Clemente Onelli (1864-1924) “El Criptozoólogo” Por José Luis Muñoz Azpiri (h)

“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” Augusto Monterroso

Uno de los sucesos más curiosos de la historia de la ciencia argentina, tuvo como protagonista a don Clemente Onelli: la funambulesca búsqueda del Plesiosaurio de la Patagonia. Pocas historias asombraron y movilizaron a la Argentina como la narrada por el norteamericano Martín Sheffield, personaje singular, que había llegado a la Patagonia – según contaba – persiguiendo al célebre pistolero Butch Cassidy. “Cuando lo conocí en el año 98 o 99 era todavía joven. En esa  época, no tan lejana como las eras geológicas, Martín Sheffield era un hombre de unos 30 años, más bien alto y grueso. (…) En el tirador llevaba un enorme revólver al estilo de los cowboys y tenía la peligrosa manía de despedirse de sus visitantes, cuando ya había montado a caballo, descargando su revólver entre las patas del animal en marcha y sin jamás tocarlo. Era un tirador formidable y por el que, si los años le han mantenido la firmeza del pulso, el bicho misterioso no escapará de sus tiros certeros” (1). Como se ve, un personaje peculiar, que le envió una carta a Clemente Onelli, a la sazón director del Zoológico de Buenos Aires, dando testimonio de extrañas apariciones en la zona de los Lagos. El 19 de enero de 1922, a orillas de las cristalinas aguas del Lago Epuyén, escribía: “Hace unas noches vi huellas en un campo junto a la Laguna, donde tengo instalado mi campamento. De pronto vi la cabeza de un animal. Al principio creí que se trataba de una especie desconocida de cisne, pero las curvas visibles en el agua me llevaron a decidir más bien que se trataba de un cocodrilo (…) el objeto de la presente es conseguir de usted apoyo material para organizar una expedición, para la que se necesita una lancha y arpones y, en el caso de poder cazarlo vivo, los ingredientes suficientes para poder embalsamarlo.”

Sheffield se había casado con una aborigen que le había dado doce hijos, y era conocido en la zona como “el cowboy-cacique”. Años antes había trabajado como baqueano para Onelli y Moreno, pero ahora se había afincado y se dedicaba a la ganadería. En la carta que le envió a Onelli, Sheffield decía que había encontrado huellas de un animal de gran porte en un lugar hoy conocido como Laguna del Plesiosaurio, en la zona del lago Epuyén. En otra ocasión había llegado a verlo: tenía cuello largo y cabeza de cisne. Su cuerpo era de cocodrilo y nadaba como una tortuga.

En realidad, la laguna no reunía las condiciones mínimas para albergar un Plesiosaurio. Tenía 300 metros de ancho y apenas cinco de profundidad. Hace pocos años, la anciana María Sheffield, última sobreviviente de la familia, reveló que cuando tenía ocho años ella y su hermano habían sido los primeros en ver al animal. Pero lo recordaba “cubierto de vello amarillento, echado en la orilla y bramando como una vaca”: nada que se pareciera a un lagarto.

Estas especies habitaron la zona que hoy conocemos como Patagonia, cuando el paisaje era muy distinto, y nos han dejado muchos fósiles. Hace algunos años, un equipo mixto de investigadores argentinos y norteamericanos dio con el esqueleto fosilizado de un Plesiosaurio en Cabo Lamb, muy cerca del extremo norte de la Península Antártica, y apenas unos meses atrás se descubrió otro en Chile. Pero todas esas especies vivieron entre el Triásico y el Cretácico, y los lagos del Sur se formaron después de las glaciaciones, muchos millones de años después de que los dinosaurios se hubieran extinguido, y es casi imposible que alguno sobreviviera.

Los criptozoólogos suelen citar como prueba de su existencia a los mitos mapuches, que como los de cualquier cultura arcaica abundan en seres fabulosos, marinos, lacustres y fluviales. En su libro “Seres mitológicos argentinos”, Adolfo Colombres da cuenta de varios con nombres como Maripill, Nirribilo, caballo-culebra o zorro-víbora.

El favorito suele ser el llamado “Cuero vivo” (Lafquén-Trilque), conocido en Chile y en Neuquén. Sin embargo, se lo describe como una suerte de pulpo con el aspecto de un cuero vacuno, que vive en el lago; es difícil encontrarle parecido con un Plesiosauro.

La explicación de tantas creencias puede hallarse en el temor a lo sobrenatural y el respeto supersticioso que infunde, originando el mito como ficción alegórica, que pasa luego a la leyenda: es el canto de las hermosas sirenas llamando a Ulises. Nosotros también conocemos algunas trasmigraciones, lo íncubos y súcubos de que nos hablan varios estudiosos, como Ricardo Rojas en “El País de la Selva”; Juan B. Ambrosetti, en “Supersticiones y Leyendas” o Manuel de Ugarriza Aráoz., que “En el escenario de un mito” se refiere al Kakuy.

