“Si es necesario mentir a la posteridad, se miente”
Salvador María del Carril.
(Vicepresidente de la Nación durante la presidencia de Urquiza y designado miembro de la Corte Suprema de Justicia por Bartolomé Mitre).
Por Hernán Hinvernizzi. FUENTE : http://www.grupomayo.com.ar
Con motivo del Decreto que crea un instituto histórico estatal se desató una amplia polémica en la cual participaron diversos intelectuales. Al final de este apunte se detallan los 19 artículos tenidos en cuenta.
+ LA UNIDAD Y LA DIVERSIDAD
Salvo excepción, los textos críticos de la creación del Instituto comparten una común simplificación: tratan al revisionismo como un movimiento homogéneo o admiten su diversidad por medio de simplificaciones panfletarias. Acá vamos a hablar de “revisionismo” por razones de síntesis, pero debe quedar claro, que se trata de una corriente heterogénea que incluye contradicciones de diverso tipo.
Brienza señala que “hay varias líneas del revisionismo; desde el nacionalismo oligárquico y católico, como los hermanos Irazusta, por ejemplo, pero también desde el liberalismo, como Adolfo Saldías; desde el republicanismo, como Ricardo Rojas; desde el radicalismo yrigoyenista, como Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz; desde el trotskismo, como Jorge Abelardo Ramos (¿y Milcíades Peña?); desde el marxismo, como Hernández Arregui. Reducir todo el revisionismo a uno solo es, por lo menos, una visión simplista, si no de mala intención”.
Al mismo tiempo, habría que ver si es posible encontrar un denominador común. Hubo revisionistas de izquierda y de derecha (por usar un esquema convencional), pero tanto los Irazusta como Jorge Abelardo Ramos tenían en común la convicción de que era necesario revisar, cuestionar, investigar y volver a escribir el relato histórico. Sus proyectos políticos, sus ideologías (en el sentido de cosmovisión) y sus compromisos públicos, fueron diferentes, como lo son entre Pacho O’Donnell y Norberto Galasso. Los Irazusta apoyaron movimientos de jóvenes falangistas que le hubieran pegado una brutal paliza a intelectuales que se llamaban a sí mismos revisionistas. Pero casi todos tienen en común, como señala Romero, que “cuestionaron las ideas establecidas, provocaron el debate y aportaron nuevas preguntas. Sobre todo, formaron parte de una tradición crítica, contestataria, irreverente con el poder y reacia a subordinar sus ácidas verdades a las necesidades de los gobiernos”. Y es muy cierto, tanto que América Latina, un país de Jorge A. Ramos, fue secuestrado en 1949 por el gobierno peronista.
Los intelectuales críticos del decreto saben que el revisionismo fue y es heterogéneo. De donde uno supone lo siguiente: niegan esa diversidad porque no quieren admitir que esa diversidad sigue vigente entre los revisionistas actuales. Es más fácil criticarlos como un paquete sin matices.
Los “historiadores profesionales” reivindican la diversidad sólo para ellos mismos – únicos beneficiarios de la diversidad de opiniones. Los que no son ellos, son todos iguales. La contradicción sería un privilegio de los “historiadores profesionales”: Pacho O’Donell y Norberto Galasso (que no se sumó al Instituto) son iguales, piensan igual, se proponen lo mismo, no hay entre ellos matices, diferencias, nada. No es la clase de simplificación que uno espera de un historiador, pero es la clase de simplificación que abunda en los debates político-partidarios.
Sin embargo, en el colmo de la paradoja, los “historiadores profesionales” se presentan a sí mismos como un todo homogéneo. Veamos esta paradoja.
Sobre todo en los textos de Romero, Svampa/Tarcus o Sábato, se habla de “la disciplina” (histórica) y de los “historiadores profesionales” como si fueran todos lo mismo. Pero no lo son. Salvo casos como Mariano Grondona, en general estos intelectuales son gente democrática y progresista, algunos de izquierda, en muchos casos apoyaron la causa de los derechos humanos, etc. Tienen buenas cosas en común. Su obra intelectual, en general, es sólida y a veces hasta brillante. Pero ellos no son “la disciplina” ni son “los historiadores profesionales”. Son historiadores que tienen buenas cosas en común, pero no tienen tanto en común con otros historiadores que los detestan.
Presentan a su “disciplina” como un espacio en el cual existe la diversidad, pero al mismo tiempo hablan de “la disciplina” como un sistema homogéneo al que representan. Svampa y otros, por ejemplo, sostienen que “en el terreno historiográfico, el nuevo Instituto revela desde su título mismo un anacronismo. Como ya han anticipado otras voces, el debate “visión revisionista versus visión liberal de la historia” ha sido superado hace décadas. Desde las universidades, en los últimos 25/30 años triunfó el avance de la profesionalización, a partir de lo cual se abandonaron las imágenes simplificadas y los esquemas omnicomprensivos y binarios en favor de la complejidad explicativa y del rigor metodológico”.
