“Las Tierras al Sur del Salado” .Por José Luis Muñoz Azpiri (h) (*)


En los primeros meses del año 1833 comenzaron a moverse las columnas militares que, mediante un plan anticipadamente elaborado, ejecutarían un gigantesco operativo envolvente cuyos brazos se cerrarían sobre el Río Negro. Los libros de historia le asignan, en general, el nombre de Campaña del Desierto, anteponiéndole en algunas ocasiones el ordinal Primera, para distinguirla de la realizada por Roca cuarenta y seis años más tarde. Nosotros preferimos denominarla Campaña de Rosas al Sur, o bien Expedición de Rosas a los ríos Colorado y Negro; y es respecto a la misma a lo que vamos a referirnos.

Las relaciones entre indígenas y europeos en el Río de la Plata nunca fueron cordiales, fueron desafortunadas desde el inicio, con la fundación de Buenos Aires de 1536. Los episodios de la destrucción de Buenos Aires figuran circunstancialmente descriptos en los grabados de L. Hulsius, de Nüremberg, quién ilustró el libro de Ulrico Schmidel, “Viaje al Río de la Plata”, donde se relatan las peripecias de la expedición de D. Pedro de Mendoza. Posteriormente, las relaciones de indios y españoles fluctuaron entre la convivencia y la guerra franca.

Se fueron estableciendo, así, las llamadas fronteras interiores, que delimitaban las jurisdicciones del blanco y del indio, aunque no siempre los sistemas centrales y los regionales ejercieron la soberanía de hecho en sus respectivos territorios. La llamada “frontera” fue una línea móvil, barométrica, por ser índice de la potencialidad de cada uno de los grupos en pugna por el control del área. El “Desierto” argentino – árido o no – se caracterizó y se caracteriza no sólo por sus rasgos geográficos, sino también por sus elementos étnicos y, principalmente, por su situación socio-estructural. A partir de la década del 80 del siglo pasado, montado el desarrollo nacional en función de los intereses de la “pampa húmeda” (ligados a su vez, a intereses extranjeros), el desierto fue considerado “tierra de conquista”, para quedar luego en situación de dependencia respecto de los centros hegemónicos. Primero fue la confrontación entre la Civilización y la Barbarie, lucha que significó la extinción cultural y demográfica del indígena y el gaucho. Ahora es la confrontación entre el “desarrollo” y el “subdesarrollo” lo que produce el despoblamiento de las zonas áridas y semiáridas por las migraciones hacia los cinturones de las grandes ciudades.

Sin embargo, no siempre fue así. Al menos en el período que nos ocupa. Los territorios situados al sur de la frontera del Salado constituían una vastísima y feraz extensión de tierras donde el indio fue, en efecto, una presencia constante y significativa en la historia argentina del siglo XIX, no sólo porque ocupaba y controlaba enormes porciones del territorio sino, principalmente, por los complejos vínculo y lazos que conectaban ambas sociedades. A lo largo de la frontera, el comercio constituyó el eje de esas relaciones, pero con el comercio se filtraron múltiples influencias culturales. Hábitos, usos y costumbres de los blancos penetraron en la sociedad indígena en tanto los pobladores de la frontera adaptaban muchos elementos de los indios. El blanco empezó a apreciar la exquisita artesanía del cuero y la plata de las tolderías y el indio a calcular la cantidad de litros de alcohol de una vaca vendida en Chile.

En este punto me agradaría hacer una aclaración. Entre las etimologías fantásticas que últimamente proliferan, hay una en particular que me tiene singularmente podrido: se trata de la definición “políticamente correcta” de “pueblos originarios” dado que según los iletrados que la utilizan (que van desde las más altas magistraturas hasta los militantes de choripan y moscato), aborigen significaría “sin origen”. Ab es preposición latina que significa “desde”, es decir, aborigen es el que está desde los orígenes, ya sean habitantes, plantas o animales. Las llamas eran aborígenes, pero las vacas no, por ejemplo.

Los romanos llamaban aborígenes a los primeros habitantes, prerromanos, de Italia y consideraban esta palabra equivalente a indigenae (etimológicamente “nacidos u originarios del lugar”) y al griego autóchthones (“de la tierra misma”). Ahora se les ha dado por hablar de pueblos originarios, creo que por “corrección política”, de la misma forma que el eufemismo de “matrimonio igualitario” para parejas del mismo sexo, o “carenciado social” para el chorro, pues no entienden que significa aborigen y les parece que indígena tiene una connotación despectiva (lo relacionan erróneamente con indio, palabra que etimológicamente no tiene nada que ver). Y como suele suceder en estos casos, el remedio es peor que la enfermedad, porque el adjetivo originario necesita una indicación del lugar, y los inmigrantes y sus descendientes también son originarios de un lugar, aunque el lugar sea otro.

