El desconcierto de Alberdi.
(7/1/2020)
El “hombre estatua” de Condillac o “el hombre salvaje” de Rousseau – entre otros tantos textos de la época – no solamente alimentaron cierta compulsión imitativa en conspicuos integrantes de la generación de 1837. Marcaron además – hacia el futuro – una cosmovisión individualista que perdura resignificada y que constituye aún toda una corriente intelectual y cultural en nuestro país.
En aquellos tiempos, pocos advirtieron que el romanticismo no se limitaba a una ruptura con la métrica literaria clásica o al ejercicio de ciertas prácticas refinadas y aristocratizantes que incluían vestiduras a la “moda”, sino muy por el contrario, a una crítica epistemológica que descargaba poderosas municiones contra aquél individualismo profético señalando que el humano “no era un ser aislado”.
El versátil Juan B. Alberdi fue quién intentó con mayor sagacidad adaptar críticamente a nuestra realidad la obra de Lerminier exponente francés de un historicismo que a partir Savigny daba cuenta de la existencia de un “espíritu del del pueblo” que se manifestaba a través del derecho, la filosofía, las artes, las letras, la política, etc. La influencia de Lerminier en Alberdi será consagrada en su “Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho”, texto que, llamativamente, suele ser excluido de las fragmentarias referencias bibliográficas escolares que conciernen al pensador tucumano.
Imaginemos a nuestros estudiantes analizando reflexiones como las siguientes: Una nación no es una nación, sino por la conciencia profunda y reflexiva de los elementos que la constituyen. (…) Un pueblo es civilizado únicamente cuando se basta a sí mismo, cuando posee la teoría y la fórmula de su vida, la ley de su desarrollo. Luego no es independiente, sino cuando es civilizado (…) Es pues ya tiempo de comenzar la conquista de una conciencia nacional, por la aplicación de nuestra razón naciente, a todas fases de nuestra vida nacional” o “Las verdaderas revoluciones (…) Son invencibles, porque son populares: sólo el pueblo es legítimo revolucionario: lo que el pueblo no pide, no es necesario. Preguntad al pueblo, a las masas si quieren revolución. Os dirán que si la quisiesen, la habrían hecho ya. (…) Respetemos al pueblo, venerémosle: interroguemos sus exigencias, y no procedamos sino con arreglo a sus respuestas. No le profanemos tomando por él, lo que no es él.”
Ese Alberdi (autor de las Bases) que indudablemente en su fragmento propone una perspectiva orgánica y humanista de la comunidad “con imaginable desconcierto” al decir de José María Rosa,fue descubriendo, a partir de la comprensión del historicismo, al pueblo concreto. No obstante ellos resulta factible que tal desconcierto no pudo constituirse fuerza suficiente para que Juan Bautista pudiera abandonar definitivamente esa apremiante obsesión por “perfeccionar” y hasta sustituir nuestra herencia histórico cultural, aspiración compartida aún hoy por ciertos intelectuales que entre el sobaco ilustrado y la pata al suelo, continúan optando por el primero.
Alberdi y el monstruo.
8/1/2020
Continuando con ciertas líneas reflexivas sobre el itinerario de Juan Bautista Alberdi no cabe duda que la influencia historicista de Savigny a través de Lerminier, en especial, de su Filosofía del Derecho editada en 1831, insufló en el tucumano nuevos aires. El pensar desde lo particular hacia lo universal trastocó en él ese liberalismo de cuño iluminista que “deslumbraba” esencialmente a la juventud portuaria.
Fue la filosofía historicista la que permitió Juan Bautista construir paulatinamente una perspectiva que lo acercó a comprensión de lo propio como punto de partida y a sostener en consecuencia que “Cada pueblo, pues, tiene y debe tener su civilización propia que ha de tomar de la combinación de la ley universal del desenvolvimiento humano, con sus condiciones individuales de tiempo y espacio”.
No cabe duda además que dicha perspectiva inyectará nuestro autor el germen de una tensión permanente entre el imperio de la razón y la realidad vivificada, apartándolo en ocasiones de esa tendencia imitativa que – la historia enseña – culmina necesariamente en frustraciones y odios insondables. Sostendrá de esta forma Alberdi que “continuar la vida principiada en mayo (1810), no es hacer lo que hacen Francia o los Estados Unidos, sino lo que nos manda la doble ley de nuestra edad y nuestro suelo”
Dicha tensión,comprensible en un pensador de su época, lo llevará en ciertas oportunidades – pasión en mano – a desechar lo principal por lo accesorio, lo esencial por lo formal y aunque indudablemente comprendió como pocos la tirantez existencial entre la metrópoli puerto privilegiada y el interior relegado, su contribución al derrocamiento de Juan Manuel de Rosas constituyó – a nuestro entender – un yerro capital en su perspectiva histórica.
Sin embargo, la misma realidad efectiva que nutrió parcialmente sus percepciones y su tránsito político e intelectual lo indujo a que, en el marco de una reunión diplomática, se entrelazase con el otrora monstruoso restaurador para quien cabía una única sentencia: La muerte.
Y así, simplemente, el devenir asignó al pensador norteño un inesperado rol: el de custodio y escudero de su antiguo archienemigo. El general Rosas escribirá “confinado en Southampton, no comprende cómo habiendo servido tantos años y con tanto aplauso de la América, es perseguido como un malvado por el gobierno de su país. La cosa es clara. Son los intereses y las personas que él contrarió o atacó las que lo persiguen, no su país. Como esas personas están a la cabeza del país, toman su nombre para vengarse, como en otro tiempo lo tomaban para quejarse y defenderse. El país es atacado, decían ellos, cuando eran ellos los atacados. Hoy dicen: El país se venga y castiga, cuando son ellos los que castigan y se vengan”.
Posteriormente en carta dirigida a Rosas en el exilio sentenciará: “El ejemplo de moderación y dignidad que está dando a nuestra América, despedazada por la anarquía, es para mí, una prenda segura de que le esperan días más felices que los actuales”.
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