Mientras los hombres de ciencia especulaban sobre la hipótesis de que se trataba del tronco de un alerce, Onelli, advirtió la posibilidad que la opinión pública y las autoridades nacionales comenzaran a prestar más atención a los territorios nacionales postergados en el lejano sur e inmediatamente, después de leer la carta, llamó a conferencia de prensa para anunciar el envío a la Patagonia de una expedición para “atrapar” la bestia.

Involuntariamente, don Clemente se constituía de esta forma en el iniciador de la Criptozoología en la Argentina, suerte de pseudociencia que aún hoy tiene adeptos, que se dedica a la búsqueda de especies desconocidas o desaparecidas (el Nahuelito, el monstruo de Loch Nees, el Abominable hombre de las Nieves, el Sasquash, etc.). Como entre los enviados iban un cazador y un taxidermista, el destino del monstruo mesozoico no se presentaba muy promisorio y la Sociedad Protectora de Animales presentó ante el Ministerio del Interior una solicitud para que “se prohíba la caza, pesca o muerte del plesiosaurio, impartiéndose a la policía las instrucciones del caso”. Sin embargo, la comisión partió de Buenos Aires el 23 de marzo de 1922 con todos sus pertrechos y, según el enviado especial de la revista “Caras y Caretas”: “vestidos como si fueran a conquistar el Polo”. Este tipo de criaturas monstruosas, en especial las que habitan en cuencas lacustres, son los residuos primitivos del hombre, sumergidos en las profundidades del lago, que representa el inconsciente colectivo. Los intentos por sacarlo a la luz no son más que los esfuerzos psicológicos por disipar temores ancestrales.

Aquel anuncio – así lo registraron las crónicas de la época – provocó diferentes reacciones: una dama de beneficencia donó 1.500 pesos para financiar la aventura; dos hombres escaparon del Hospicio de las Mercedes para “luchar contra el monstruo”, mientras desde los Estados Unidos Edmund Heler – compañero de caza del presidente “Teddy” Roosevelt – le solicitaba a Onelli “en caso de que tenga éxito su misión me envíe un trozo de piel del animal para el Museo Nacional de Ciencias Naturales de mi país”, y la Universidad de Pennsylvania hacía saber que un grupo de zoólogos de esa institución participaría gustoso de un viaje a la Patagonia.

“Onelli pareció tomarse muy en serio la carta, y se convenció de que Sheffield había visto un plesiosaurio. Escribió en La Nación que si bien parecía que las próximas elecciones eran el único tema que preocupaba a los argentinos, “esa noticia podía llegar a conmover a todos los sabios de la Tierra”.

Sin perder tiempo, la dirección del Zoológico se puso¿ a organizar una expedición, y el anuncio mereció un editorial del mismo diario porteño. La noticia llegó tan lejos que sus ecos se escucharon en las páginas del The New York Times y hasta de Scientific American (www.scientificamerican.com). Los profesores yanquis que fueron consultados se mostraron un tanto escépticos, pero no dejaron de señalar que de existir el plesiosaurio de marras, eran ellos los que tenían que ir en su busca para exhibirlo en Nueva York.

Como Sheffield había sugerido embalsamar al animal, Caras y Caretas publicó una jocosa carta en la cual el monstruo pedía la protección del Dr. Albarracín, de la Sociedad Protectora de Animales. Poco después, la propia Sociedad elevó una protesta ante Onelli. El gobernador de Chubut también firmó una resolución que prohibía hacerle daño al animal.

Mientras tanto comenzaban a circular todas esas cosas que hoy llamaríamos merchandising. Había lapiceras sauriformes y cigarrillos marca Plesiosauro. D’Agostino y Morbidelli compusieron un tango en homenaje al fósil viviente. Un aviso de Piccardo contaba cómo los expedicionarios lograban capturar al monstruo con sólo invitarlo a fumar un cigarrillo 43. La expedición adoptó como sponsor a la editorial Atlántida y aceptó el dinero de los empleados del Telégrafo, que habían realizado una colecta.

Encabezado por el geógrafo Emilio Frey, el cuerpo expedicionario parecía la versión criolla del club de Tartarín de Tarascón, el pintoresco burgués cazador imaginado por Daudet. Contaba con dos expertos tiradores armados de rifles para elefantes, un veterano conocedor de la zona, varios baqueanos y dos periodistas, de La Nación y de Caras y Caretas. Confirmando las peores sospechas de algunos, también iba un embalsamador profesional. La Nación informaba que los audaces exploradores iban equipados con botas, impermeables y un nutrido botiquín, que incluía una buena provisión de bicarbonato, para afrontar los peligros del cordero patagónico asado.

