarse de la cárcel, el Coronel Mercante inició un viaje a Europa y luego se estableció en el Uruguay.  Le conocí aquí viviendo en un modesto departamento  de Pocitos. Poco hablamos y poco dijo él, también.  Pero recuerdo que en el transcurso de la breve conversación reiteró que Perón no era inteligente, pero sí muy astuto.

            Hay una versión que dio Parodi y se refiere a la caída de Mercante. Según el, Mercante le pidió cierta vez un favor a Evita y le dijo:  “Cuando yo sea presidente y vos me lo pidas…” Ella no contestó pero salió inmediatamente de la Residencia y dijo: “voy corriendo a contarle al viejo”. Dicen que desde ese momento comenzó la guerra contra Mercante, pero alguien afirma que conociendo bien a este hombre cauteloso es imposible creer que haya dado un paso en falso como este. Tal vez esta versión no sea más que un mal telón de fondo.

            Entre los exiliados hay muchos mercantistas y uno de ellos es Horacio  Haramboure. Este hombre tuvo activa participación desde los comienzos del peronismo.

            Cuenta Horacio que el 17 de Octubre  del 45, él estaba en Ensenada movilizando los obreros. Hacía varios días que estaban en esta tarea conversando con los dirigentes, pero recuerda que ni Bianchi ni Proia fueron hombres que se jugaron íntegramente. Bianchini muy temeroso sólo accedía a mantener conversaciones en lugares apartados de Berisso y a altas horas de la noche. El 17 de Octubre no apareció ni Bianchini ni Proia y con respecto a este último su actitud dio lugar a que los navales no se jugaran ese día.

            Haramboure junto con otra gente movilizaron los obreros el 17 y se dirigieron hacia La Plata. Manejaba una chatita en la que iban los altoparlantes. Recuerda que cuando llegaron a la casa de gobierno se trepó a la chata el entonces Juez Bambill y le pidió que la tomaran. Haarambouse temió que mataran a alguien y no quiso hacerlo.

            En cuanto al tal famoso Cipriano Reyes nadie le vió por parte alguna ese día y yo que fui testigo presencial de la caravana oí comentar después que había estado escondido detrás de una columna en el café Paulista.

            Con respecto a la muerte de los hermanos de Reyes, dice Harambouse que estos se habían propuesto romper un acto comunista. Pero los comunistas que estaban enterados los esperaron preparados y los sirvieron a balazos.

            Cuando Perón inició la purga entre sus hombres, dedicó particular atención al Dr. Sampay. Este logró huir como es público y notorio disfrazado de cura. Pero no consiguió salir inmediatamente del país, sino que se vió obligado a parar en distintos conventos antes de llegar a Bolivia. Dicen que fue tan estricto el secreto que ni los frailes se enteraron de que se trataba de un civil. Sampay vive en Montevideo pero nunca le he visto.

            También está aquí y he conversado con él, Cavistán, ex cegetista de la época en que Espejo era secretario general. Cavistan contó un día cómo llegó a ocupar los primeros puestos en la central obrera. Según él, el movimiento gremial tuvo una cierta libertad en su desarrollo. Es decir, no todos los dirigentes fueron digitados sino que algunos escalaron sus puestos por propia gravitación personal. El mismo cuenta su lucha en los gremios que data de su orientación socialista. Cuando llegó Perón, se enroló en sus filas. Un día la preguntamos cual fue el motivo de la caída de Espejo y él, la relató de la siguiente manera:

            Dice que cuando era Secretario de la C.G.T. Aurelio Hernández, éste había limitado la acción gremial a sólo tres ramas que eran los metalúrgicos, madereros y los de su gremio. Como la señora quería extender el movimiento hacia el interior del país, consolidando su acción sobre mayor número de gremios, se fueron planteando distintas cuestiones en las que se puso de manifiesto la ineficacia de Aurelio Hernández. Por otra parte este se había enloquecido un poco y prácticamente cayó en desgracia.