¿Romero y Tarcus representan a quienes hacen historia hoy desde el liberalismo dogmático y/o desde el marxismo vulgarmente materialista? En lo específicamente historiográfico, siguen vigentes historiadores “revisionistas”, “liberales” y “otros”. El amplio ambiente de los “historiadores profesionales” también tiene internas y contradicciones.
Y es más: se confunden las cosas, porque si el decreto incurriera en el error de simplificar proponiendo el esquema “revisionistas vs liberales”, los historiadores profesionales no deberían repetir y asumir el error. Porque hay revisionistas liberales y revisionistas anti-liberales. Como ya dijimos, “lo revisionista” no es homogéneo y tampoco lo es el ambiguo ambiente liberal. No se cansan de mencionar a Halperín Donghi, pero a la hora de los matices ninguno de los polemistas acomete una oración subordinada para señalar una diferencia. Y entonces todo queda como un enfrentamiento entre los defensores de la república liberal vs los totalitarios, lo cual es por lo menos injusto – además de metodológicamente disparatado.
Más allá de esas presuntas diferencias doctrinarias, los críticos tampoco deberían negar que entre los integrantes del Instituto hay intelectuales con los que se sienten más cómodos que con algunos integrantes de la Academia Nacional de la Historia: entre los historiadores activos y con poder hay de todo, desde quienes simpatizaron con el alfonsinismo y el Frepaso hasta los que justifican la dictadura militar y el terrorismo de Estado. Hay tantas contradicciones entre los llamados “historiadores profesionales” como las que hay y hubo entre los llamados revisionistas. Negarlo es pura deshonestidad intelectual. No obstante, los críticos del Instituto Dorrego se presentan como si todos los historiadores profesionales fueran historiadores progres y democráticos.
+ CONDENAS Y PERDONES
A tal punto lleva esta pérdida de las referencias epistemológicas y políticas, que en su nota editorial el diario La Nación involuciona décadas y juega con las palabras de manera poco inocente: “Al periodismo militante de los medios oficiales y paraoficiales y a la matemática militante del Indec se les debe agregar ahora la historiografía militante. No son más inofensivos que una medicina o una ingeniería militantes”.
Este ataque de positivismo primitivo hace explícito algo que está más o menos oculto en el discurso de algunos críticos del Instituto: ellos son o representan a la “historia científica”, los demás hacen historia militante… Pero La Nación lleva el argumento al extremo y pone a la Historia junto a la Medicina y la Ingeniería, en un intento pueril de celebrar el casamiento oportunista entre las llamadas “ciencias duras” y las otras.
Fraga (en el mismo diario) hace un aporte interesante cuando recuerda que “la primera investigación histórica sobre Dorrego la realiza Mitre en 1841, cuando tenía sólo veinte años. Escribe el apunte de una protobiografía en la cual reconoce su dimensión política y en la que considera su pragmatismo frente a las teorizaciones de Rivadavia”. Con este recuerdo pone al menos algunas cosas en su lugar: así como hubo y hay contradicciones y matices entre los revisionistas, también los hay entre los llamados historiadores liberales o clásicos, de los cuales Mitre sería un paradigma. En efecto, Mitre fue un personaje enmarañado cuyo único aporte a la cultura argentina no se reduce a la biografía de San Martín y la fundación de La Nación.
Pero muy probablemente aquellos apuntes de Mitre se pueden entender mejor a partir de la biografía política y la tragedia personal del mismo Dorrego. En un sentido porque el martirio tiende a producir lecturas generosas sobre la víctima. Y en otro sentido porque, como señala el mismo Fraga: “Dorrego es el prócer en el cual coinciden tanto la historia inicial, que cuestiona a Rosas, como el revisionismo, que critica a Sarmiento”. El perfil federalista y democrático de Dorrego, sumado a su asesinato, permiten entender mejor que la historia tradicional no se enseñara con su persona y obra política, tanto como que el revisionismo, desde siempre, glorificara su figura. En cierto sentido Dorrego es uno de los pocos personajes históricos de relativa coincidencia entre revisionistas y no revisionistas.
No obstante, Fraga pretende aclarar demasiado y entonces oscurece. Sostiene que la historia oficial (él prefiere llamarla “inicial”) “hay una clara condena al fusilamiento de Dorrego ordenado por Lavalle, a quien se critica por esta decisión, y, en general, se presenta a la utilización política que hace Rosas de su memoria a partir del primer aniversario de su ejecución como una manipulación del sentido federal, democrático y no autoritario de Dorrego”.