Cuando la expedición llegó a Bariloche fue recibida con un desfile de Carnaval dominado por un enorme dinosaurio de cartón. Del grupo original, sólo unos pocos llegaron hasta la laguna. Inspeccionaron concienzudamente sus alrededores, hurgaron y dinamitaron varios sitios, pero volvieron a Buenos Aires con las manos vacías, antes de que las primeras nevadas hicieran las cosas más difíciles. Las explicaciones vinieron más tarde. Frey, que había encabezado la expedición, reconoció que seguía dudando de si el saurio existía realmente o bien todo había sido una broma. El propio Onelli confesó en una carta privada que se había visto obligado a recurrir a la historia del plesiosaurio con tal de despertar interés por la Patagonia. Hasta sugería que, buscando agua, algún día se podría encontrar petróleo” (2)

En realidad, la existencia de seres mitológicos en el confín de la tierra se sostenía y acrecentaba merced al relato de los naturales de la región. En su excursión al lago Nahuel Huapi, los nativos intentaron disuadir al Perito Moreno amenazándolo con los utralalves (monstruos que se ocultan en las sierras), con los anchimallrgurn o walichus (enanos que viven en cuevas) y todavía con el tralcal o trueno de volcán Tronador. (3) Pero estos seres mitológicos no fueron aludidos como monstruos en ninguna oportunidad, aunque posteriores expediciones científicas, atravesando el territorio, llegaron a considerar posible la existencia actual de animales desaparecidos. Los “monstruos” (término que en latín significa: portento, prodigio y también exhibición) eran, en realidad, seres de gran tamaño como los que la Paleontología fue hallando a fines del siglo anterior. De ellos se dijo que, aunque anteriores a la aparición del hombre, llegaron a coexistir con él porque se hallaron sus restos todavía “frescos”, en fogones cuyas cenizas estaban revueltas con estiércol y huesos con ligamentos y fibras carnosas como se pueden ver en el Museo de la Plata. Cerca de todo esto, restos de esqueletos humanos, lo que daba la impresión de un escenario relativamente reciente. Un trozo de piel desecada de Mylodon fue presentado en Londres por el doctor Moreno.

Todo ocurría a fines del siglo XIX, en que se echó a rodar la versión, atribuida a Ameghino, de la existencia de un representante viviente de la fauna terciaria. Todos los pobladores se ponen en su búsqueda y se llega a decir que los galeses del Chubut “lo corren a caballo y lo enlazan una noche…” El “Daily Express” envía una expedición dirigida por Pritchard. También viene lord Cavendish por su cuenta. Esto exaspera al topógrafo don Florencio de Basaldúa, que “truena contra el gobierno para que organice otra, a fin de que los ingleses no nos arrebaten el triunfo”. Hasta la popular revista “Caras y Caretas” presenta una carátula satirizando los hechos, titulándose: “A la caza de Mylodon”; éste, redivivo, escapa portando una bandera inglesa; en su cuerpo se lee: Empréstito, y los cazadores son el presidente Roca y su ministro de Hacienda, doctor Rosa.

Así se vivieron algunos años hasta conocerse los descubrimientos de Moreno y Hauthal en Última Esperanza, de esqueletos y trozos de piel que no eran del Mylodon imaginario, sino del extinguido.

Una de las tantas leyendas habla de cierto monstruo que los tehuelches llamaron Yemis-che (tigre de agua). El doctor Roberto Lehman-Nitsche, del Museo de la Plata, estudió su forma y lugares de vivienda e hizo la crítica científica: para Ameghino el Yemis-che podía ser un sobreviviente de la raza Mylodon, como el de Última Esperanza. Entre los que lo aceptaron figura el profesor E. Ray Lancaster director del Museo Británico de Historia Natural, cuyo parecer decidió la expedición, en tanto que el “Perito” Moreno, descubridor de la piel, desechaba la idea y así lo expuso en la Zoological Society de Londres. Se confundían en un solo animal hipotético el de Ameghino y el Mylodon y se siguió investigando sobre las huellas del Yemish (también nombrado así) de la leyenda tehuelche. Estos indios se lo describieron a don Carlos Ameghino como anfibio que camina en tierra y nada con facilidad; de hábitos nocturnos, se prende con sus garras a los caballos y los arrastra al fondo de las aguas; cabeza corta, grandes colmillos y orejas sin pabellón; pies cortos y planos (plantígrado), con tres dedos en los anteriores y cuatro en los posteriores, unidos por una membrana natatoria y fuertes garras; cola larga, deprimida y prehensil; cuerpo cubierto con pelo corto y rígido, color bayo; talla mayor que un puma, pero patas cortas y más robusto. Es de notar la descripción analítica, el lujo de detalles que ofrecían los nativos.