            La señora llamó a Costa para que se propusiera una nueva lista, ofreciéndolo el cargo a él. Costa le manifestó que no se sentía capaz de desempeñar el cargo. Fue a verlo a Cavistán proponiéndole que fuera él. Se confeccionó una lista para que Cavistan saliera en una tercera votación en la cual fue incluido Espejo. Se la llevaron a Perón  y este sólo preguntó si los que ingresaban eran peronistas, que era lo único que le interesaba. Pero cuando se la enseñaron a la Señora, esta rechazó a Cabistán por su origen socialista. Y se decidió por Espejo que salió en primera votación.

Espejo tuvo un comienzo bueno, pero luego se convirtió en un personaje totalmente inoperante en lo gremial. No atendía las delegaciones obreras un día, otros porque no estaba y la mayoría porque no tenía ganas. Por otra parte era un hombre que leía muy mal los discursos. Dice Cabistán que él se los hacía, pero que Espejo jamás entendió lo que era una coma o un punto. Tenía la manía de las chapas de su auto. Un día le ponía chapa de Las Malvinas, otro de Ciudad Libre, etc., etc. Organizaba caravanas al interior y se llevaba cantidad de taxis. En el interior enloquecía a todo el mundo y no solucionaba nada.

Naturalmente llegó el día de su caída, que se apresuró con la muerte de la Señora, pues hasta entonces solo se mantenía gracias a su protección.

El 17 de octubre todos los gremios y él mismo sabía que iban a silbarlo, no obstante se empeñó en hablar con los resultados conocidos.

Otro exiliado que vivió en la intimidad de Perón y Eva es Ricardo Guardo, ex diputado y presidente de la Cámara. En distintas oportunidades ha relatado episodios que hacen al carácter de la Señora. Estas versiones, dichas sin ninguna animosidad y al calor del relato, tienen validez para una interpretación del carácter de Eva.

Cuando ella hizo un viaje por Europa llevó como acompañante a la señora de Guardo, quien a su vez le servía de intérprete. Estando en París en la recepción oficial se mantenía una conversación con las autoridades sobre temas generales y como Eva no lo oía nombrar a Mercante le insistía permanentemente que lo hiciera, pues ella quería oir que se lo nombraran, aunque no hubiera lugar en el tema.

En España, estaban viendo una documental argentina con Franco y la señora. Eva constantemente señalaba y hacía resaltar la figura de Mercante, hasta tal punto que la señora de Franco se acercó al oído de la señora de Guardo y con absoluto secreto le pidió que cuando apareciera Guardo se lo indicara. La señora había comprendido que Eva lo único que quería que se destacara fuera de Perón era  Mercante.

Eva le decía a Guardo: “vos tenés que estar conmigo, porque él (Perón) es un flojo, un cobarde, incapaz de tener amigos, yo siempre te apoyaré y seré solidaria”.

Una noche estaban Guardo y la señora con Eva y esta les comentaba que Perón había ido a un banquete que ofrecía Borlenghi, y agregaba, “este cagón y cobarde me manda a mí que lo ataque de frente y luego va al banquete. Pero quédense que ya verán lo que le voy a decir a este sinverguenza”.

Guardo y su señora trataban de eludir la escena y luego de unas horas de espera  consiguieron convencer a Eva para retirarse. Pero en ese momento entró Perón con el diario El Laborista (que era de Borlenghi) bajo el brazo. Eva se abalanzó sobre él y quitándole el diario le pegó con él en la cara insultándolo. Perón se limitó a decir, esta muchacha, tiene sus arranques, está violenta.

Cuando Borlenghi debió presentarse en la Cámara con motivo de una interpelación, Eva le pidió Guardo que le informara a Perón que Borlenghi había estado mal y más categóricamente que le hablara mal de Borlenghi.

Por la noche, en una comida íntima, Perón le preguntó a Guardo cual había sido la actitud de Borlenghi y Guardo ajustándose a la verdad no tuvo más remedio que manifestarle que Borlenghi había estado bien. Eva que estaba escuchando se levantó indignada y les arrojó con los platos.

A poco de asumir el mando Perón,  y cuando estaban edificando San Vicente, Guardo encontró que estaban retirando un viejo árbol de la Residencia para trasladarlo a la quinta. Al preguntar Guardo cual era el motivo, recibió por respuesta por parte de Eva y Perón, que “cómo no sabían lo que iban a durar…”

El cruce del charco para los exiliados, ha tenido en muchos casos ribetes pintorescos.

