Ecos de la América mítica de Rodolfo Kusch
Por Esteban Lerardo
Rodolfo Kusch se sumergió en el mundo del simbolismo incaico. Intentó comprender la religiosidad quechua como una sustantiva cosmovisión. Aquí nos adentramos sólo en algunos pliegues de esta interpretación. El artículo es fundamentalmente exegético, pero con una tendencia poética. Fue escrito originalmente para su edición en la Revista Diaporias, publicación de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.
Y, a pesar de todo, el hombre persiste en su condición biológica de mamífero. Es animal que piensa. Arde en tejidos de signos y palabras. Se mueve con los molinos de su conciencia. Y nada en océanos de historia, en la dispersión de objetos y creencias particulares.
Y niega.
Niega el origen animal de su cuerpo; niega el temor frente a una realidad extraña previa a sus pisadas. El Occidente burgués es la falsa religión que sustituye lo real incomprensible por la certeza de la creación de objetos, manufacturas redituables que ruedan en mercados, y sujetos o “ciudadanos” que devienen seres funcionales y cosificados. El imperium de la filosofía burguesa que se inicia con el origen de los primeros burgos o ciudades-mercados medievales resume en sí la casi completa variedad calidoscopica de la violencia. La violencia de su usurpación del tiempo y el cuerpo; el alud violento del mercado que ignora el hervor vital del aire, el fuego, el cielo y la tierra; la violencia que niega las condiciones sociales para la cristalización de una libertad real.
En contraposición a lo europeo burgués, lo indígena sabe de un mundo previo a los rigores coactivos del mercado y el capital.
El pensador argentino Rodolfo Kusch también lo sabe (1). Y camina entre coros ásperos de viento en el norte, en el altiplano peruano, o en las provincias argentinas de Salta y Jujuy. Allí, el caminar que se hunde en el suelo árido, es pensar de una impregnación; un pensar de collares de conceptos de origen europeo que ahora admiten sutiles hendiduras por donde fluya la savia de una cosmovisión arcaica, pre-moderna. Kusch aleja de sí los collares de categorías barnizadas por la filosofía occidental (desde Platón y Aristóteles hasta Hegel y Kant; desde Plotino y los estoicos hasta Heidegger y Marx), y los sumerge en el torrente húmedo del pensar aymará, quechua, inca. En su América Profunda, el pensador, con antelación a su condición de sujeto discursivo, es emoción y empatía, es intelecto que se arroja. Arrojo o salto de la intelectualidad no hacia una nueva cima del logos, sino duro salto descendente, caída hacia un extraño cauce, lecho, hondura, no europea.
En un momento esencial de su salto al lecho incaico, Kusch acomete la recuperación de un documento-diamante olvidado, soterrado en el flujo histórico. Exhuma o rescata, a la manera del historiador-archivista foucoltiano. El autor de La Historia de la locura (2) rescata documentos u obras antes excluidas de la memoria histórica. Recupera La nave de los locos, obra que expresa, como una diáfana epifanía, el sentido del ser loco en el Renacimiento. Kusch cristaliza un movimiento semejante al auscultar el manuscrito del indio Juan Santa Cruz Pachacuti yamqui Salcamayhua (3). El inca olvidado transcribe himnos al dios Viracocha y plasma un dibujo que oficia de visual síntesis simbólica del universo incaico. En un himno que destina al papel, el Yamqui (y también Guaman Poman y Cristóbal Molina), afirma que el mundo es un “hervidero espantoso” (manchay ttemyocpa), opuesto al Viracocha que es grande (hatun), el señor (apu), el superior y primero (caylla). Viracocha ordena el mundo a través de un emisario: Wiracochan o Tunupa. La divinidad se mantiene alejada del mundo y sus tendencias caóticas. La creación de la divinidad incaica no es plena emanación del espacio de lo viviente sino una donación o transferencia de sentido al círculo (muyu) de la existencia. Así, “crear el mundo es, en verdad, darle sentido. El mundo no existe mientras sea un puro caos…Recién cuando el dios marcha sobre el mundo éste es creado porque adquiere sentido y, ante todo, un significado y una utilidad” (4).