Hecha esta aclaración, quisiera destacar que los contactos interétnicos no se limitaban a meras influencias culturales o intercambios comerciales. Cristianos o “huincas” – refugiados políticos, delincuentes escapados, cautivos de ambos sexos – vivían en las tolderías; tribus enteras, algunas numerosas como las de Catriel y Coliqueo, se encontraban establecidas en territorio blanco como aliadas y amigas y algunos caciques llegaron a ser considerados estancieros, como ocurrió en Bahía Blanca con Francisco Ancalao. Un caso simbólico es el de los hermanos Pincheira, íntimamente relacionados con el período Vorogano (sobre el que hizo un interesante estudio Jorge Oscar Sulé en su libro “Rosas y sus relaciones con los indios”), estos militares criollos que como otros habían luchado por el Rey, fueron acorralados por las fuerzas republicanas chilenas en la proscripción y el bandolerismo, frecuentemente en compañía de indígenas que habían peleado del mismo bando. Perseguidos, cruzaron la cordillera y junto a sus aliados Voroganos vivieron, en buena medida, del saqueo de las tolderías tehuelches y pampas. Es que el crónico estado de guerra de las llanuras, refleja en parte la anarquía de los Estados en formación a uno y otro lado de la cordillera y de las parcialidades indígenas entre si. Valga recordar que Andrés Bello – de modo precursor – sostuvo que nuestra Guerra de la Independencia es tipificable como intestina. Españoles metropolitanos, chapetones, estuvieron con la emancipación. A la monarquía fernandina, en cambio, fueron leales no pocos españoles indianos adscriptos al absolutismo, así como la muchedumbre indígena. Un dato poco mencionado es la lealtad del pueblo mapuche a la Corona.

Ahora bien, ¿Eran los araucanos autóctonos del actual territorio argentino? Mucho se ha discutido esta circunstancia y diversas teorías se han presentado al respecto. A veces, documentos y vestigios arqueológicos resultan difícil de compatibilizar, o francamente divergen: la guerra de Troya, la invasión de los Dorios y la araucanización son algunos ejemplos. En tanto algunos los consideraban chilenos, otros han alegado que ya habitaban en la Pampa a la llegada de los conquistadores. En realidad, los araucanos son originarios de ambos lados de la cordillera de los Andes, fácilmente comunicables a la altura de los territorios que ocupaban, aunque en mayor número habitaran del lado del Pacífico. Al respecto, existen novedosos enfoques, como lo de los investigadores Daniel Villar y Juan Francisco Jiménez respecto a este proceso tan discutido y al territorio otrora conocido como Mamil Mapu.

Mamil Mapu significa país del monte en mapudungun, el idioma de la Araucanía progresivamente adaptado como lengua franca por las poblaciones indígenas del norte de la Patagonia y de la región pampeana desde el siglo XVII en adelante. Ese país del monte se correspondía con la región natural de igual nombre, un área en la que dominan el caldén y el algarrobo y que va desapareciendo gradualmente hacia el Este al hacerse prevalecientes los pastizales de la pampa bonaerense.

No todos los indígenas del Mamil Mapu tuvieron el mismo comportamiento ante los españoles. Algunos comenzaron en actitud de abierta rebelión y, cuando creyeron llegado el momento o cuando las circunstancias los obligaron, pactaron con las administraciones coloniales de la frontera. Seguramente supusieron que, de esa forma, se verían favorecidos en la puja por las hegemonías regionales. Otros persistieron en su rebeldía, incluso al precio de su propia supervivencia. Aquellos y estos pagaron un alto costo en vidas, territorios y recursos. Aún cuando los primeros, asistidos por  el apoyo hispano-criollo, imaginaron que podían resultar vencedores en los conflictos entre nativos, lo cierto es que no lo fueron, si el éxito se midiese con relación a dichos costos.