Entre los que creían haber visto al Yemisch estaba don Ramón Lista, el explorador desafortunado, quién se los describió a los hermanos Ameghino. Un indio tehuelche llamado Hompen, le refirió a Carlos Ameghino que yendo del río Seguer a Santa Cruz se halló con uno que le cerraba el paso y lo mató a balazos. Y el referido Lista dice que un Yemisch que bajaba de los lagos andinos al río Santa Cruz, cerca de la isla Pavón, hizo huir al anterior aterrorizando a los lugareños. En recuerdo de la aparición la localidad abandonada se llama ahora Yemisch-Aiken (lugar o paradero del Yemisch). El cacique Kankel dijo que también lo vio y se lo refirió al ingeniero L. von Platen (descubridor del Lago Pueyrredón); dejaba huellas como la de un puma. El mismo Kankel informó al doctor Santiago Roth que, en el Lago Buenos Aires, uno de éstos le había matado una tropilla y por eso no quiso ser más baqueano en ese lugar. Uno de los últimos en “ver” al monstruo fue el viajero francés André Tournier, quién, en 1902, lo comunicó a la Academia de París con el nombre de Hymché, como creyó oírlo nombrar por el guía. Había encontrado rastros parecidos a los de un gran gato.

Pasaron diez años antes de que el plesiosaurio volviera a levantar cabeza. El responsable de su reaparición fue Liborio Justo (1902-2003), un escritor que había pasado buena parte de su juventud cazando ballenas en la Patagonia. A lo largo de su centenaria vida y de una evolución que lo llevó del marxismo al nacionalismo, Liborio usó los seudónimos “Lobodón Garra” y “Quebracho”. Quizá necesitara dos identidades extra para pasar inadvertido, porque había puesto en serios aprietos a su padre (el general Justo) el día que, en una recepción oficial, le gritó “¡Muera el imperialismo!” al mismísimo Roosevelt.

Precisamente cuando su padre asumía la Presidencia, y con la firma “Lobodón Garra”, Justo (h) publicó La tierra maldita (1932), un libro de relatos de la estepa patagónica, algunos de los cuales serían clásicos del repertorio escolar. El nombre “Lobodón” aludía al Mylodon, un perezoso fósil que había sido estudiado por Darwin. Uno de los cuentos se titulaba “El cuero” y narraba la persecución de un escurridizo dinosaurio, al cual los mapuches identificaban con el monstruo ancestral. A partir de entonces, las cosas se hicieron más confusas. Años más tarde, Bariloche se proclamó como el hogar de Nahuelito, de manera que el monstruo se mudó a Río Negro.

Como las leyendas de hoy se potencian en Internet, y el copy & paste no perdona, es posible ver que en muchos sitios, incluyendo algunas enciclopedias, se cuenta la historia del plesiosaurio de Onelli como si hubiera ocurrido no en Chubut sino en el Nahuel Huapi. En esto, Menem hizo escuela a la hora de confundirse de provincia. A pesar de que la primera observación “histórica” se había registrado a principios de siglo en el Nahuel Huapi, durante décadas el lago no volvió a dar señales de vida, pero desde los años ‘50 la leyenda se afincó en Bariloche, donde Nahuelito hasta posee un parque temático propio.

Hace más de medio siglo, la leyenda se enriqueció con ingredientes de ciencia ficción, de manera que el plesiosaurio adquirió características de Godzilla. De esos años data la construcción de un centro nuclear en la isla Huemul, cuando el austríaco Ronald Richter convenció a Perón de que podía lograr la fusión nuclear controlada y consiguió hacer escasear el cemento durante unos meses. Como es sabido, el proyecto fue abandonado, pero desde entonces, y gracias al Instituto Balseiro (www.ib.edu.ar), la presencia de físicos en la zona fue permanente y no dejó de alimentar la paranoia de algunos. La imaginación popular, convenientemente fogoneada por los sensacionalistas, comenzó a especular que el famoso Nahuelito podía ser un mutante engendrado por la contaminación radioactiva, como el mejor de los monstruos japoneses.

En 1960, la Marina, que para entonces también andaba detrás de los ovnis, estuvo casi un mes en el lago, persiguiendo con su radar un bulto submarino, pero le perdió el contacto. Como a ninguna potencia enemiga en su sano juicio se le ocurriría transportar hasta Bariloche un submarino para espiar el fondo del lago, se hacía casi obligatorio pensar que el “Objeto Lacustre no Identificado” no era otra cosa que el famoso plesiosauro.

