JUAN FELIPE IBARRA – por Luis Alén Lascano

Fuente: REVISTA CONTEXTOS

La vida del santiagueño Juan Felipe Ibarra recorre la crucial primera mitad del siglo XIX, cuyo derrotero de sangre y fuego trazaron tanto la guerra de la Independencia como la posterior guerra civil.

Integró el Ejército del Norte y fue designado por Manuel Belgrano al frente del Fuerte de Abipones, que mantuvo a raya a los indígenas chaqueños. Fue solidario con Juan Bautista Bustos en el motín de Arequito. Enfrentó a su jefe, Bernabé Aráoz, gobernador del Tucumán, a fin de obtener la autonomía de Santiago del Estero. Para ello contó con la asistencia de Martín Miguel de Güemes. En 1820, consiguió el reconocimiento de su provincia, a la que gobernó los siguientes 31 años.

Cuando sus diputados se unieron al partido porteño de Bernardino Rivadavia, designó al también porteño Manuel Dorrego, para defender las posiciones federales. Más tarde apoyó, sucesivamente, al propio Dorrego, al “Manco” Paz —a quien luego enfrentó militarmente—, a Facundo Quiroga, a Juan Manuel de Rosas y a Manuel Oribe.

A su muerte, en 1851, nacieron dos leyendas: la del patriota y la del tirano. Extraídos de un artículo (1970) del historiador Luis Alén Lascano, su comprovinciano, estos párrafos intentan provocar la curiosidad de quienes no se conforman con tales leyendas.

Monstruo surgido del averno, bárbaro, ignorante y cruel, para unos. Caudillo indiscutido durante 30 años, guerrero de la independencia y patriarca del federalismo, para otros. Entre ambos extremos se debate la polémica alrededor de la figura de Ibarra.

Hasta ahora los historiadores clásicos lo han condenado sin posibilidad de indulto. Pero en ese juicio no ha habido defensa ni alegato favorable alguno. Ha sido la sentencia del tribunal vencedor; muchas veces cómplice y converso, ansioso por eso mismo de una severidad implacable.

(…) Ahí está, al filo de los años cuando se aproxima el fin de sus días. Estatura mediana y grueso el cuerpo; frente ancha y despejada, cabello negro y lacio, labios finos, con una sonrisa imperceptible más parecida a un rictus despreciativo. Severa la mirada, imperturbable el gesto y prodigiosa la memoria.

(…) Tuvo a su antojo el patrimonio entero de la provincia, y en años de escasez no percibía sueldos; se le entregaron bienes en administración a su confianza, como los de la familia Uriarte y fue escrupuloso en el manejo de los dineros ajenos o públicos. Alguna vez, los excesos políticos lo llevaron a confiscar fondos enemigos; los destinaba al ejército y a pagar sus soldados.

Fuera de su violenta pasión federal, era amigo sincero y consecuente; educado cuando quería serlo, don Pedro Ferré escribió de Ibarra: “Conocí y traté en Santa Fe a don Juan Felipe Ibarra, y me hizo la mejor impresión por su educación, y la nobleza de sentimientos que manifestaba”.

Páginas similares ofrecen sobre su persona el Dr. Eduardo Lahitte, amigo y corresponsal desde Buenos Aires; el culto historiador y gobernante santafesino Urbano de Iriondo, y otros contemporáneos no afectados por la pasión.

Todo esto es un hombre con un hondo drama sentimental. Se ha casado en 1823 por poder con doña Ventura Saravia, hija del Dr. Mateo Saravia quien sin duda por amistad, consiente u obliga a esta boda. El padre es un rico feudatario en las cercanías de Abipones, mas el origen familiar es salteño, y de allí llega la desposada en una volanta a Santiago.

La espera el gobernador, las autoridades y las mejores familias de la ciudad, y van al nuevo hogar los esposos. Al amanecer, ordena Ibarra atar nuevamente los caballos del carruaje, y en silencio, la esposa parte de retorno. ¿Qué misterio se oculta en esa noche nupcial? El gobernador nunca lo explicará, y el silencio se tiende sobre el episodio para siempre. Un historiador actual piensa que la novia fue obligada por la autoridad paterna, a una boda sin amor. Y que llegada ante el prometido, no vaciló en confesarle tan desgraciada situación. “En un acto caballeresco, decide el retorno de su esposa a su casa paterna.”