En realidad la Pampa estuvo habitada por otras tribus aparte de las que encontró Pedro de Mendoza al fundar por primera vez Buenos Aires, pero su identidad no está bien aclarada, dado su carácter nómade y su rápida desaparición, y finalmente, sólo quedaron los araucanos para desarrollar la actividad bélica contra los cristianos. Los indios araucanos recibieron diversos nombres en nuestro territorio. Se los denominó pampas, aucas, serranos, puelches, huiliches, ranculches o ranqueles, pehuenches, picunches, etc. Pero estos nombres se referían únicamente a su ubicación geográfica, o a las principales características de la misma, y no a diferencia raciales que, según se ha dicho, entre ellos prácticamente no existían, hablando todos la misma lengua, y considerándose “mapuches”, es decir, “hijos de la tierra”.

Sin embargo, para ser exactos, a los araucanos debemos agregar los tehuelches o patagones, habitantes de la Patagonia que también llegaron a establecerse esporádicamente en algunos sectores de la Pampa. Estos indios, menos numerosos, racialmente distintos y de hábitos pacíficos comparados con los araucanos, se unían en algunas oportunidades con ellos para atacar a los cristianos, aunque generalmente los araucanos fueron sus más encarnizados enemigos, habiendo sufrido en sus manos terribles derrotas y, en los últimos tiempos de la guerra del Desierto, desaparecieron como factor bélico contra el invasor europeo, recostándose sus restos sobre los territorios australes.

Pero más allá de la suerte de los protagonistas, la gesta de los rebeldes constituyó un capítulo más en el interesante y complejo proceso de migración de poblaciones de la Araucanía hacia Puel Mapu, el país del este, es decir, las mencionadas tierras del norte patagónico y de la región pampeana. Esa migración existió desde antiguo, pero se intensificó cuando los españoles ocuparon Chile a mediados del siglo XVI, y se prolongó hasta la primera mitad del siglo XIX. Ocasionó la fusión y la fisión, la desaparición y el surgimiento de grupos indígenas en las regiones de destino. Por ejemplo, a ella se debe durante la segunda mitad del siglo XVIII, la constitución del grupo conocido como ranqueles, habitantes de Mamil Mapu.

El proceso de araucanización de la Pampa fue largo y complejo y, como dijimos, parece haber comenzado en el siglo XII, sino antes en la región cordillerana – en la tierra de los pehuenches – para extenderse desde allí y en forma paulatina, hacia el sur mendocino y las llanuras, proceso este que se desarrolló a lo largo del siglo XVIII, mediante la difusión de elementos culturales, de la lenta adopción de la lengua araucana y del desplazamiento de pequeños grupos de mapuches chilenos y de elementos araucanizados. El malón se transformó en una empresa económica colectiva capaz de unificar a los distintos grupos y aunar recursos, hombres y esfuerzos al servicio de esta actividad, sin duda la más rentable para el indio. Los ganados transitaban por caminos conocidos, aprovechando parajes con aguadas y pastos. A lo largo de los años, el continuo movimiento de los animales fue marcando esos caminos que se convirtieron en grandes arterias de circulación del territorio indio, las conocidas “rastrilladas”, de las que partía una cantidad de caminos menores que unían las distintas tolderías. El principal punto de convergencia de estos senderos, un punto estratégico, en el confín de la estepa y el monte de algarrobos y caldenes, donde desde el siglo XVIII se engordaba el ganado antes de arrearlo a Chile era Salinas Grandes. Tenían un claro proyecto hegemónico con el que tuvo que vérselas la diplomacia de Rosas ( hecha de pulso, gran habilidad y maña, según sus propias palabras).

En sus excursiones para recoger el ganado cimarrón que poblaba la Pampa – alrededor de treinta millones de cabezas según cálculo de Azara – contribuyeron a su desaparición, a la par de los “accioneros”, es decir, los cristianos habilitados para efectuar vaquerías durante la época colonial, y los gauchos alzados. Extinguido el ganado cimarrón, los indios, que antes habían atacado a los “accioneros” considerando esos ganados de su propiedad, comenzaron a arrear el manso que los hacendados habían aquerenciado en sus estancias. Esto en la provincia de Buenos Aires tuvo lugar alrededor de 1740. Difícil es saber de que lado se iniciaron las serias hostilidades que, desde entonces, se sucedieron y jalonaron de sangre la guerra del desierto. Podría pensarse que partió de los araucanos, necesitados de los animales – que ya no se encontraban en estado salvaje – con el fin de mantener su comercio con Chile. Pero también habría que culpar a los primitivos estancieros, que continuamente invadían las tierras de los indios, ignorando los tratados y cometiendo con ellos toda clase de tropelías, con lo que provocaban su lógica reacción.