Así por ejemplo, Carlos Seeber se vió obligado a salir en un avión contratado especialmente. Como el riesgo era muy grande se tomaron una serie de precauciones. Primero salió en auto del domicilio de un amigo. Luego tomó un ómnibus que lo dejó en un paraje cercano al aeródromo. Allí lo esperaba una persona con determinadas señas,  que lo condujo hasta cerca de la pista con grandes cuidados  para no ser visto. Luego lo introdujo en un galpón y lo escondió hasta que el aparato estuviera listo y en un momento determinado llegó a toda carrera hasta el avión en marcha se agazapó y partieron. Al llegar al Uruguay lo dejó en un campo del cual Seeber tenía una especie de mapa. Pero el avión apenas rozó el suelo de manera que se tuvo que tirar y quedar echado porque un hombre que andaba por los alrededores se detuvo sorprendido al ver la maniobra. Luego de largo rato echó a andar pero con tal mala suerte que equivocó el sentido y después de caminar un día, recién pudo llegar a un camino y acercarse a Montevideo.

Luego alquiló un bote, de manera que para atravesar el río eludiendo la vigilancia, debió recorrer los canales por los sitios menos navegados. Ni siquiera pudo atracar, así que junto con el botero y el hijo de este, dormían en el mismo bote. Cuando debieron atravesar el río los sorprendió una tormenta en la que estuvieron a punto de desaparecer.

Estas fugas precipitadas tienen su lado cómico y trágico a la vez. La coordinación y detalles de las mismas darían tema a muchas páginas. Por otra parte, los primeros días que pasaban estos fugados en tierra uruguaya hasta que podían asilarse, eran de lo más difíciles. En los primeros meses que siguieron a la revolución se corría el riesgo del secuestro. Esto hacía que los personajes se escondieran y evitaran el salir solos.

Luego las cosas cambiaron y el pueblo y autoridades de este país asumieron una actitud distinta. Reaccionaron contra esa burla de los secuestradores y se sintieron menoscabados en su autoridad. Las cosas fueron cambiando y ese atropello se hizo más difícil. Cambió el concepto que se tenía de los peronistas a través de la prensa intencionada y disminuyeron los ataques. Mucho influyó en esto los fusilamientos del mes de junio y las barbaridades que cometió el gobierno argentino en el orden interno e internacional. No obstante la prensa siguió atacando. Pero la gente no cree y esto fue operando un cambio en la actitud hacia los peronistas. Por ejemplo, en el California, donde desfilan más de mil personas diarias, es raro escuchar un comentario sobre la filiación política de los dueños. Una que otra vez se ha oído preguntar “si eran peronistas” y la verdad que frente a los platos de comida, los uruguayos ni siquiera han reparado en nacionalidades. Ellos van y comen.  Su mayor preocupación no va más allá de la suma del ticket.

            Los dos o tres diarios más envenenados suelen atacar y hacer grandes títulos sobre los complots  peronistas, pero a fuerza  de repetir esta sopa se va pudriendo el gusto de saborearla.

            En febrero llegó Raúl Puigbó, un nacionalista que estuvo varios meses preso. Se le había dado la opción para salir de la Argentina rumbo a España, pero al llegar al puerto de Montevideo, bajó del barco y se asiló.

            Puigbó es apenas un muchacho y ya se ha hecho un nombre. Inteligente y con buenas cualidades políticas. Inmediatamente se incorporó al grupo de argentinos y ha tenido la habilidad de hacerse un poco parte de todos. Pertenece hoy al partido de Azul y Blanco que capitanea el periódico. Como trabaja fuera de la ciudad, lo vemos solo los fines de semana. Cuando viene por aquí conversa con todos, siembra sus ideas y recoge impresiones. Cree en un frente Nacional para resolver la situación argentina pero siente muy pocas simpatías hacia Frondizi.