La leyenda continúa. Cada tanto se dan a conocer nuevas fotos, que los diarios declaran haber recibido de autores no identificados, como pruebas de la presencia del (o los) monstruo(s). Se diría que el plesiosaurio se ha multiplicado, porque ahora también se lo ve en los lagos Huechulafquen y Mascardi; quizá pronto comience a asomarse en las piletas de natación. La competencia turística es feroz y cada municipio sueña con ser otra Capilla del Monte, la meca del turismo insólito.

“Nadie se sorprenderá, pues,” – agrega mordazmente Pablo Capanna – ” de que Susana Giménez pudiera lanzar su famosa pregunta por los dinosaurios vivos. La diva no era la primera ni la última en creer que había dinosaurios vivos en la Patagonia. Nadie pretende que una conductora de televisión, además de sonreír y atender el teléfono, tenga que saber algo de paleontología. En realidad, el fuerte de Susana es la defensa de los derechos humanos.”

Clemente Onelli era conocido por lo ocurrente y por su sentido, a veces vitriólico, del humor: “Esa incredulidad pública pesó en el balance de su vida e hizo creer a muchos que ese caballero romano, lleno de sapiencia, finezas y latines, había gastado una broma descomunal, en consonancia con su índole notoriamente juguetona y cáustica. Acaso, pero Onelli no podía pasar nunca por un mero bromista, y la variedad y enjundia de sus trabajos acreditaban también como plausible que realmente lo hubiera enceguecido el afán paleontológico. Datos acerca de su contracción y seriedad existen a montones: colaborador estrecho y patriótico del perito Moreno en la demarcación de límites con Chile, fundó la Escuela de Avicultura y un tambo modelo, rescató del olvido al telar de tradición aborigen y creó talleres en Tucumán y en Córdoba en los que volvieron a elaborarse tejidos de la tierra. En los diarios y en conferencias trató sesudamente multitud de temas políticos y educativos y se ocupó, quizás el primero entre nosotros, de la polución ambiental. Combatió con inteligencia al comunismo y rechazó indignado la pretensión mussoliniana de que los hijos de italianos nacidos en el extranjero seguían siendo italianos” (3)

Descendiente de un destacado linaje romano, entre los antepasados de Onelli hay personajes destacados en política, en la guerra o en la Iglesia: su abuelo, Guido Bonelli fue un alto funcionario pontificio y su padre Victorio, abogado de nota. Al quedar huérfano Clemente, su tutor lo hizo estudiar en el Colegio Papal hasta la mayoría de edad y luego de hacer “vida de mundano calavera” en Roma, gastando su herencia en poco tiempo, resolvió dirigirse a América cuando contaba 24 años de edad: había nacido en Roma el 22 de Agosto de 1864.

En realidad, tal como relata en una suerte de autobiografía publicada un año antes de su muerte, recuerda que venía a la Argentina con una nota de presentación para el ministro de su país en Buenos Aires y que no la utilizó porque: “en cambio, traía audacia, juventud y una fuerte dosis de historia natural, clásicos, filosofía y hasta teología, pues iba a ser destinado a la Iglesia.”

Onelli llegó a la ciudad de Buenos Aires, capital de la República Argentina, a fines de 1888 o a comienzos de 1889.[] A su llegada, se contactó con funcionarios del gobierno y con las eminencias científicas de la época, tales como Francisco P. Moreno, Pedro N. Arata, Carlos y Florentino Ameghino y Eduardo Schiafino, entre otros. Arata lo presentó ante Moreno, quien era el fundador y director del Museo de La Plata. Atraído por la propuesta de intercambio museológico con el Museo della Sapienza de Roma traída por Onelli,[] Moreno decidió emplearlo como ayudante en la institución. [ ]A los pocos meses de su llegada, Onelli tuvo su primera experiencia en la Patagonia.[]

Onelli emprendió su primer viaje a la Patagonia en 1889, tres meses después de haber llegado a la Argentina. Acompañando a Moreno, recorrió la región durante un año, buscando fósiles y esqueletos indígenas. Perfeccionó su español y aprendió  algunas lenguas aborígenes, como el araucano y el tehuelche; también trabó amistad con algunos caciques tehuelches. [ ]Recorrió la zona del lago San Martín, que había sido descubierto por Moreno en 1879, y navegó otros lagos, llegando a descubrir el casquete de hielo que ocultaba al lago Argentino (uno de sus glaciares  lleva su nombre) etc.