El dios que otorga sentido pero que no se confunde con el mundo ordenado es “el sol del sol”. Invocar a ese dios, a la vez retirado y ausente y presencia que ordena, exige que el hombre incaico lo invoque a fin de conjurar su posible ira, su potencia destructiva. La tormenta de la destrucción divina puede rugir como terremoto, sequía, inundación, aludes y enfermedades. El miedo visceral, la profunda angustia ante el enojo arrasador que se despeña desde lo alto, impele al inca a rogar la riqueza y fertilidad del dios mediante el ayuno, la oración y el rito. Viracocha es el fundamentalmente rico (ficci capac); es el que puede obsequiar la abundancia del fruto, para que éste luego se distribuya por igual en el tejido de la comunidad y de una economía de amparo (5). El rico dios también protegerá la salud del varón y la mujer y el poder creador de la cópula pues la divinidad es varón y mujer (cay cari cachon cay warmi cachon).
Pero la riqueza del dios dual, andrógino, no promete o dona al hombre un ser de plenitud, siempre disponible, una fuente que obra una constante florecer del árbol de la vida. Por el contrario, en el mundo de abajo, en el cay pacha, la divinidad nunca es eclosión de una eternidad de promisión. Lo eterno en quechua es huiñay pacha, la eternidad como crecimiento, no como luminosa radiación continua. La eternidad que crece alude aquí a un inevitable decrecer, gastarse, consumirse, como “se gasta la virtud mágica de que se cargan los santos haciéndoles escuchar misa, se gasta al alma humana con las vicisitudes de la vida, y hasta se gasta la persona buena haciendo obras buenas” (6). El continuo gastarse de la vida y de la propia eternidad divina que vivifica crean una continua actitud ritual, una persistente veneración e invocación al dios para que éste propicie un nuevo crecimiento y abundancia de los frutos.
En este universo arcaico la vida es acecho del caos y la ira y peligro del desgaste. Pero también es certeza de un dios ordenador y regenerador. Esta experiencia vital configura lo que Kusch llama el estar (cay) incaico. (7)
El estar es una actitud existencial por la que el inca permanece próximo a la ebullición divina de la realidad. Nunca olvida la posible ira del dios, y tampoco nunca decrece su confianza en el conjuro y las fuerzas mágicas. El estar del quechua es, a un mismo tiempo, abertura a la impronta sacra de la materia, a la secreta voluntad divina que anida en cada fibra del tiempo, al mito como epifanía o revelación narrativa de los orígenes de la vida y como generador de un modelo ético que enseña la acción correcta para permanecer dentro de un orden sagrado. Por el contrario, el europeo se abroquela, encierra, en lo ficcional y sustitutivo. El sujeto de la modernidad racionalista no resuena ya dentro del magma sacro y primario del existir. En el Occidente moderno lo real es imagen mental de un sujeto técnico y racional proyectada sobre las cosas. El burgués occidental respira el pathos del ser alguien. El ser alguien es construcción sobre un vacío inicial (libre de un meta-ser divino anterior al humano); el ser alguien es actitud de expansión y control del espacio. Esta fuerza dominadora se expresa mediante la producción de objetos que aferrar, atesorar, manipular. La plasmación del ser alguien demanda la erección de las murallas de la ciudad. La vasta urbe moderna como forma de negación y escape del miedo originario que suscita en el mamífero que piensa las potencias desmesuradas e incontrolables de la naturaleza.
La ciudad es el gran refugio. Es la fortaleza de almenas radiantes donde no se perciben las texturas turbulentas y misteriosas del espacio.
En su anhelo de ser alguien, el mamífero occidental niega el espacio como fuerza sagrada. Lo extenso, lo espacial es así un “lugar vacío donde conversamos y convivimos con los vecinos, para lo cual ponemos muebles, o sea, las cosas que hemos creado para estar cómodos en el mundo. Y la ciudad crea esa posibilidad, por eso ella es un patio de los objetos “(8).