Es cierto: la “historia oficial” tiende a condenar el fusilamiento de Dorrego, pero ¡no condena a sus autores! Es parecido a lo que pasa con la llamada historia reciente. Hoy llamamos “historia reciente” a más o menos los últimos 40 años. En ese marco muchos intelectuales condenan a los llamados “errores” de la dictadura militar y a sus eventuales “excesos”, pero… ¡tampoco condenan a sus autores! Y es así que, a fin de cuentas, terminan oponiéndose a la política de derechos humanos que promueve el juicio y castigo de los autores – cosa que muchos no le perdonan al gobierno K. La historia oficial suele condenar el fusilamiento de Dorrego pero no condena a Salvador María del Carril, su principal autor intelectual. Tampoco condena a Juan Cruz Varela o a Julián Agüero. En una típica maniobra discursiva liberal, se condena al crimen pero no a los criminales. Se argumentaría que “condenar” no es misión de historiadores. Suponiendo que eso sea cierto, entonces tampoco es su misión la glorificación de los cobardes que exhortaron a la espada sin cabeza.
+ EL FIN DE LA HISTORIA
No tanto en Sarlo (que no es una “historiadora profesional”) pero sí en Romero y otros (que lo son), sorprende que no tengan frente al asunto un abordaje de historiadores. En vez de analizar la creación del instituto como fenómeno histórico o como fenómeno en la historia, eligen pelearse con el gobierno. Mucho pataleo y poco análisis. Parecen antes militantes políticos enojados, que intelectuales tratando de entender, para eventualmente cuestionar. Se posicionan como profesionales de la historia pero debaten como políticos, lo cual es lógico aunque deshonesto: es lógico porque siempre hubo una estrecha relación entre la producción de historia y la política, y deshonesto porque no lo admiten.
Esa actitud de “persona enojada” aparece en varios de los textos analizados. Cuando se refieren al revisionismo, no aluden a las causas, razones, objetivos, contexto, etc en el cual surgió el movimiento. No se ocupan del tema al modo de los historiadores. Quizás omiten referirse al revisionismo como experiencia histórica para no verse en la necesidad de decir que hubo razones, necesidades, etc que explican la aparición de aquel movimiento.
Eluden el abordaje histórico del revisionismo quizás porque no quieren opinar acerca de la denuncia fundacional del revisionismo, a saber: que era necesario revisar a la “historia oficial” porque incluía omisiones, deformaciones, exageraciones, fallas técnicas, etc. O dicho de otra forma: el revisionismo se desarrolló alimentado por los defectos de la “historia oficial”.
¿El “historiador profesional” cree que el revisionismo sería un tema importante en nuestra cultura, si la “historia oficial” no estuviera cargada de defectos? ¿Tendría sentido y trascendencia un movimiento revisionista puesto a revisar lo que estaba bien? (Hay un caso de revisionismo-de-lo-que-estaba-bien: ese que todavía hoy cuestiona el Holocausto, pero es obvio que no se trata de eso).
Se puede teorizar y debatir largo rato acerca del sesgo de la llamada “historia oficial”. Pero sería pueril desconocer que estaba llena de errores y omisiones. Ernesto Tenenbaum, que nada tiene que ver con el perfil del “historiador profesional”, aporta un poco de sentido común: “El revisionismo histórico logró abrir grietas notables en la historia oficial de entonces. Desde que apareció, ya nada en el estudio de la historia fue igual”. Escriben en estas polémica algunos de los más prestigiosos “historiadores profesionales”, pero ninguno firmó una frase tan sencilla, clara, contundente y verdadera como esa.
Si se admite que tales falencias son reales, entonces el problema central no es de los revisionistas sino de quienes les dieron buenas razones para ponerse a revisar. Pero de eso no se habla. Escriben sobre el revisionismo como si no hubiera tenido razón de ser. De golpe aparecieron los revisionistas y de puro malos, como una banda de paranoicos, se pusieron a revisar la inocente y casta “historia oficial”. Todo se reduce a que son fósiles o que algunos de ellos escribían bien. Romero hasta les dedica un elogio, pero aún en ese caso omite que hicieron un trabajo que había que hacer.
En el caso de Romero su argumento se parece a un boomerang. Propone un esquema acerca de los mitos y las epopeyas y concluye que “la historia como ciencia” llegó para superarlos. Para Romero, entonces, la ciencia histórica dejó a los mitos y las epopeyas en la prehistoria del saber. Admitamos el esquema. En tal caso Romero podría reconocerle al revisionismo al menos dos cosas: su capacidad para cuestionar mitos elaborados por la “historia oficial”, a la vez que la habilidad de algunos revisionistas para producir mitos bajo la sombra de la historia revisada (como el de Rosas convertido en un gentil boy scout).
+ NI VENCEDORES NI VENCIDOS
Estos textos críticos con frecuencia cuestionan la creación del Instituto sobre la base de una síntesis del pensamiento revisionista, según el cual “los ‘vencedores’ han mantenido oculta una historia verdadera, que ellos revelarán”. El Estado se propondría decir la verdad acerca de un relato desarrollado por “los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX”. Etc. Según los críticos, uno de los problemas del revisionismo consiste en creer que hubo ciertos vencedores de ciertas guerras que escribieron su propia versión de la historia que el revisionismo se propuso desenmascarar.