Nuevamente en La Plata, se dedicó al estudio de las piezas recogidas, publicando varios trabajos acerca de sus viajes y sus observaciones realizadas en el sur del país. Onelli realizó dos viajes a la Patagonia argentina, en los cuales buscó fósiles y otros elementos indígenas, muchos de los cuales fueron estudiados y conservados en el Museo de La Plata. Recuerda José María Gallardo que: “El múltiple y polifacético Onelli fue un escritor nato, con gran versación sobre literatura clásica y otros acontecimientos humanísticos, lo que hace su escritura sumamente amena; su vena de escritor lo llevó a colaborar en la redacción del “El Diario”; auspiciado por dicho periódico y apoyado económicamente por Manuel Láinez y Ramón Santamarina, encabezó una expedición al Lago Argentino, en Santa Cruz, donde realizó importantes colecciones.” Fruto de estos viajes es su libro encantador: “Trepando los Andes” (1904), recientemente reeditado, uno de los mejores de viajes escrito en la Argentina, con similares valores en cuanto a riqueza testimonial y a expresión literaria. El mismo periódico lo envía como corresponsal viajero, para que acompañe los trabajos de construcción del ferrocarril de Bahía Blanca a Neuquén; así, desde la costa atlántica hasta los lagos andinos, hace interesantísimas observaciones y valiosas colecciones.

“Mi retina quedó impresionada por la tristísima estepa patagónica y por los esplendorosos cuadros que se despliegan en los Andes desconocidos (…) Y para entrar al Desierto hay que entenderse con su portero, el dueño de una pocilga infecta que reúne bajo su techo de totoras apolilladas todos los parásitos que atormentan a la humanidad, todos los fondos variados de los grandes almacenes de Buenos Aires y todas las deudas de los vecinos de la comarca. Sin él no hay posibilidad de alimentarse ni de encontrar elementos para el viaje, pues baqueanos y dueños de tropillas deben a ese cancerbero miles de pesos de veneno alcohólico que les propina en las largas y extenuantes siestas del desierto inactivo.

Con un calor de 37 grados, rodeados por aureolas rutilantes de moscas verdes, esmeraldas de carne descompuesta, y entre el zumbido metálico de tábanos insolentes y bravos y el torbellino hediendo de la tierra del corral cerré el trato alquilando una tropilla, que, con el pelo reseco, los ojos cerrados, el hocico en el suelo, tristemente inmóvil bajo la canícula, esperaba resignada la hora de bajar a la aguada, agitando apenas las colas para librarse de tanto insecto.

Y, como un alma piadosa, un ingeniero inglés de la compañía del Ferrocarril me avisara que en la guarida de ese cancerbero, durante las tranquilas horas nocturnas, se desplomasen sobre los catres vinchucas que ganarían el premio Champion en cualquier exposición de insectos, opté por tender la cama de campo al reparo de un pilón del puente, donde corría húmeda y fresca la brisa del río”.

Un comienzo poco promisorio, aunque lleno de humor, de lo que sería el comienzo de una travesía digna de un viajero veneciano. Esta obra es un ameno relato de los “dos mil kilómetros de cordillera andina que he recorrido” según declara en la misma e ilustra con fotos documentales. El ferrocarril llega hasta el río Neuquén y Confluencia. Para luego con una tropilla alcanzar Piedra del Águila y Nahuel Huapi, por el Valle Encantado; recorre Chapelco y el Lago Lolog para pasar por el Fortín de San Martín de los Andes, luego costea el lago Lacar y se reúne con los ingenieros de la Comisión de Límites: Luis A. Álvarez, Camilo Bulgarelli, Antonio Gugielmetti y Emilio Frey (“el valiente y abnegado geógrafo de esa región, que en tres veranos de estudios descubrió, entre aquellas serranías cubiertas de bosques impenetrables, 70 lagos, que reflejan yoda la gama de los azules andinos”). Llega al Lago Gutiérrez y a las nacientes del río Manso. Es una zona crítica, pues el gobierno chileno desde la boca del seno Reloncavi abría camino en el territorio en discusión; allí habita el cacique Foyel “perseguido por las fuerzas argentinas, arreaba haciendas robadas, que pastaban allí dentro como encerradas en un potrero de alfalfa“. Pasando luego a Chubut se encuentra con el cacique amigo Ñancuche y alcanza la Colonia Leleque de la Compañía Inglesa de las Tierras del Sur. Para entonces declara: “habíamos andado 20 leguas en 10 horas de marcha”; llega a la colonia galesa y a los rápidos del río Futaleufú. En los bosques cercanos encuentra ganado vacuno alzado (desde 1888) y también halla el ex – campamento del topógrafo Gunardo Lange. Recuerda que el año anterior se había producido la tragedia de la Comisión Frey con el naufragio en el río Futaleufú y las once víctimas del mismo.

