EL TRABAJO EN EL ANTIPROYECTO. Por Armando Poratti

A partir de 1976 -por cierto, con antecedentes- vivimos lo que, siguiendo a Gustavo Cirigliano, denominamos el Antiproyecto de la sumisión incondicionada. Antiproyecto, porque, a diferencia de lo que sucede en un proyecto dependiente, en que la Nación resigna resortes esenciales pero conserva otros, en un antiproyecto sucede la entrega lisa y llana a un sujeto ajeno, en una situación equivalente a la esclavitud individual.

El antiproyecto se delinea sobre el horizonte mundial del capitalismo financiero y la globalización, con su avanzada en las dictaduras del Cono Sur. El sujeto no es ya una potencia determinada, sino esa nebuolosa de poder, con sus brazos financiero, militar y comunicacional, cuya doctrina de choque fue y es el neoliberalismo. El Antiproyecto tuvo dos momentos: el del terrorismo de Estado y el del terrorismo económico. Es bien visible el horror del primero, pero no fue sino la preparación del segundo, que dejó también innumerables víctimas, incluso físicas. (¿Cuántos niños, viejos, hombres y mujeres humildes no habrán muerto gracias a las virtudes de la “economía”?} Pero el grueso de las víctimas fueron los vastos sectores sociales que, a través de la desocupación, cayeron en la marginalidad; verdaderos desaparecidos sociales, en paralelo con los desaparecidos del terrorismo de Estado.

El antiproyecto se justificó en su origen construyendo un enemigo, “la subversión”. Pero su enemigo real fue y es el trabajo, que fue el gran Desaparecido del período. La destrucción del aparato productivo y la industria nacional se aseguró poniendo a obreros, delegados y comisiones internas como víctimas preferenciales del terrorismo de Estado. Con una sociedad ya domesticada y atomizada por el terror, resultó fácil luego desguazar el Estado (cumplida su función terrorista, se pasó a un terrorismo contra el Estado), anular los derechos laborales, y, como la destrucción del trabajo es la destrucción de los vínculos humanos solidarios, convertir a las personas en individuos. (El individuo no es nunca, como suponían las filosofías políticas modernas, el elemento último de la sociedad, sino siempre el resultado de una destrucción social.)

Pero el trabajo es, en último término, insuprimible. Por eso lo que subsiste de él es envilecido y sometido a constante riesgo (¿cómo olvidar el eufemismo de la “flexibilización laboral”?). Se produce así un ejército de desocupados que asegura este envilecimiento y se logra un disciplinamiento social que por primera vez atraviesa todas las clases: ya no es sólo el obrero el que teme por su puesto de trabajo, sino, también, los sectores medios y los niveles gerenciales. En este estado de cosas, todos somos desocupados, al menos en potencia. El país, lo que había sido la patria, estaba listo para ser entregado al sujeto del antiproyecto, la nebulosa de las finanzas internacionales.

Lo que las fuerzas globales se proponen es ni más ni menos que una redefinición de lo humano. Somos humanos porque tenemos consciencia de la muerte y porque trabajamos. Ningún otro ser sabe que va a morir, y ningún otro hace su vida modificando conscientemente la naturaleza, esto es, trabajando. Al destituir al hombre de su condición de trabajador, el poder global deja en su lugar dos categorías de seres: el desocupado, cuyo destino último es el marginal, y el consumidor. El marginal se convierte en desecho social, pero no les va mejor a los que creen salvarse, reconvertidos en pasivos consumidores, víctimas de lo que ya no es un consumo de necesidades, ni siquiera de representación o apariencia, sino de alucinaciones: el consumidor ya no consume objetos, sino símbolos obsolescentes que lo dejan siempre a la zaga. En ambos se produce una destrucción del tiempo, la reducción a un presente sin horizonte, donde no se puede proyectar la vida; y esto es la esencia de un antiproyecto.     También la consciencia de la muerte es manipulada. Está exacerbada en el marginal, para quien ni la vida propia ni la ajena valen nada. Y está ocultada por el consumo de evasión, que generaliza la función que cumple el “consumo” por antonomasia, la droga.

Y también se da en ambos una destitución de la subjetividad. El consumidor es materia inerte para que las fuerzas del poder lo dirijan a su antojo. Y no olvidar que también la información entra en la lógica del consumo. El marginal, expulsado del pacto social, parece convertirse en sub-hombre. Y sin embargo, cuando se fue precipitando la crisis del antiproyecto, los trabajadores desocupados, que no aceptaron la condición de desechos, fueron la avanzada en los movimientos de reorganización de sectores sociales. Sin embargo, al manifestar que seguían existiendo, pasaron a ocupar el papel que antes desempeñara el “subversivo”: para quienes habían quedado a flote, “la gente”, el “piquetero” se convirtió en enemigo.

La crisis del 2001 fue el punto de inflexión del antiproyecto. Las transiciones nunca son repentinas, y sus resabios siguen estando entre nosotros. Cuesta reparar el tejido social, grupos poderosos mantienen resortes fundamentales de las finanzas y la comunicación, el individualismo y el lucro como valor único no han desaparecido, los criterios de rentabilidad empresaria como único programa siguen apareciendo en propuestas políticas. Sin embargo, mientras el “primer mundo” vive su 2001, parece que aquí estamos girando nuevamente de las finanzas y la especulación a una economía de producción, y con ella, a una nueva valoración del trabajo. Que es y seguirá siendo el estado de salud, social y humano.

Fuente: Telam

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