Para encarar la situación bélica se adoptaron varias medidas: una de ellas fue encargar a los padres jesuitas la evangelización de los indios estableciendo dos misiones; una cerca de la boca del río Salado y otra en la actual laguna de los Padres, cerca del cabo Corrientes (Mar del Plata). La segunda medida consistió en la construcción de varios fuertes y fortines para la defensa de la frontera, así como la creación de tres cuerpos militares armados de lanza, a los que se dio en nombre de Blandengues, ya que estos, al saludar a las autoridades cuando revistaban, hacían blandir sus lanzas. Fueron situados en los fuertes del zanjón, Luján y Salto, límite de las tierras hasta donde llegaban lo indios. ¡Luján! Miren a que corta distancia de Buenos Aires acampaban los ranqueles.

Pero ninguna de las dos cosas resultó. Las misiones tuvieron que ser abandonadas a los pocos años dado que los naturales era irreductibles y los cuerpos militares se mostraron incapaces de contenerlos. No obstante, después de haber pasado períodos de cruenta guerra, la situación de los araucanos, durante los últimos años del período colonial, era circunstancialmente de paz. Los indios venían a comerciar a la misma ciudad de Buenos Aires (tal como se visualiza en las acuarelas de Pellegrini y Vidal) y los cristiano, a su vez, expedicionaban en gigantescas caravanas, a veces de centenares de carretas; como las migraciones de los pueblos bárbaros del Viejo Mundo, guiándose sólo por las estrellas y fuertemente custodiadas, hasta el corazón de la Pampa Virgen, para procurar la sal de Salinas Grandes (imprescindible para los saladeros).

La paz con los indios prosiguió, podría decirse, hasta 1815. Pero la imperiosa necesidad de expandir las fronteras, a consecuencia de la valoración de los ganados que trajo el comercio libre, fue llevando a los cristianos a sobrepasar cada vez más el Salado. Algunos estancieros ya se habían establecido fuera de ese límite, manteniendo, con su conducta cordial, buenas relaciones con los indios. Uno de ellos fue francisco Ramos Mejía en su estancia “Mirasoles”. Otro, Juan Manuel de Rosas, quién practicaba lo que denominó “el negocio pacífico con los indios” logrando no sólo que no atacaran sus establecimientos sino que hasta trabajaran muchos de ellos como peones en sus estancias.

El caso de Ramos Mejía, “El confinado de Los Tapiales”, es singular. Había ¡comprado! A los indios las tierras de su estancia, en lugar de seguir la práctica habitual de arrebatarlas, y los adoctrinaba en su peculiar convicción religiosa, basada en la exégesis bíblica. Muchos indios trabajaban en su estancia y por su intercesión se había acordado la llamada “Paz de Miraflores”, rota unilateralmente por Martín Rodríguez, como tantas veces. Su figura trasciende el marco de la historia e incursiona el en terreno de la leyenda. Dice un autor: “El mismo día de la muerte de Ramos Mexía  su familia inició trámites para darle descanso en un sepulcro edificado en el parque de su chacra. Dos días con sus noches pasaron sin lograrse el consentimiento para la inhumación. Transcurría ya la tercera noche y Ramos Mexía continuaba entre cuatro hachones en una de las estancias de su casa. Imprevistamente, cuando ya clareaba, ocho indios pampas, de los que llegaron con él desde el Desierto y acampaban desde entonces en Los Tapiales, entraron silenciosamente en el cuarto del túmulo, tomaron la caja en la que Ramos Mexía yacía y marcharon con ella hasta el portalón. Allí lo posaron en una carreta y detrás de ella formaron cortejo con toda la indiada que estaba de guardia. El indio boyero movió su picana; chillaron los ejes y la lerda carreta inició su marcha, entre cercos de tunas y plantas esbeltas, con rumbo al Desierto. Los indios amigos montados en pelo, con el sol ya alto, cruzaron el río Matanzas y en señal de honra y a sones de duelo siguieron al carro que escoltado entonces por cañas tacuaras y gritos de teros, se perdió a lo lejos…”.

Los hijos del Desierto se llevaron a quien consideraban propio.

Caído el gobierno unitario, durante el de Manuel Dorrego, que le siguió, y bajo la inspiración del Comandante de Campaña, Juan Manuel de Rosas, la frontera pudo expandirse, finalmente, hasta el centro de la provincia de Buenos Aires, llegándose hasta la fundación de Bahía Blanca en 1828. Con posterioridad al motín de Juan Lavalle, el 1º de diciembre de ese año, y luego del fusilamiento de Manuel Dorrego, los araucanos volvieron a la ofensiva, acompañando a los gauchos que seguían a Rosas, y podría decirse que por primera vez existieron montoneras en la Pampa bonaerense, así como, por primera vez, los indios araucanos participaron en nuestras luchas civiles, actitud que más tarde habría de ser norma, casi hasta la total conquista del Desierto.