Parecería que según los “historiadores profesionales” ninguna fuerza política, ninguna clase social, ningún factor de poder, ninguna organización formal o informal, ningún individuo… en fin, parecería que nadie nunca hizo algo útil con su triunfo. A ningún triunfador se le ocurrió que podía aprovechar su victoria para obtener beneficios o ventajas en el terreno cultural. Las victorias político-militares sólo servirían para repartirse tierras y mover fronteras.
Pero… ¿qué hacen los que ganan con su victoria? Según el relato ateniense, sus guerras en el Egeo se habrían desarrollado bajo las normas del Pacto de San José de Costa Rica. Hasta que uno lee a los abuelos de la historia moderna y descubre que Atenas hizo cosas horribles durante la represión a sus colonias. No obstante, durante siglos existió una imagen de Atenas que nada tiene que ver con la ejecución de todos los adultos varones de cierta colonia que cometió el error de enfrentarla. ¿Para qué sirve “ganar” sino para – entre otras cosas – imponer o tratar de imponer el propio relato o la propia versión del enfrentamiento?
O hilando más fino: ¿qué quiere decir “ganar”? ¿Ganar sólo quiere decir derrotar militarmente al adversario? ¿Deberíamos concluir que los ganadores de las guerras civiles del siglo XIX ni siquiera intentaron imponer o promover su propia versión de aquellos enfrentamientos? Tal vez deberíamos concluir que según los “historiadores profesionales” no hubo ganadores. Todo esto es muy raro.
+ LOS LIBERALES NO EXISTEN
“Los historiadores profesionales vivimos en el engaño” se espanta Romero. Tal vez sí, pero no sería tan grave ni sería para tanto. Está tan enojado… El decreto no dice que “los historiadores profesionales” son una banda de liberales, pero empecemos por “revisar” ese punto.
Romero no dedica ni media línea al tema de si ser liberal es bueno, malo o lo que fuere. Elude o evita el debate ideológico-político (o filosófico, o económico… porque cualquiera que haya estudiado algo acerca del liberalismo descubre que no se sabe bien qué cosa es el liberalismo, si una teoría económica, una filosofía, una doctrina política, una visión del derecho administrativo, una teoría de las instituciones, un conjunto de dogmas más o menos religiosos o qué). Supuesto que para el decreto ser liberal sería algo malo, ¿qué sería ser liberal para Romero?
Pero Romero aclara que hay buenos historiadores, lo cual es absolutamente cierto. Estos buenos historiadores: ¿son liberales? ¿No lo son? ¿Qué son?
A través de una nota editorial el diario La Nación también se preocupa por el asunto del liberalismo. Al igual que los críticos del proyecto resume el pensamiento revisionista como aquel que defiende “el ideario nacional y popular ante el embate liberal y extranjerizante de quienes han sido, desde el principio…” (Etc.)
Ante el estado actual del mundo, colocarse en el papel de los defensores del liberalismo parece una empresa intelectualmente complicada… Siglos atrás el liberalismo hizo un aporte importante cuando Occidente enfrentó a las tradiciones monárquicas, por ejemplo. En los años ’20 y ’30 de este siglo su aporte también fue importante para enfrentar a los llamados totalitarismos. No se le deberían negar algunos rasgos dignos de reconocimiento a la tradición liberal. Pero de ahí a glorificarlo como una religión salvadora resulta un despropósito a la luz de los duros hechos económicos y culturales del mundo en crisis en el que vivimos. Lo único que falta es que en nombre de las diferencias con el kirchnerismo, se le adjudique a la desaparecida URSS la responsabilidad por la crisis económica que abruma a millones de personas en todo el mundo.
+ MI ENEMIGO PREFERIDO
Algunos de quienes salieron a defender la creación del Instituto o a debatir con sus críticos, se preguntan a qué se debe esta “campaña”. Brienza propone que los “cancerberos del conocimiento académico moderno… cierran filas para que no entren en sus pequeños cotos de caza aquellos a los que no les da la talla o simplemente no repiten sus argumentaciones”.
Pestanha enfatiza que los militantes de esta campaña “forman parte de una vasta y machacada tradición de incomprensión y de intolerancia que, en algunas épocas, trasmutó en represión intelectual y física”. Forster se pregunta: “¿Qué privilegios, materiales y discursivos defienden? ¿Qué sistema de legitimaciones y de influencias ven amenazado ante la llegada del instituto o ante la multiplicación de divulgadores de una historia que siempre imaginaron bien protegida por las aduanas de lo académicamente aceptado y respetado?”