La urbe es patio de los objetos, es “ciudad-patio”, en la que el hombre occidental abriga “el secreto afán de convertir a todo el espacio que lo rodea en una ciudad total” (9).
La urbe-objeto-patio, a su vez, nace sin rito de fundación, sin deseo de integrar la morada humana a un orden trascendente. Las ciudades americanas se erigen sobre las costas y las llanuras que se muestran sin esquinas en penumbras, sin meandros intransitables. Lo llano puede ser recorrido por el caballo y la rueda; es tierra que el ojo puede apropiarse en un solo acto de la mirada. En cambio, el quechua se agazapa en la meseta, el altiplano, la geografía de estribaciones rocosas, de pliegues montañosos. Territorio de defensa mediante el pucará y de mayor elevación que asegura una mayor proximidad del dios al que se le debe orar (10).
En el mundo antiguo, toda ciudad nace de un rito. Los romanos fundan nuevas ciudades a través de la noción de mundus. La urbe debe nacer abierta, integrada a las fuerzas celestes y telúricas, a las voces protectoras de los antepasados. La ciudad debe poseer un nombre secreto que asegure su filiación o lazo mágico-religioso con un dios benefactor. La ciudad es, al menos en términos ideales, ciudad-altar, casa preñada de cielo y tierra; no ciudad-patio, casa sin mundo de agua y fuego, sin la música de los elementos y los dioses.
La ciudad americana que el europeo construye no respira entonces dentro del cercano aliento del dios. Este modelo de urbe es la consecuencia de lo que Héctor Murena llama “el campamento”(11). Empeñado en su “fiebre del oro”, el conquistador hispano explora, viaja, sojuzga, es mirada atenta, ávida de hallar el fulgor dorado. Es nómada hechizado por el metal salvador. Los primeros europeos en América son un constante desplazarse hacia el oro redentor. Son el no permanecer, con labios implorantes, en la tierra de grietas divinas. El español sólo pasa, roza. Arma y desmonta campamentos. Que exigen rapidez y prescindencia de toda invocación de fuerzas divinas bienhechoras.
La ciudad colonial indiana es heredera del campamento errante de la era de la conquista. La urbe colonial es una consecuencia inevitable de la necesidad de centros de fuerzas políticas y económicas desde los que aprisionar un territorio. La ciudad-campamento mureniana y la ciudad-patio de Kusch esclarecen un mismo ámbito: la existencia del mamífero humano que ignora la naturaleza divina, iracunda, ingobernable, extraña y de espesura enigmática. Que sólo puede ser conjurada.
El Occidente moderno niega el verbo divino de furia y abundancia. Así, por la ciudad, el espacio se ordena y fatalmente se extirpa de zozobra y misterio. Pero la domesticación del espacio necesita también de un imperialismo de la expresión gramatical. Para la mentalidad moderna y europea, lo real sólo es expresable mediante encadenamientos de partículas lingüísticas, de sujetos, verbos y predicados. Lo que es sólo se expresa mediante una cohesión gramatical que requiere la sucesión ordenada de significados. Pero el mundo sagrado del aborigen antecede a toda gramática. Antes de la exigencia de la expresión gramatical, el mundo ya es el bosque embadurnado de sol y viento; el mundo ya es telares versátiles de nubes o cabrilleos de luces de rocas empapadas.