          Estamos promediando mayo. En estos dos últimos meses ha aumentado el número de exiliados. Casi simultáneamente con la fuga de los presos de Río Gallegos, apareció por aquí Phillipeaux, el capitán “que vive de prestado”, según su propia expresión. Cada argentino que llega hasta aquí por razones políticas, hace un viaje directo del puerto al California, luego al hotel y a las pocas horas concurre al Departamento a pedir su asilo. De manera que el California es una especie de Consulado extraoficial o escuela de ingreso, pero no da “ingresos”.

          Si por casualidad algún diario –porque el periodismo siempre informa con retraso- da la noticia de que tal o cual político partió hacia el Uruguay, con precisión de minutos se podía anunciar su llegada al California. En caso contrario la fuente de información es obvia.

         También está aquí Vittorio Radeglia ex secretario y hombre de confianza de Juan Perón.

         A Radeglia se le concedió la opción para viajar a Italia. Una opción especial, pues fue acompañado al barco por el propio Embajador de Italia y quien recomendó al capitán  que no le permitiera bajar a puerto. Esto nunca había sucedido y no puede suceder. Cuando el barco atracó en Montevideo,  Radeglia hizo un gran escándalo. Le dieron aviso a la policía marítima y tuvo el privilegio de que el mismo Ministro del Interior Abdala se ocupara de su caso, le hiciera bajar e incluso en un artículo de prensa, de cuarto de página, se ocupó del caso Radeglia.

         Con este personaje he conversado varias veces. Se refiere a Perón en forma despectiva y sólo cuenta sus miserias. De estas habría para llenar varias páginas. Lo primero que le pregunté cuando conversé, fue si efectivamente el día que lo secuestraron, iba a encontrarse con Nelly Rivas. Con esta pregunta saqué patente de estúpida, pero desgraciadamente no he podido mantenerla. Lo que a mí me interesa aún no me lo ha contado. Probablemente no me lo contará.

         Se refiere siempre a lo miserable y amarrete que es Perón, a su cobardía, a su cinismo y cuenta episodios que no hacen al  hombre. Todo lo que dice no tiene valor y jamás pesarán en la historia.

         El día que pueda saber lo que quiero, quedará en éstas páginas.

         Tiene innumerables fotografías con Perón, pues le acompañó en su exilio. En esas fotos la cara de Radeglia se ve muy a gusto y a uno le da que pensar el cambio final.

         También conocí a la esposa, que me parece mucho más inteligente, o en verdad me parece que ella sí sabe lo que quiere.

         Muchos otros han venido pero no tienen importancia, por lo menos para mi clasificación. No se me escapa lo presuntuoso de esta selección que hago, pues el individuo siempre, aún en el piso de la escala valorativa, ofrece un saldo positivo.

         Todas estas personas han manifestado de una u otra manera su preocupación por el país. El argentino de hoy vive profundamente los problemas de su patria. La caída del peronismo tuvo la virtud de revolver la olla de los desperdicios.

         Desaparecido el último caudillo, al pueblo de mi país le quedaron tres o cuatro partidos políticos. Estos partidos no significaban nada. Había un fraude y un residuo despreciable para los gobernantes. Llegó Perón y le dio nombre a tres ansias: la soberanía, la justicia social y la independencia económica. En realidad no se trata de que las describiera, mucho antes que él, se venía luchando por ello. Pero tuvo la habilidad de contraponer a cada concepto el enemigo.  Así a la soberanía le opuso a Braden, la oligarquía al justicialismo y el capitalismo inglés a la economía. Tampoco esto era nada nuevo. Pero su gran habilidad estuvo en cargar las tintas al enemigo y el pueblo captó por un proceso inverso.

         Poseedor de un acento particular en sus expresiones, de una voz agradable, y de otras cosas más que hacían a su simpatía, ganó rápidamente la multitud para sí.

         Sus discursos fueron siempre para mí las lecciones de un buen maestro de escuela. Tenían una ordenación lógica y las repeticiones que nos hartaron con los años,  demuestran que su inteligencia era ordenada. Hoy se discute su personalidad y nos muestran todas sus debilidades y porquerías. Se le critica desde su cobarde fuga hasta lo que pudo hacer y no hizo, aún teniendo en sus manos todas las posibilidades.

         Pero eso no pesa.