Como cierre de un artículo acerca de este mismo tema, el periodista Leonardo Míndez escribió: “Se abrió una nueva etapa en la batalla por el relato, esa gran obsesión kirchnerista”. En realidad, eso es todo… Salvando que no se trata de una obsesión K sino de una tarea que se proponen todos los proyectos políticos con vocación de perdurar. La prosperidad económica de la Alemania unificada no incluye en su relato que todavía no devolvieron ni un dólar del Plan Marshall. Todo proyecto político-económico que se propone perdurar es al mismo tiempo un proyecto cultural o no es. La cultura (en la definición de García Canclini, para dar una referencia) es uno de los espacios protagónicos de la llamada “lucha por el poder”.
Los intelectuales que salieron a enfrentar la creación del Instituto decidieron intervenir en esta “lucha por el poder” a partir de una hipótesis equivocada: creen que el proyecto K los ataca o los excluye, lo cual demuestra que no consiguen reflexionar como historiadores sobre el proyecto K, que a mi modo de ver ni los ataca ni los excluye. Por el contrario, es un proyecto que los precisa y los desea. En términos de “política de alianzas”, el proyecto K no los eligió como adversarios. Son ellos los que eligen al proyecto K como adversario. De donde, en realidad, esta “campaña” promete tener el peor de los desarrollos, porque está sustentada en un equívoco.
En cuanto a las sugerencias “oficialistas” según las cuales estos intelectuales defienden espacios económicos y simbólicos personales… se trata de una pura descalificación personal que mejor ni comentar para no darle entidad. No es una cuestión personal lo que está en debate.
+ HAY MUCHOS RELATOS ÚNICOS
Otro equívoco se desarrolla sobre la base de que este Instituto se propondría imponer una versión oficial y única del relato histórico. Otra desproporción. Tiene razón Brienza cuando señala que “hay academias de Historia, universidades de Historia, institutos de Historia que ya poseen los resortes hegemónicos para contar su propia historia, sus publicaciones, sus editoriales, sus diarios y revistas, sus canales de televisión donde florearse”.
Dejemos de lado los énfasis de Brienza y admitamos al menos lo siguiente: de un lado, que existen varios entes oficiales, privados, mixtos, etc. que funcionan mal que bien desde hace mucho tiempo (y el Dorrego será uno más); del otro, que hasta ahora este gobierno no cerró ningún centro de estudios y/o investigaciones sino todo lo contrario.
Acá no se trata de un gobierno que expropia La Prensa y se la entrega a la CGT, ni de una dictadura que interviene La Opinión y secuestra a su propietario. Sólo se trata de la creación de un modesto instituto estatal en medio de la inmensa estructura educativa de nuestro país. Comparado con el CONICET este Instituto es apenas un gas en la tormenta. Grave sería que el gobierno desfinancie al CONICET o que le mande inspectores de la AFIP a CLACSO o que Moreno se ponga a analizar la estructura de costos de la Universidad Católica… En fin, grave sería que el gobierno K la semana que viene estatice toda la estructura educacional del país, como hace poco hizo con las AFJP. Y ante el argumento de que ésta sería la primera parte de una perversa campaña de estatización y kirchnerización del ambiente cultural-educativo, deberíamos recordar que los K gobiernan desde hace unos cuántos años.
Dicen Svampa, Tarcus y otros que “un Estado democrático no debería suscribir escuelas historiográficas, ni artísticas ni filosóficas, sino ser el garante de la pluralidad de todas ellas; la suerte de estas escuelas o corrientes se debe jugar en el campo específico de la historia, del arte o de la filosofía, con sus propias reglas de juego: las de la producción, la creación y del libre debate, sin la menor interferencia del poder estatal”.
La experiencia muestra que el excelente centro que encabeza Tarcus, el CEDINCI, no sólo recibe el apoyo de organizaciones privadas; además funciona en una casa cedida por el Estado porteño y recibe diverso tipo de auxilios y/o subsidios de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, Ministerio de Ciencia y Técnica de la Nación , Secretaría de Cultura de la Nación y Fondo Metropolitano de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, como honestamente publica en su página web oficial. O sea que el Estado apoya a un centro de estudios especializado en la cultura de izquierdas. Eso por supuesto no significa adherir a una “escuela historiográfica”, pero en cambio significa que la pluralidad ideológica no parece estar en crisis, al menos en el terreno de la investigación histórica.
Este grupo de historiadores reclama que la suerte de las escuelas de la historia, el arte o la filosofía debería desarrollarse sin la menor interferencia del poder estatal, según sus propias reglas del juego. Este sería un debate apasionante y complejo. Desde el más brutal pragmatismo se podría comenzar por señalar que eso nunca fue así, al menos en nuestro país. El reclamo está planteado en el terreno de los principios, del deber ser, que no en el terreno de la experiencia histórica real.
Se postula que el Estado no debería hacer estas intervenciones en el terreno de “la historia, el arte o la filosofía” y la primera pregunta es: ¿por qué no dicen en el terreno de la cultura? ¿Acaso estas tres actividades no son protagonistas de lo cultural? ¿Deberíamos imaginar la cultura por un lado y estas tres actividades por el otro? Porque, hasta donde uno puede inferir, estos historiadores no estarían en contra de que el Estado tenga políticas culturales activas.