Llegado al gobierno en 1829, Juan Manuel de Rosas mantuvo su política de “negocio pacífico con los indios”, proporcionándoles sueldos militares y raciones, con tal de mantenerlos en actitud amistosa…Sin embargo, no todos la aceptaban; en primer término los ranqueles y los que habitaban las regiones cordilleranas, así como muchas tribus llegadas de la Araucanía, especialmente las que acompañaban a los famosos hermanos Pincheira, caudillos chilenos que enarbolaban el pendón del rey de España y por largos años fueron el azote tanto del sur de Chile como de las fronteras del desierto argentino.

Durante el año 1831, los indios atacaron poblaciones de las provincias de Cuyo – Mendoza, San Luis y San Juan – y del sur de buenos aires. La peligrosidad y frecuencia de estos malones decidieron a varios gobernadores a una acción conjunta. Juan Manuel de Rosas, comandante general de las milicias bonaerenses, obtuvo la aprobación de la Cámara de Representantes provincial para organizar y dirigir una expedición al Desierto. El plan general era ambicioso: llegar hasta el último reducto de los indígenas para destruirlos u obligarlos a  rendirse.

La expedición se organizó sobre la base de tres columnas: la de la izquierda, a las órdenes de Rosas, operaría en la zona de los ríos Negro y Colorado, hasta Neuquén; la del centro, a las órdenes de Pascual Ruiz Huidobro, partiría del sur de Córdoba; y la de la derecha, comandada por Félix Aldao, actuaría en la región andina, para unirse con Rosas en Neuquén, luego de pasar los ríos Diamante y Atuel.

Jefe de la expedición fue nombrado el caudillo riojano Juan Facundo Quiroga, pero se excusó de participar en la misma alegando que “no conocía la guerra con los indios” y que si no se nombraba a Rosas al mando de la misma, la operación estaría condenada al fracaso. Se solicitó, a su vez, la cooperación del gobierno del Chile, pero afortunadamente el estallido de la revolución dirigida por el comandante general de Armas de aquel país, Don José S. Centeno, impidió su participación en la campaña. Y decimos afortunadamente, porque la ocupación – definitiva, sin duda – de Neuquén por parte de Chile hubiera significado a la Argentina la pérdida posterior de toda la franja de cordillera sureña, que siempre fue pretendida por nuestros vecinos. El hecho fortuito de este conflicto político trasandino impidió que Chile tomara intervención activa en esta campaña, con resultados imprevisibles en el futuro conflicto diplomático de límites, como demostrara la ocupación chilena de “Puerto Hambre” que le permitió posesionarse en el estrecho de Magallanes y la Tierra del Fuego.

El 22 de marzo de 1833, Rosas partió con 2.000 hombres desde aquí, de la Guardia del Monte; incorporó, a poco de andar, a 500 indios de pelea, los de Catriel y Cachul y llegó a Bahía Blanca. En el río Colorado estableció, luego, un campo fortificado donde recibió la visita de un personaje peculiar: el naturalista Charles Darwin, recién desembarcado de la fragata “Beagle”, la que sin duda cumplía funciones de espionaje tras la mascarada de inocentes tareas hidrográficas. Rosas fue sumamente amable con él – tal como se destaca en el “Diario” del propio viajero – pero un funcionario argentino de ese entonces, el coronel Crespo, opuso reparos fundados a las investigaciones patagónicas y fueguinas de Fitz Roy, y el joven naturalista fue celosamente vigilado por nuestras autoridades, según se halla expreso en un documento que conserva nuestra Cancillería. No fue el único. Hombres como Pacheco, Guido y Rosas miraron con desconfianza esta expedición que supuestamente llegaba al culo del mundo solamente para ver pajaritos. El viaje del “Beagle” fue un eficaz instrumento para los objetivos geopolíticos británicos, según se desprende de las memorias del propio Darwin. Ese mismo año se consumó el despojo de nuestras Malvinas.

Rosas envió al general Ángel Pacheco al río Negro y a la isla de Choele Choel, donde sorprendió a la tribu del cacique Chocory. Otros destacamentos fueron enviados a Valcheta y a las nacientes del Colorado.