         No debe haber cosa más simple que eso que llamamos pueblo.

         ¿Qué entendieron esos simples? Ahí está el resultado.

         Cuando vine para aquí traía la firme convicción de que el pueblo seguía aferrado a Perón.  Pero no al Perón presidente ni al conductor. Hay algo más que no lo puedo explicar en palabras pero que lo siento por instinto.

         Hace cinco meses que estoy en Montevideo y he oído de todo. Que el mito se desinfla, que peronismo sin   Perón, que Frondizi.

         Pero llegaremos a las elecciones y  el  pueblo seguirá escudado en Perón. ¿Por qué?.

         Si ese mismo pueblo sabe que Perón no puede volver. O ellos se encargarían de echarlo.

         Me imagino la desesperación de un Frondizi que ha realizado y hace su política con la paciencia de un mosaísta veneciano. Me imagino su desesperación al ver que sus cuadraditos no fraguan. Qué poderosa es esta cosa tan simple llamada pueblo. Este pueblo no se va a decidir hasta último momento o no se decidirá.

         Y a medida que pasen meses y años la figura de Perón se agrandará.

         Porque yo insisto, no obstante todas las críticas, que Perón le dio algo al pueblo, algo  que este pueblo absorbió totalmente.

         Nosotros calificamos ese algo de distintas maneras, decimos que lo dignificó, que lo hizo fuerte, que le dio un sentido.

         Pero no, hay algo más y que se me escapa por mi misma contemporaneidad. Frondizi no será entendido. Dicen que es talentoso y tiene un programa. El hombre medio argentino lee y puede captarlo. Podría llegarse a una elección razonada, en la que el hombre fuera sumando y restando conveniencias y decidirse así.  Yo lo llamaría una elección a la manera inglesa. No obstante todo lo que habló Churchill, su triunfo se debió al éxito que tuvo en la guerra.

         Estos son los misterios que a mí me preocupan.

         Frondizi no tiene la varita mágica.

         Además un pueblo que vota por eliminación se encierra en un desconformismo que entorpece todo.

         ¿Cuál será el resultado?.

         La multitud de partidos políticos están demostrando la incertidumbre. Pero hay dos frentes, uno nacional y otro que aspira a solventar los intereses de una clase sin reparar en medios. Una cosa curiosa que ha aparecido como factor nuevo es el sentimiento católico.

         Cuando se destruyeron sus edificios, la iglesia creyó lograda la hora de defender su fe. La fe había caído con la mampostería. Para salvarla los católicos se organizan políticamente. Pero el catolicismo perdió frente a Perón una batalla.

         El justicialismo había reemplazado en su práctica los postulados del cristianismo. Perón barrió con el socorro que prestaban las iglesias y las sociedades de beneficencia y se reemplazó la limosna por una ayuda que costeaba el mismo pueblo.

         No era la mano de Dios.

         Todo lo demás que sucedió fue un pretexto.

         El argentino cree en Dios pero no en sus ministros. Va a la iglesia la gente media y las clases pudientes. Los pobres se han alejado. Al tiempo que Perón los atacaba, los sacerdotes iniciaron también desde el púlpito una campaña en su contra. Pero utilizaron los mismos métodos y cayeron en el mismo fango.

         El pueblo no entendió el ataque y como toda vez que no entendieron se encerraron en una negativa. Los negros no van a la iglesia. Y les será muy difícil reconquistarlos. Sus sentimientos se mantendrán porque un pueblo que ha sido fervorosamente católico no puede perder de la noche a la mañana su fe. Pero antes la palabra de la iglesia tenía un poder muy grande, ahora ni en la lucha anticomunista creo que su prédica tendría mayores efectos. Por supuesto la Argentina no es un caso aislado.

         En los días de Perón, cuando se quemaron las iglesias, la gente replicó llenando los templos en todas las misas. Pero vino la revolución y poco a poco se vaciaron. La revolución utilizó a los católicos y luego los echó por la borda. La iglesia se vió desplazada y se puso en contra, pero de una manera curiosa. Las más altas autoridades eclesiásticas continúan defendiendo la revolución callando lo que debieron decir. A la iglesia no se le ha ocurrido interceder por los miles de presos así como tampoco dijo palabra con respecto a los fusilamientos.