De otro parte, no consigo imaginar cuáles serían las “propias reglas del juego: las de la producción, la creación y del libre debate, sin la menor interferencia del poder estatal”. ¿Sin la menor interferencia del poder estatal? Esto se parece mucho a que es lo mismo producir acero o caramelos.
+ UNA CUESTIÓN DE MERCADO
Los defensores del Instituto aportan su propia cuota de confusión. Afirmó Brienza que “el Estado no elige una sola visión, garantiza que hay una visión que no estaba presente hasta ahora. Ni el Instituto Sanmartiniano, ni el Belgraniano, ni las universidades tienen una marca revisionista; por lo tanto, la presidenta no hizo otra cosa que ampliar la oferta de investigación histórica, democratizarla”.
Verdad a medias. En Svampa, Tarcus y otros se sostiene que, como afirmó Tulio Halperin Donghi, “en la sociedad triunfó un “sentido común revisionista”, un hecho que se materializó en autores que hoy son los best sellers y mandarines del mercado editorial en el campo de la divulgación de la historia”. Más allá de la descalificación (“mandarines”), lo cierto es que las librerías y el mercado editorial demuestran que en la actualidad el “revisionismo” ha vuelto a tener una significativa presencia.
El revisionismo va y viene. Como no es una corriente intelectual dominante, y como es muy heterogéneo, su presencia cultural tiene relación directa con las coyunturas políticas. La actual es una coyuntura propicia para esta corriente, con o sin Instituto.
+ UNA AUDITORÍA DE HISTORIADORES
Algún revisionismo sigue siendo necesario. Los primeros a revisar son los textos de algunos de estos encolerizados intelectuales, que incurren en errores y/o en manipulaciones en sus artículos. A veces, en nombre de la urgencia y de la falta de espacio, el texto periodístico obliga a simplificaciones que deben ser contempladas, pero no se trata de eso.
Dice Sarlo, por ejemplo: “Los revisionistas de los años 20 eran hombres de derecha y lamentaron que Uriburu, después del golpe de 1930, no los empleara como consejeros. Con el paso de décadas surgió un revisionismo antiimperialista y de izquierda, con otro gran escritor, Jorge Abelardo Ramos (inspirador del joven estudiante Ernesto Laclau), que influyó en la insurgencia juvenil de los años sesenta y setenta”. Esto no es un caso de apuro o falta de espacio. Sencillamente está mal. Y encima es manipulatorio, en sentido que los psicoanalistas hablan de “psicopateadas”.
Vamos por partes. Antes de los años 20 hubo revisionistas y bien conocidos, aunque todavía no recibían ese nombre – como Adolfo Saldías, que falleció en 1914… En 1906 se publicó el Quiroga de David Peña y seis años después un texto fundamental, frecuentado por los “historiadores profesionales” pero poco conocido por el público no especializado: Estudio sobre las guerras civiles argentinas de Juan Álvarez, que desde una óptica liberal revisó las propuestas historiográficas entonces de moda, poniendo los factores económicos más o menos en su lugar. Álvarez fue un liberal revisionista. Hay más ejemplos.
Y lo que es peor, los años ’20 de Sarlo no son especialmente fecundos en obras revisionistas. La producción revisionista, en cambio, se intensifica a partir de mediados de los años ’30, en relación más o menos directa con la llamada “década infame”, el Pacto Roca-Runcimann, etc. y el crecimiento de fuerzas nacionalistas (algunas católicas, otras no tanto; algunas totalitarias, otras no; porque los nacionalismos en nuestro país fueron y son variados y contradictorios).
Sigamos. De los años ’20 mal caracterizados Sarlo salta (“décadas después”) a Jorge Abelardo Ramos, con lo cual se saltea a Manuel Gálvez, Scalabrini Ortiz, los hermanos Irazusta, Ernesto Palacio, la primera parte de la obra de José María Rosa, etc. Lo trata de “gran escritor”, pero no de “historiador”. Y entonces cae en la chicana pequeña y afirma que el Colorado Ramos fue “inspirador” de Ernesto Laclau, que como es sabido, apoya al gobierno kirchnerista. De donde aquel Laclau estudiante no fue inspirado por un “historiador” sino por un “escritor” y hoy apoya a Cristina… (Recordemos que los académicos del Instituto no serían historiadores sino escritores de mercado).