No es ésta la actitud de un mandón irresponsable. En la dignidad con que lleva su proceso sentimental intimo, hay una respuesta para sus detractores. La misma actitud tiene siempre Ventura Saravia. Sus hermanos se tratan fraternalmente con Ibarra, y a Manuel Antonio Saravia lo hace elegir gobernador de Salta y lo sostiene con su influjo. Hasta su misma esposa vuelve a Santiago al saberlo enfermo y lo acompaña hacia el fin de sus días, cuando muere, el 15 de julio de 1851. Ella es albacea y heredera en su testamento, y ella ha de quedar velando su memoria, hasta que la pasión política después de Caseros, confisque sus bienes y la obligue a buscar refugio en Tucumán.

Muere Ibarra como buen cristiano. Pide en su testamento a Dios, “me perdone todas mis culpas”, el hábito mercedario de mortaja, la asistencia de franciscanos y dominicos y ser enterrado en el templo de La Merced; todo lo cual así se hace. Los más distinguidos sacerdotes lo han confesado y ayudado a morir. Nada sabe hasta entonces de los sucesos del litoral, ni de la defección de Urquiza. y puede esperar el fin, seguro de haber sido, como le cantan los trovadores populares a su muerte, “la columna más fuerte de la Confederación”.

Si muchos de sus actos no tienen justificativo, hay una explicación coherente para todos. Y por encima del balance postrero, hay una provincia argentina que le debe su erección como estado federal. Fundador de la autonomía santiagueña, en estos 150 años de vida provinciana, todos han disfrutado del privilegio ciudadano de esa santiagueñidad lograda por Ibarra a sangre y fuego. Pocos son los que alguna vez le agradecen esa herencia, cuidada con empecinamiento en 30 años, y dilapidada después por tantos sucesores.

Tres décadas, largas acaso para soportar a un mismo hombre en el poder, pero que dan relevancia inusitada a su provincia en el concierto nacional; donde no se permite la menor trasgreslón a sus fueros y prestigios, y en las cuales su caudillo alcanza estatura mayor dentro del país.

Ibarra demuestra no ser un hombre de la patria chica, constreñido sólo a límites locales. El mismo respeto y jerarquía que quiere para su provincia, le inspiran altivas actitudes argentinas. Todas las determinaciones de su vida acusan una notoria sensibilidad nacional y entiende al país, como una Nación total: geográfica y políticamente integrada.

Es la cohesión conseguida por el federalismo, e Ibarra la manifiesta el 23 de febrero de 1833, al protestar al Rey de Inglaterra por la ocupación de las Islas Malvinas. Ese espíritu está presente en la firma del Tratado Interprovincial del 6 de febrero de 1835, para perseguir en el norte, “toda idea relativa a la desmembración de la más pequeña parte del territorio de la república”, y evitar la anexión de Jujuy a Bolivia.

Idea fundamental ésta, de todos sus actos. Por ella rechaza el ofrecimiento de los gobernadores de Catamarca y La Rioja, Cubas y Brizuela, que le proponen retirar a Rosas del manejo de las relaciones exteriores y confiárselo a él como jefe de un bloque mediterráneo.

Por ella se opone a la Coalición del Norte en 1840 y le pregunta a Manuel Sola, gobernador de Salta: “¿Se constituye el país haciendo causa común con los extranjeros que están hostilizando injusta y vilmente a nuestros mismos pueblos?”

Y este sentimiento de la nacionalidad, cuando estaba en pañales o era negada por los letrados del Plata, inspira al bárbaro Ibarra una proclama de repudio a la agresión colonialista anglo-francesa de 1841, donde desentraña el sentido de la emancipación argentina ante España, la codicia de los imperios europeos, y el valor de la Confederación, cuya resistencia como “precio de nuestra independencia nacional, es la sangre de millares de victimas que desde el campo del honor, nos recuerdan nuestros deberes y nuestros juramentos”.

Las cosas malas de su existencia, inocultables, se traslucen en un claroscuro de luces y sombras, humanas e imperfectas. Todos las tuvieron, y las tenemos, y ¡cómo habrían de estar exentos de vicios los caudillos de aquel momento fundacional donde con barro y muertes se creó la patria! Pero la tarea del historiador, como dice Vincen Vives, “no es aplaudir ni condenar, sino comprender vitalmente el drama humano”.

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