El 12 de agosto de 1806 las milicias criollas al mando de Santiago de Liniers vencieron a las tropas inglesas que desde fines de junio, comandadas por el Brigadier William Carr Beresford, habían tomado por asalto la ciudad de Buenos Aires. El suceso pasó a la historia como la Reconquista y sería de algún modo ratificado un año después con la Defensa de Buenos Aires. Destaquemos como una primera observación que hubo una época en la que el cuidado de la memoria colectiva hizo de esta efemérides un día feriado. Quizás sea tiempo de “reconquistar” no ya su sola existencia sino su significado profundo.
La primera invasión inglesa al Río de la Plata, en el invierno de 1806, habría de tener un hondo impacto y lo ocurrido en aquellos meses extendería sus consecuencias en nuestra historia, en ocasiones de manera visible y a veces de modo subterráneo. Por lo pronto, habría que comenzar por apropiarnos de aquéllos sucesos que cierta forma de contar la historia nos los ha presentado como ajenos a nuestra genética nacional, una suerte de capítulo –heroico, si- pero parte de nuestra pre-historia, como si los patriotas que reconquistaron la capital del virreinato fueran menos argentinos que los que lucharían después de mayo de 1810. Entendámonos: no fueron burócratas españoles intentando recuperar una colonia quienes habrían de protagonizar la gesta, sino que fueron básicamente criollos que ya defendían lo que instintivamente consideraban su patria.
DOS ARGENTINAS
La Reconquista, independientemente de que habría de ser liderada por un hombre, un auténtico caudillo popular aunque paradójicamente de origen francés, Santiago de Liniers y Bremond, fue protagonizada, no obstante, por el pueblo en sus más disímiles matices. Esa actitud de recuperar no sólo los bienes materiales ilegítimamente usurpados (el tesoro, el puerto, etc.) sino, y fundamentalmente, los valores espirituales dentro de los cuales figura la esencial dignidad nacional de todo pueblo que abriga esperanzas de autogobierno, contrastaba, por un lado, con el juramento de fidelidad a su majestad británica por parte de muchos funcionarios coloniales y, por otra parte, con quienes no estando obligados por sus cargos públicos a jurar fidelidad a los nuevos amos de la colonia, lo hicieron por propia voluntad y sin que nadie los presionara, ofreciendo incluso hospitalariamente sus casonas a la oficialidad invasora.
Pero la tibieza acomodaticia de parte de una mal entendida “clase dirigente” del puerto, tendría su contracara en la decidida inquina con la que el pueblo llano soportaría el breve gobierno de Beresford. Es posible que la intuición de esas gentes, en general los más pobres de la sociedad, apuntara clarividentemente que el yugo inglés sería mucho peor que el español. A propósito del clima que se vivía en la ciudad por esos días durante los cuales la Union Jack (la bandera del Reino Unido) flameaba en el Fuerte, nos dice José María Rosa: “Sin embargo, no todo era conformismo. El mayor Gillespie [un oficial inglés que hizo una crónica de sus días en el Plata], que come en la posada de los Tres Reyes, ve la indignación de una muchacha obligada a servirle, que finalmente se descarga en una mesa de nativos diciendo ‘Desearía, caballeros, que nos hubiesen informado de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires … de haberlo sabido, nosotras las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado a los invasores a pedradas’. Los esclavos se muestran altaneros y motivaron el único decreto enérgico de Beresford: los negros y mulatos esclavos deberán obedecer a sus amos bajo severas penas.”
Eran quizás dos actitudes frente al invasor que denotaban la existencia de profundas diferencias entre dos Argentinas, aunque aún nos faltara el gentilicio que nos identificaría años más tarde. Y es posible rastrear los orígenes de tal escisión, aunque remoto y embrionario, mucho más allá en nuestra historia, cuando un criollo de provincia, Hernando Arias Saavedra (Hernandarias) perseguiría denodadamente a los contrabandistas del puerto cuyos corazones parecían latir más fuerte ante la posibilidad de una riqueza rápida en alianza con el extranjero que en la defensa del la dignidad personal y comunitaria.
EL PUEBLO ENCUENTRA ALHOMBRE
El pueblo que con altanería, según lo relatado, masticaba bronca ante la actitud pasiva de los funcionarios encargados de defender la ciudad, espera ansioso la oportunidad de echar a los invasores. De nada valdría la primera medida gubernativa dispuesta por Beresford: la libertad de comercio, es decir, que el virreinato se abriera al comercio británico, medida demagógica sólo destinada a recibir el aplauso de los nativos vinculados a dicha actividad que veían con agrado el blanqueo de la antes ilícita, aunque tolerada, actividad mercantil.
Allí es cuando entra providencialmente en escena Santiago de Liniers y Bremond, que siendo originario de la región de la Vandeé en Francia, poseía una consubstancial devoción espiritual. Se dice que habiendo concurrido a la Iglesia de Santo Domingo, llamó su atención que no estuviera expuesto el Santísimo Sacramento y, según el historiador citado, la tristeza con la que se celebraba la Misa y las profanaciones llevadas a cabo por soldados ingleses, le hizo prometer ese mismo día al prior del Convento, Fray Gregorio Torres, que si con la ayuda de Dios lograba reconquistar la ciudad, ofrecería a los pies de la Virgen los trofeos capturados al enemigo.
Es curioso que Liniers en 1806, Belgrano en 1812 ante la inminencia del choque en Tucumán, y San Martín en las vísperas del Cruce de los Andes, combinaran la virilidad que semejantes desafíos suponen con una entrega mariana confiada (Belgrano con la Virgen de la Merced y San Martín con Ntra. Sra. Del Carmen) que despertaría, a no dudarlo, un entusiasmo inédito en la paisanada.
Volviendo a 1806, en pocas semanas, con contingentes de gauchos de la provincia de Buenos Aires y de la Banda Oriental, Liniers acaudillo una tropa compuesta por milicias que eran auténticamente el pueblo en armas, y que avanzando desde la zona de Tigre, llegarían finalmente el 12 de agosto a la Plaza Mayor, luego nombrada de la Victoria, actual Plaza de Mayo, intimando rendición a los invasores en el lugar emblemático al que el pueblo argentino siempre habría de concurrir en los sucesos extraordinarios de su vida política.
La Reconquista constituye un hito en nuestra historia en el que el pueblo fue protagonista de la misma, valiéndose de un hombre que interpretó sus anhelos más profundos y atinó a conducirlo sabia y prudentemente, encauzando provechosamente su energía arrolladora.
El héroe de la Reconquista, Santiago de Liniers, honraría días más tarde su compromiso, depositando a los pies de Nuestra Señora del Rosario, en el templo de Santo Domingo en la ciudad de Buenos Aires, las banderas tomadas al enemigo. Los festejos se extenderían durante semanas y el pueblo, embriagado de auténtico orgullo, nombraría a su caudillo como Virrey del Río de la Plata, hecho de por sí mucho más revolucionario que la constitución de la Junta de Mayo de 1810.
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