Llega a los Lagos Fontana y La Plata con sus yacimientos auríferos. Visitan al Ing. Moreteau y las tolderías de Quilchamal (donde observa sus costumbres y tejidos), presencia el regreso de 40 indios con más de 100 perros de caza, que vuelven con 200 avestruces cazadas. Siguiendo al sur llega al Lago buenos Aires y al río Fénix, donde recuerda que en 1898 siguiendo instrucciones de Moreno, lo desvió haciéndolo desembocar en el río Deseado, trabajando durante 11 días, teniendo a veces que “dominar revólver en mano” a quienes estaban “acobardados por la ímproba tarea“.

Su primer viaje a la Patagonia fue en 1888, donde tuvo por guía a Poivre que a su vez había sido guía del aventurero Orélie Antoine de Tounens, quién se proclamó Rey de la Araucanía y la Patagonia “casualmente” en las épocas de las aventuras coloniales francesas en México y el Caribe. En su viaje Onelli pasa la Meseta de la Muerte y más allá encuentra al Ing. Arnaudo con el que se comunica con señales de humo; en el Lago Pueyrredón navegan en la balsa del geógrafo Ludovico von Platen; pasa al valle de río Belgrano, al Lago Belgrano y al Monte San Lorenzo; visita la ermita hecha con troncos de Mr. Langfort, donde está instalado el Ing. Ulrich Greiner y con una escuadrilla de botes exploran el río que da salida al Lago Nansen. Con Norberto Laínez cruzan ríos llevando los 300 kg. De los hitos de hierro para poner en la frontera. Luego dice: “volví en mi marcha hacia las tristes y dilatas pampas de santa Cruz que, uniformes, grises y pobres, tienen, sin embargo, encantos desconocidos que la hacen querida e inolvidables para quién una vez las visitó. Sus violentos vientos que cortan la palabra y la respiración, su suelo pedregoso y casi estéril, los arbustos raquíticos que casi no dan reparo, las gramíneas duras y espinosas que se clavan en las manos y que impiden sentarse a tomar aliento en una fatigosa marcha, son las travesuras con que la naturaleza expresa aquí el carácter huraño y el deseo de no ser civilizada”. A los indios, con los que se encuentra les hace preguntas sobre religión y comprueba que algo saben de la cristiana.

En el valle del río Tucutucu, minado por las galerías de este roedor, además del viento, la temperatura de -12º C, lo hacían horrible; allí muere un arriero de la expedición congelado “el viejito acurrucado sobre las piernas, con los ojos abiertos y la cara sonriente nos miraba” recostado contra un bloque errático; luego dice que “esa oscura víctima del límite argentino-chileno” fue enterrada junto al río Caracoles. Navega el Lago San Martín (descubierto por Moreno en 1879) en la embarcación “Los Andes” del Capitán de Marina Juan Hogberg; halla al Ing. Teodoro Arneberg que en la boca del río Toro fuera atacado por una leona (puma), un caso similar al de Moreno (quién puso el nombre de río Leona en 1879); llega al Cerro Fitz Roy y al Lago Argentino y los Ventisqueros, que los indios acompañantes miran impasibles. Por el valle del río de las Vizcachas van hacia el seno de la Última Esperanza. Dicho camino lo había hecho anteriormente cuando con Moreno se embarcó en el “Azopardo” del Comandante Mascarello y el Capitán Elía, que juntamente con el “Golondrina” de los tenientes Gutero y Jalour, levantaron la carta de los fiordos hasta entonces desconocidos.

Francisco Moreno nombró a Onelli como asesor de la Comisión de Límites argentino-chilena en 1897. Como parte de esta, Onelli trabajó durante tres meses de 1900 con el Coronel Thomas Holdich, quien fuera el árbitro enviado por la corona británica para mediar en la disputa.[]

En 1904, Onelli fue nombrado director del Jardín Zoológico de Buenos Aires. Su gestión mejoró las condiciones del zoológico y creó la Revista del Jardín Zoológico, además de redactar  las “Idiosincrasias de los Pensionistas del Jardín Zoológico”. Uno de sus deseos principales era, mediante intercambios, obtener animales de otras instituciones de alrededor del mundo. Ejerció el cargo hasta su muerte, que tuvo lugar en 1824; lo sucedió Adolfo Holmberg, sobrino de Eduardo Ladislao Holmberg, el primer director. En 1892 Clemente Onelli se casó con María Celina Panthou, distinguida dama de familia francesa radicada en Buenos Aires. La pareja a su debido tiempo vivirá dentro Jardín zoológico. Difícilmente se pueda imaginar el lector de este tiempo la capacidad y el ímpetu que puso Onelli en su gestión.