Sigamos un poco más. No dice Sarlo que el revisionismo fue un movimiento de derecha sino algo nuevamente manipulatorio. En la mitología sarlista el revisionismo era de derecha y décadas después surgió su versión “antiimperialista y de izquierda” (¿los revisionistas de derecha desaparecieron?), de tal modo que esta corriente intelectual queda como un joven de Tacuara, que al principio tiraba bombas de alquitrán contra las sinagogas, y tiempo después se volvió militante revolucionario. Es la insinuación perfecta para los lectores de La Nación, que escriben monstruosidades en los foros al pie de los artículos. (Es cierto que hubo quienes hicieron un periplo parecido, pero es un despropósito hacer una analogía entre la biografía de algunos fundadores de Montoneros con el desarrollo de una corriente historiográfica).
Algo más: afirma que Ramos influyó sobre la “insurgencia juvenil de los años sesenta y setenta”, de donde el revisionismo (ahora reivindicado por el gobierno) influye sobre los jóvenes insurgentes, que hoy ¿serían La Cámpora? Esta mitología elaborada por Sarlo sugiere, en resumen, que la creación del Instituto Dorrego demuestra que el proyecto K consiste en ir de la derecha a la insurgencia setentista. “Finalmente, resume Sarlo, los revisionistas desdeñados por Uriburu en 1930 podrían festejar, desde el paraíso, que el gobierno kirchnerista adopte a su descendencia…” Esta mitología es tan pueril que al final implica que Jorge Abelardo Ramos fue más importante para la “insurgencia” de los 60 y 70 que el propio Che Guevara…
Y de esta manera la mitología de Sarlo coincide con una de las conclusiones de Fraga, el cual asegura que “cuando a comienzos de los años 60 grupos juveniles nacionalistas de corte antisemita, tomando el nombre de Tacuara, se presentaron como la continuación de las montoneras, esto derivó en situaciones de violencia de diverso tipo, que están en el origen de la que vivió el país en los años 70, cuando a su vez el nombre de Montoneros fue utilizado por la organización guerrillera más importante que actuó en esos años”. No deja de ser sorprendente que tanto Sarlo como Fraga coincidan en que detrás de la creación del Instituto Dorrego se agazapa la versión Twitera de los Montoneros. El próximo paso de esta mitología consistiría en asegurar que el Ministro Sileoni se propone modificar los planes de estudio de la escuela primaria: los nuevos textos escolares sustituirán “Evita me ama” por “Néstor nos mira desde el cielo”. ¿No les parece que están exagerando un poco?
+ LA GENTE COMO UNO
Dice Luis Alberto Romero: “A mediados del siglo XIX, Wagner recurrió al mito y a la épica, pero sus óperas se representaban en los teatros; en las universidades estaban los historiadores tan notables como Mommsen”.
Romero, historiador, apaga la luz con un párrafo culto y erudito en las páginas de un diario fundado por otro historiador (Mitre) pero dirigido a todo público. ¿A quién le escribe Romero en esa frase? ¿Cuál es el lector imaginado? ¿El lector promedio de La Nación? ¿Existe tal lector “promedio”? Considerando el hermetismo de la oración, parecería que Romero se dirige – como decía Landrú en Tía Vicenta – a la “gente como uno” (GCU), que serían ciertos intelectuales, especialmente “historiadores profesionales”. Porque lo de Wagner, vaya y pase, es bastante conocido. Pero lo de Mommsen… eso ya es otra cosa – no sólo porque se trata de un apellido mucho menos famoso, seguramente desconocido para el “lector promedio” del diario. Además, porque no aclara a cuál Mommsen se refiere. Porque “Mommsen” no designa a un historiador sino a una familia de historiadores: el viejo Christian (1813-1903), su nieto Wilhelm (1892-1966) y los hijos de éste, los mellizos Wolfang y Hans.
Wilhelm no fue un autor destacado, pero tanto Christian (autor de una extraordinaria Historia de Roma y Premio Nobel en 1902) como sus bisnietos (protagonistas de importantes polémicas historiográficas del siglo XX) son historiadores merecidamente célebres. Teniendo en cuenta los tiempos verbales del párrafo, suponemos que Romero se refiere a Christian Mommsen, el contemporáneo de Wagner. En tal caso, la idea sería así de sencilla: Wagner (los artistas) en el teatro; Mommsen (los historiadores) en la universidad. Pero hay algo que no queda claro: Mommsen/los historiadores son, en el presente, José Luis Romero (o aquellos a quienes llamaría los “historiadores profesionales”). Pero en el presente ¿quiénes son los Wagner? Romero no aclara si se refiere a Fito Páez o a Felipe Pigna. Uno de los dos debería limitarse a trabajar en los teatros. Pero con Wagner hay un problema. Veamos.
+ BUENOS Y MALOS
Los textos de Romero y Sarlo tienen cosas en común. Por ejemplo, ambos decidieron mencionar al artista alemán Richard Wagner. En su síntesis del pensamiento revisionista, Sarlo afirma: “su versión del pasado es simple, con malos y buenos, elites y masas, pueblos y oligarquías enfrentados en una wagneriana guerra prolongada”. Como vimos, Romero usó a Wagner para armar su cuadro comparativo entre artistas y científicos.