La expedición no dio los frutos previstos debido a que no hubo una real coordinación de fuerzas. Aldao llegó hasta Malargüe donde se detuvo por falta de caballos; Ruiz Huidobro derrotó al cacique Yanquetruz en el lugar denominado Las Acollaradas y también debió detenerse, por falta de víveres. La columna de Rosas obtuvo los mejores frutos: fueron puestos  fuera de combate más de 6.000 indios y rescatados 2.000 cautivos; en un año se conquistó un extenso territorio hasta la cordillera de los Andes, y se instalaron varios fortines y guarniciones en el sur: Río Negro, Colorado, Bahía Blanca, Torquinst, Cnel. Suárez, Gral. Lamadrid, Laprida, Olavarría, Tapalqué, Gral. Alvear, 25 de Mayo, 9 de julio, Gral. Viamonte, Junín y Gral. Arenales.

Además, se efectuaron observaciones astronómicas y meteorológicas de la zona, se levantaron cartas náuticas y se reconocieron los ríos Negro y Colorado; estas últimas operaciones estuvieron a cargo de la goleta San Martín al mando del capitán Juan B. Thorne, el que posteriormente se cubriría de gloria en la Vuelta de Obligado, a cuyo bordo viajaban el astrónomo Nicolás Descalzi y el agrimensor Feliciano Chiclana. Desgraciadamente, la trascendencia de la campaña de 1833 ha sido relegada a un segundo plano por muchos escritores de historia; otros sólo han destacado su aspecto militar que era notable desde el punto de vista estratégico y táctico. Pero en la faz científica tan solo los trabajos pioneros de S. Fernández Arlaud, a quién tuve el honor de tener de profesor en el secundario, y algunos pocos más han escrito algunas líneas para destacar el trabajo realizado por quienes acompañaron la expedición.

El 25 de Mayo de 1834 Rosas licenció a sus tropas, quienes habían cumplido su misión tras indecibles padecimientos, mal equipados y abrigados, siempre al borde de la sed o el hambre. Temporalmente los indígenas dejaron de ser un problema: sobrevivieron los sometidos, a quienes Rosas mantuvo en el negocio pacífico de intercambio de artículos elementales e, incluso, sometió a una campaña de vacunación masiva contra la viruela, que hacía estragos en las tolderías, lo que le aportó la distinción de la Sociedad Jenneriana. Dato sospechosamente escamoteado, aún hoy, en las páginas de ciertos escritores que presumen de libertad de criterio.

Tras la caída del Restaurador, y reforzados por los araucanos que provenían de Chile, los habitantes del Desierto volvieron a convertirse en una amenaza para los estancieros y hacendados y las poblaciones fronterizas, razón por la cual, sumada a los imperativos del esquema económico internacional en el que la Argentina se había insertado, se decidió la Campaña de 1879. Entonces sí, quienes después de Caseros enterraron a Rosas en una fosa de tinta, atribuyéndole crímenes que ni la Biblia se atrevería a nombrar, no trepidaron en proclamar el exterminio liso y llano del aborigen esgrimiendo la religión profana del positivismo. “Inmoral e inicuo era proclamar el extermino de los indios” – decía Vicente G. Quesada en la “Revista de Buenos Aires” en la época en que aún el problema de la frontera no había sido resuelto (1870) – “¡Los indios son al fin hombres y no puede impunemente proclamarse que es preciso destruirlos porque codiciemos sus tierras”.

Hoy, una suerte de revisionismo de kiosco, de indigenismo de mercado, condena la campaña de Rosas identificándola acríticamente con la de Roca, de la misma forma que se mimetiza al Imperio Español con el imperialismo norteamericano. En estos tiempos posmodernos de consignas vacías y del “sé igual”, no se hace distingo de mentalidades, concepciones ideológicas o tiempos históricos.

“Huincas” y “Aucas” no escamotearon coraje ni ferocidad en un enfrentamiento varias veces centenario. Hubo en ambos una idéntica necesidad de vencer; en uno, para ganar todo, en otros para conservar su libertad y su mundo. Ambos lucharon con lo que podían, sin desdeñar recursos ni crueldades, sin límites ni regateos en el esfuerzo. Es fácil hacer juicios morales desde la poltrona de un gabinete universitario o desde la exaltación de la tribuna política, pero difícil imaginar con juicio sereno las peripecias de una época signada por un continuo estado de peligrosidad y zozobra.

¡De hombres estoy hablando y no de otra cosa!

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