Como su antecesor en el cargo E. L. Holmberg, don Clemente se ocupó personalmente de la planificación del paseo público participando en todo acontecimiento inherente al establecimiento. Dentro del solar se construyó una casa familiar que el flamante director ocuparía con su esposa. El mismo año de su nombramiento Onelli convenció a las autoridades de turno para que le donen una enorme estructura que había sido emplazada en la Plaza de Mayo el año anterior, como adorno de las Fiestas Mayas, es ni más ni menos que la “Jaula de Cóndores” que actualmente puede verse aunque con pequeñas modificaciones, pero hay más, la formación rocosa de su interior es una imitación fiel de la “Piedra del Águila” que Onelli fotografiara en sus viajes por el sur.

Dentro de su gestión se incorporaron muchas obras de arte, como fuentes, estatuas o esfinges talladas de primera calidad dando un prestigio importante al paseo público, que dicho sea de paso, por entonces era muy visitado por las autoridades. También se colocaron carteles didácticos para informar a los visitantes la procedencia y el nombre de los distintos animales. Capítulo aparte merecen los detalles de la incorporación de animales, ya que Onelli se encargó particularmente de publicitar a lo grande cada adquisición. Prueba de ello es la fotografía tomada en 1912, que muestra la llegada de una jirafa que fue trasladada desde el Puerto hasta el zoológico, tirada por una larga cuerda que Onelli sostiene orgullosamente rodeado de gran público, o el nacimiento de un dromedario.

El 22 de septiembre de 1907 se inauguró en Parque Patricios el “Zoológico del Sur”, asistiendo al evento autoridades gubernamentales y público en general. Desarrollar el tema aquí nos llevaría un largo espacio, sólo diremos que lamentablemente con la desaparición física de Onelli poco a poco se fue perdiendo el atractivo y cayó en el olvido. El Parque Saavedra (hoy Parque Sarmiento) fue otro predio que Onelli eligió para agrandar sus atracciones zoológicas, así por al año 1914 hubo también una intención de implementar allí un anexo del zoológico central, aunque sólo se efectuaron pocas instalaciones y tuvo el mismo final que el anterior.

La imaginación del director del zoo no tuvo límites, llevó adelante un proyecto preparado por él mismo que contemplaba la construcción de un acuario subterráneo de 60 metros de largo por 35 de ancho que pasaba por debajo de la actual Av. Las Heras y comunicaría el Zoológico de Buenos Aires con el Jardín Botánico. Clemente Onelli promovió todo tipo de leyes en defensa de los animales, el día del animal y la celebración por primera vez del día del árbol en 1908 son muestras elocuentes de su talento y preocupación por la conservación. Recopiló y editó en forma de folletos frases y modismos relacionados con los animales. Estudió cómo mejorar la vida y la alimentación de animales en cautiverio. Fijó su mirada en el uso sustentable de los recursos como pieles, cueros, plumas, fibras, lanas etc., temas que desarrolló tanto en libros como en conferencias, además de incentivar las labores artesanales con esos mismos elementos.

Producto de su puño y letra será una interminable lista de notas y temas publicados oportunamente en la Revista del Jardín Zoológico (segunda serie1905-19023), que supo dirigir con espectacular maestría durante todo su mandato, dando cabida en sus páginas a excelentes escritores e investigadores, introduciendo amenos diálogos dirigidos al público en general. La colección de la Revista del Jardín Zoológico junto con la Biblioteca del mismo se perdió durante el saqueo de la década del 1990, denominado eufemísticamente “privatización”.

Manuel Mujica Láinez lo recordaba así: “Los domingos, cuando yo tenía ocho o nueve años, una prima de mi madre, que estaba emparentada con la señora de Onelli, nos llevaba al Zoológico, Asistíamos a la ceremonia del té, que se servía en la casita que allí habitaba el Conde Clemente Onelli. Personas mayores asistían también, pero yo no tenía oídos más que para aquel caballero sanguíneo, que hablaba una mezcla de español y de italiano, y que contaba maravillas acerca de las expediciones realizadas con el Perito Moreno”.

José Luis Muñoz Azpiri (h)

Onelli, C. “Lo del animal misterioso.”. En: “Caras y Caretas” Nº 122

Capanna, Pablo “El monstruo turístico” En: Página 12 1/8/2009

Moreno, Francisco P. “Viaje a la Patagonia Austral (1876-1877) Bs.As.Ed.Solar/Hachette.1969.

Sánchez Zinny, F. “Serio, burlón y escritor notable”. En: “La Nación” 15/3/99.

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