El 13 de diciembre de 1828 moría fusilado, en los campos de Navarro, provincia de Buenos Aires, el hasta entonces jefe del Partido Federal, Manuel Dorrego.
Había sido elegido gobernador de Buenos Aires durante un período difícil de nuestra historia. Como encargado de las relaciones exteriores de la totalidad de las Provincias Unidas (por delegación de los gobiernos de los otros estados de la futura República Argentina), le tocó la penosa tarea de tener que firmar el tratado de paz con el Imperio de Brasil, documento que en realidad había sido, en cuanto a su contenido, obra intelectual del renunciante presidente Bernardino Rivadavia, volcado al papel por su ministro de Relaciones Exteriores, Manuel García.
Fue a Dorrego a quien le tocó “poner la cara” y tratar de enmendar los desarreglos e ineptitudes de otros.
Victoria militar, derrota diplomática
Para entender el fusilamiento del caudillo federal y su posterior intento de aprovechamiento político como escarmiento contra el resto de los caudillos provinciales, hay que retrotraerse brevemente a la guerra entre nuestro país y el Brasil. Tras ella, lamentablemente, sucedió lo que otras tantas veces a lo largo de la historia argentina: nuestra diplomacia, atada a las luchas civiles, expresión de facción antes que genuina ejecutora del interés nacional, fue incapaz de plasmar en los tratados el triunfo de nuestras armas en los distintos escenarios bélicos, sea en la batalla de Ituzaingó o en la de Juncal, para dar sólo algunos nombres.
Lo cierto es que Rivadavia decidió terminar la guerra exterior cuanto antes y a cualquier precio (tal como decían las instrucciones a su ministro de Exteriores) para así poder disponer de las fuerzas combatientes, en su mayoría experimentados veteranos de las guerras por la independencia, pero direccionándolas contra las provincias.
Se preguntará el lector por qué existía un enfrentamiento entre Rivadavia y el grupo unitario cuyo pensamiento representaba, por un lado, y los federales tanto provincianos como porteños, por el otro. Es que ambas facciones expresaban dos modelos distintos no sólo de país y sociedad sino de cultura y de valores. La última prueba de la incompatibilidad entre ellas había sido el rechazo unánime de todas las provincias al texto dela Constituciónunitaria de 1826, texto en base al cual don Bernardino había sido elegido “presidente”, título, por lo demás, muy cuestionable y de dudosa legitimidad.
Cuando se conoció el tratado de paz con el Brasil, que significó una humillación para nuestro país y por el que además perdíamos definitivamentela Banda Orientaldel Uruguay, estalló el escándalo. Rivadavia tuvo que renunciar, y sin embargo, quien pagaría los platos rotos sería Dorrego. Al ir regresando las tropas que habían combatido y a las que se adeudaban varios sueldos, bastaría una mecha para iniciar el incendio.
La espada sin cabeza
El 1º de diciembre de 1828 el general Juan Lavalle, secundado por miembros del partido unitario, ocupó con sus tropasla Plazade Mayo y sus adyacencias. Dorrego, entonces, salió de la ciudad rumbo al campo en un intento por coordinar una acción conjunta con el apoyo del gobernador de Santa Fe, Estanislao López, pero le fue imposible, ya que fue hecho prisionero cerca de Navarro.
La vida del líder del partido federal dependía de Lavalle. Se sabe que Brown y Díaz Vélez, entre otros, intercedieron para pedir por su liberación. Pero también se conoce que otros, confabulados y actuando en las sombras, pidieron la cabeza del depuesto caudillo. Y la obtuvieron, cubriéndose con la sangre del vencido e inaugurando un ciclo cruel en nuestra historia política. Salvador María del Carril, miembro destacado del grupo rivadaviano, escribió a Lavalle una carta (sin firma) expresándole que “el partido de Dorrego se compone de la canalla más desesperada” instándolo al fusilamiento. Florencio Varela pidió también su ejecución.
Dorrego fue conducido al campamento de Lavalle, quien se negó a recibirlo y le hizo comunicar que sería ejecutado. El prisionero tuvo sólo el tiempo necesario para escribir tres cartas, a su esposa e hijas, a su hermano y a Estanislao López a quien encarecidamente pedirá que su muerte no diera lugar a venganzas. Esto último es ejemplo de la diferente escala de valores que caracterizaría a unos y otros en aquellas luchas. Se confesó con un sacerdote, y a las tres de la tarde del 13 de diciembre fue fusilado. Años más tarde sus restos serían llevados con honras fúnebres y acompañamiento popular hasta el panteón familiar enLa Recoleta, donde descansan hasta el presente.
Hubo regocijo en la clase “decente” porteña. Nuevamente, muchos escribieron felicitando a Lavalle, quien pese al pedido de los remitentes, conservó las cartas escritas por Carril y Varela. Muchos años después aparecieron junto a los papeles de Lavalle y el historiador Ángel Carranza las publicaría enLa Naciónen 1881. Posteriormente se caracterizaría a Lavalle como una “espada sin cabeza” por sus notable valor y coraje en el campo de batalla, pero su personalidad influenciable por parte de los miembros del partido unitario.
El suceso que recordamos merece estar siempre en nuestra memoria colectiva, no sólo por haber coronado un complot para atentar contra las autoridades legítimamente constituidas, sino por haber generado un clima de violencia que se incrementaría en los años posteriores y que suponía la lógica de la supresión física del circunstancial oponente.
Abogado. Docente de la cátedra de Historia Constitucional Argentina de la Facultad de Derecho de la UNR.
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