NEUSTARDISMO O INTEGRACION

Por Francisco José Pestanha

“La riqueza material, en tanto producto del trabajo humano, debe recuperar su esencia humana”.                                       Raul Scalabrini Ortiz

Existe una creencia infortunadamente muy irradiada en nuestro país, que circunscribe el trabajo humano a una mera actividad, cuyo objetivo primordial es el de proveer al individuo y a su núcleo primario de los recursos materiales necesarios para su subsistencia y desarrollo. Esta visión vulgarmente materialista de la labor impide dar cuenta de una de sus funciones primordiales: la integrativa. En tanto práctica social, a más de constituir una herramienta tendiente a satisfacer sus necesidades biológicas y simbólicas, el trabajo integra al hombre a su contexto

De la enunciación precedente aflora cuanto menos un primer interrogante: ¿a cuál contexto integra el trabajo? La ocupación laboral, en primer lugar, inserta al individuo en un determinado ámbito profesional y a una serie de actividades complementarias al mismo como asociaciones, sindicatos, clubes, etc. Pero además, el trabajo integra al individuo a una comunidad determinada, es decir lo mancomuna con su propio entorno nacional.

A la vez, e independientemente de la valía monetaria que cada mercado le asigna a la labor humana, cada comunidad en particular le asigna al trabajo un valor social determinado. Desde esta perspectiva podemos echar una mirada a la Argentina del siglo pasado. Durante las primeras cuatro décadas, y más allá de algunos logros en materia reivindicativa, esta actividad fue considerada como uno de los tantos aspectos de la vida social. A partir de mediados de la década del cuarenta, el trabajo, empezó a estimarse como el elemento más destacado del desarrollo humano y la herramienta de integración por excelencia. Expirando el siglo, labor comenzó a ser sustituida en su papel preeminente, por otros valores sociales que adquirieron preponderancia por sobre él.

De lo expuesto hasta aquí surge que el trabajo, no sólo nos integra a una profesión y a una comunidad determinada, sino que además constituye un valor social en sí mismo, valor que en nuestro país, ha adquirido dispar trascendencia de acuerdo al régimen vigente en cada época.

La liquidación del régimen sustitutivo operada durante la última fase del siglo provocó una verdadera capitis deminutio del valor social de la actividad laboral. El trabajo, fundamento y plataforma del industrialismo argentino y del ascenso social durante el régimen de la sustitución de importaciones, fue virtualmente desbancado por otros valores representativos del nuevo régimen.  El dinero, así, apareció como elemento primordial de desarrollo y en lo que refiere al estereotipo humano, ciertas habilidades necesarias para acoplarse al mundo de los negocios y de la especulación como la sagacidad, reemplazaron aL vigor representativo del régimen anterior. El modelo a seguir, ya no era el rústico hombre de mameluco, el obrero industrial, sino una versión vernácula del yuppie,  aggiornada a particulares componentes locales.

De este proceso emergió una primer y grave consecuencia: al perder el trabajo preponderancia como valor integrativo, y al ser reemplazado éste, por otro más inaccesible, la exclusión no se hizo esperar. A la exclusión material generada por la desindustrialización y el desempleo, se le sumó luego la simbólica, generada por el cambio del paradigma de integración. La reacción de los sectores mas jóvenes fue casi inmediata. Los más marginados se concentraron en la búsqueda de nuevas instancias de integración que abarcaron desde la formación de numerosos grupos musicales que invadieron la escena cultural, hasta su lamentable incorporación a bandas, muchas de ellas asociadas a actividades ilegales. Por su parte, los vinculados a sectores medios y medio bajos se orientaron hacia opciones que abarcaron desde su incorporación amigable al nuevo mundo corporativo, hasta la emigración hacia el exterior del país. Paradójicamente, los jóvenes de los sectores medios, quienes se encontraban en mejores condiciones de afrontar la crisis económica, fueron los que optaron por esta última alternativa.

Las nuevas generaciones fueron forjadas en una concepción del hombre y de su circunstancia muy diferente a las de las anteriores. El paradigma de progreso en el que se formaron es nítidamente individualista, y el sentido de la vida que les ha sido transmitido por los medios concentrados de comunicación se orienta más hacia al hedonismo que hacia la trascendencia. Esta verdadera cultura Neustardista, basada en la dictadura del currículum, instaló figuras como la del “ciudadano exitoso”, del “joven brillante” y otra serie de  zonceras que naturalmente marginaron a la mayoría de los argentinos. Una cultura donde la noción de “éxito” estuvo circunscripta a la acumulación económica, la de “capacidad” a la de habilidad financiera y la de “brillo intelectual” al reconocimiento proveniente de un sospechoso mundo académico.

Los nuevos tiempos nos colocan ante el desafío de reconstruir los espacios de integración a nivel comunitario y nacional. El yuppismo de los ´90 afortunadamente ha desaparecido, y una versión renovada del tilingo no ha logrado imponerse como modelo de integración. La opción es clara y decisiva: un modelo integrativo capaz de incorporar a todos los argentinos en un proyecto común o un nestaurdismo renovado que mantenga el estatus actual de disgregación y desaliento.
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