         No apareció la tan mentada piedad cristiana y sólo muy tarde, cuando se había muerto mucha gente, el obispo hizo una gestión para evitar que se siguiera fusilando.

         La iglesia sigue la línea que comenzó en Nuremberg.

         Hay culpables y ya no le queda al cielo sino muy poco que juzgar. La vida del hombre es propiedad del hombre.

         Hace pocas semanas, estamos en junio, un obispo tuvo particular intervención en la caída del dictador de Colombia, Rojas Pinilla. Creo que fue un franciscano quién inició las críticas desde su púlpito. Las noticias de los diarios atribuían gran importancia a la intervención de la iglesia y gran parte del éxito fue acreditado a su favor.

         En América la Iglesia está actuando de acuerdo a un plan. Pero inversamente de lo que sucede en Europa, acá las acciones favorecen en cierta medida al comunismo. Los medios son diferentes. En Europa la opresión es extranjera, pero aquí el pueblo eligió su opresor. He visto unas actualidades de Colombia y realmente no sé veía una manifestación popular. Una clase media, mujeres bien vestidas, pero los haraposos no estaban. Es probable que los americanos, de común acuerdo, hayan utilizado de puente a la Iglesia. Su información estaría atrasada y se referiría a épocas que la segunda guerra mundial ha modificado.

         Finalizamos junio, ingrato mes de junio, de malos recuerdos para mí. Ha llovido “cualquier cantidad” como dicen los uruguayos, ha hecho frío y han sucedido muchas cosas.

         El ocho, la policía hizo un allanamiento al depósito del California. Esto nos tomó de sorpresa y creímos en un principio, a través de lo que dijeron los empleados que estaban presentes, que había habido una denuncia sobre contrabando. Pero a la tarde, un diario, Acción, traía una foto y anunciaba que se estaba investigando un complot peronista. Fue toda una sorpresa. El lunes 10 todos los asilados recibieron una citación del jefe de Policía, para conversar a las 21 horas. La conversación les costó dos días de cárcel con incomunicación y calabozo. Pero no a todos, sino a un grupo. Les dejaron en libertad, pero pronto se oyó hablar de internación, etc, .etc. El martes 18 se debió tratar en el Consejo, pero luego quedó diferido para el día 25. En los siete días de esa semana, variaron las opiniones y los artículos en los diarios. Hubo en un principio, me refiero a las publicaciones, una defensa, no muy categórica, de los derechos de asilo y los leyes internacionales. Casi todos los diarios dieron la sensación de que no se permitirían presiones extrañas y de que estaban dispuestos a ser justos. Las publicaciones con referencia a las quejas de los peronistas por el mal trato y vejámenes aparecieron en todos los diarios. Pero al término de esa semana se fue variando el tono y poco a poco se llegó a admitir que el complot existía y que era necesario guardar recaudos y tomar ciertas medidas. Cuando llegó el martes 25 de la sesión se tenía la seguridad de que habría internados. Efectivamente, así fue. Una hora después de terminada la sesión, ya pasaba la policía por los domicilios en busca de los que les comprendía esta medida.

         Notificados que fueron les dieron unas horas para prepararse y a las 16 horas partió un grupo para Durazno en el que iba Capelli.

         De todo lo que se publicó sobre el complot no vale la pena hablar. He tenido en mis manos las fotocopias y no hay nada que pueda tener valor de prueba. Dicen que hay más, esperemos.

         El domingo 23 a la noche, falleció de un síncope el Dr. John Cooke. Su muerte, en estos momentos, arte de otras consideraciones de índole afectiva, tiene un doble significado triste. Primero por lo que él, era en sí, un hombre culto, de experiencia y aplomado. Y luego porque sus vinculaciones nos permitían conocer por anticipado, muchas decisiones.

 

 

 

 

(*) Publicado en Delia María García et alt., F. O. R. J. A. 70 años de Pensamiento Nacional. La Resistencia, Corporación Buenos Aires Sur S. E. – Comisión Nacional Permanente de Homenaje a F: O. R. J. A., Bs As., 2006, pp. 177-236.

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