Como hablamos de textos escritos por intelectuales con formación académica, no deberíamos aceptar que la elección de Wagner es azarosa, inocente o producto de una asociación no significativa. Richard Wagner está acusado de antisemita y de haber sido fuente de inspiración de Hitler, el cual lo escuchaba con frecuencia y sostenía que su música era la música nacional alemana. Inclusive se sostiene que algunas de sus obras se propagaban en los campos de exterminio nazis. Más allá de las polémicas en torno al artista alemán (algunas corrientes no coinciden con aquellas acusaciones), más allá de que efectivamente escribió textos antisemitas, el hecho es que Sarlo y Romero eligieron a Wagner para acicalar sus textos sobre una decisión del gobierno. Con tantos artistas a su disposición, eligieron justo a uno que le gustaba a Hitler para opinar sobre un decreto de Cristina Kirchner.
+ EVITA ME AMA
Otra falacia atraviesa el debate. Por decirlo así, el mito del eterno retorno. Los críticos del Instituto temen que la historia vuelva a repetirse. “¿Sospechan que nos adentramos en un tiempo de oscuridades y neobarbarie equivalentes a la que combatió el insigne sanjuanino? ¿Alucinan con la construcción abrumadora de una inquisición estatal dedicada a perseguir historiadores heterodoxos y a quemar herejes mientras se defiende, con la espada más que con la pluma, a Rosas y sus secuaces?… ¿Le temen a la repetición en la historia? Pero ¿a qué repetición?” (Forster).
El fantasma de “Evita me ama” atraviesa la mayoría de estos textos. Me recuerda la crisis del 2001, cuando Raúl Alfonsín (el verdadero) era senador por la minoría. En medio de la sucesión de presidentes peronistas dijo un discurso en el cual expresó, dramáticamente, su preocupación por el retorno a aquellas épocas en las cuales a los niños se los obligaba a usar libros de texto como los del primer peronismo. Recordamos ahora los diez años de aquellos días y hasta donde se puede ver (pasaron Duhalde, Kirchner y estamos en el segundo mandato de una dirigente peronista) no pasó nada de eso. Estos diez años se sucesivos gobiernos peronistas ya son tan extensos como las tres presidencias de Perón. ¿Cuál historia se repite? No puedo olvidar que durante la crisis de la 125 hubo quienes llegaron a decir que el kirchnerismo estaba reorganizando la Triple A. El sentido común, decía un viejo refrán, es el menos común de los sentidos.
No obstante, Svampa, Tarcus y otros formulan un señalamiento que no debería ser desdeñado sino motivo de una honesta mirada crítica. Observan que una función “es detectable tanto en el Partido de la Libertad de Bartolomé Mitre como en el radicalismo y el peronismo históricos: la de restar legitimidad a todo aquel que no está dentro de sus fronteras”.
FUENTES:
+ Romero, Luis Alberto: “El Estado impone su propia épica”. La Nación: 30.11.2011.
+ Sarlo, Beatriz: “Puede ser arcaico o puede ser peligroso”. La Nación: 28.11.2011.
+ Brienza, Hernán: “Contra los patovicas culturales”. Tiempo Argentino: 29.11.11.
+ Pestaña, Francisco. La Nota Digital: 30.11.11.
+ Forster, Ricardo: “Los indignados y el combate por la historia”. El Argentino: 8.12.11.
+ Chumbita, Hugo: “El instituto revisionista”. Miradas al Sur: 11.12.11.
+ Maristella Svampa, Vera Carnovale, Martín Bergel y Horacio Tarcus: “Las fronteras”. Miradas al Sur: 11.12.11.
+ Tenenbau, Ernesto: “La historia oficial (y la otra)”. El Argentino: 8.12.11.
+ Follari, Roberto: “Académicos contra el pluralismo”. Página 12: 14.12.11.
+ Terragno, Rodolfo: “Revivir enfrentamientos no es hacer historia”. Clarín: 11.12.11.
+ Romero, Luis Alberto: “La unidad del discurso está en marcha”. Clarín: 11.12.11.
+ Zaffore, Carlos: “Manipular la historia nunca es inocente”. Clarín: 13.12.11.
+ Lorenza, Federico: “La que pierde es la enseñanza de la historia”. Clarín: 10.12.11.
+ O’Donnell, Pacho: “Contra la visión oligárquica y antipopular”. Clarín. 5.12.11.
+ Quevedo, Luis Alberto: “Los lenguajes del pasado”. Página 12: 5.12.11.
+ Jitrik, Noé: “Instituto, ¡oh!” Página 12: 6.12.11.
+ Fraga, Rosendo: “La historia como síntesis nacional”. La Nación: 10.12.11.
+ Grondona, Mariano: “La batalla cultural ¿ha llegado hasta la historia argentina?” La Nación: 4.12.11.
+ “Nota editorial”. La Nación: 1.12.11.
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