La realidad que es al margen de la cohesión gramatical se expresa no por el juicio o la proposición inteligible sino por el grito o estallido. En La tragedia de Atahualpa, un drama quechua anónimo (12) el padre Valverde entrega una Biblia a Atahualpa. El emperador incaico se la devuelve luego de asegurarle que el libro “no le dice absolutamente nada”. El inca esperaba que el signo del dios nuevo y desconocido fuera igual o superior a los de Viracocha. Por tanto, esperaba que el libro hablara a través de una voz estruendosa, de un sonido explosivo como el trueno. En una percepción arcaica del mundo, lo real se expresa no mediante la cohesión gramatical sino a través de la liberación de fuerzas. Por eso, en muchas mitologías, el trueno es el decir supremo del dios; es expresión plena del ser. Se expresa así la physis por la materia rugiente. Estallidos y resonancias expresan antes que juicios y ordenamientos gramaticales. La no escucha de aquel lenguaje en el mamífero humano de Occidente determina la pérdida de la “prolongación umbilical con la piedra y el árbol” (13). El sujeto de la ciudad-patio sólo habla y dice por la gramática. No entiende ni escucha el estallar de las fuerzas ambientales. Escuchar el dios que estalla en el trueno es saber que el centro humano no puede sustituir el enigmático centro del ser que inventa la tormenta y su rugido.
Y el olvido de las fuerzas del espacio se funde con el olvidar la escucha del misterio del propio cuerpo. No solemos meditar en el cuerpo y su origen no del todo comprendido. Y poco atendemos al vínculo de nuestros órganos con el agua. Olvidamos que buena parte de nuestro ser corpóreo está hecha del elemento agua.
No advertimos que el cuerpo es una voz que estalla y dice. Pero su estallar no es el trueno estentóreo del dios celeste sino el rumor sutil y no percibido del agua que, como elemento mayoritario, compone nuestra biología. Los rumores de lo líquido pueden ser el llamado de sirenas que convocan a meditar en el sentido profundo de la materia y el ser; o pueden ser la caída en la dispersión de la amplitud marina donde el navegante se pierde y olvida. El mar se hace pequeño entonces y el navegante del que hablamos olvida la fuerza sagrada y extraña que vive en las aguas del gran océano. Del gran mar que, muchas veces, se manifiesta como olas furiosas, como potencia feroz. La ciudad-patio es el pequeño mar, es el agua que olvida el misterio del cuerpo. Del cuerpo que es agua. Agua semejante a la del gran mar donde viven la ira y plenitud de algún dios.
Y ya es el momento de escuchar el rumor extraño de mi propia agua. Agua encerrada en sangre y huesos. Es hora de abandonar el consuelo del discurso y la explicación y acompañar al hacedor de la América Profunda por un camino, en el norte. Camino de tierra agrietada y viento. Y pensar con el ritmo de cada huella y desde los pulmones y la piel saturada del aire que siempre viaja y sopla.
Un farol de llamas paradójicas, que es voz y fuego, trepida en la lejanía. Y lentamente, aparecen las almas indígenas que piensan, invocan y veneran. Respiran también en este paraje de sequedad y grietas. Y con el agua de nuestros cuerpos le confesamos al viento que silba: ¡Qué lejana está la llama que es voz y fuego”.
“Por eso, ya sea tiempo quizá de acercarnos”, me susurra luego el pensador de la América profunda.
Citas:
(1) Gunter Rodolfo Kusch nació en la ciudad de Buenos Aires el 25 de junio de 1922. Completó sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires en 1948. Desde temprano, abocó sus estudios a los problemas de los aborígenes americanos, tema al que consagró su existencia. Sus últimos años transcurrieron en Maimará, en el norte argentino, donde abandonó este tiempo el 30 de septiembre de 1979. Actualmente se hallan editadas sus obras completas: Rodolfo Kusch, Obras completas, Editorial Fundación Ross, Tomo I y II, Rosario, 2000.
(2) Ver Michel Foucault, Historia de la locura, V1, México, F.C.E.
(3) En el 1600 el padre de Ávila dio con el yamqui en Cacha, al sur de Cuzco. Por razones no del todo determinadas, Ávila le pidió al indio un manuscrito. En este escrito el inca traza un esquema del templo de Coricancha y plasma un mundo atravesado por un hondo temor a lo divino. Fue publicado por Jiménez de la Espada con el título de “Relaciones de antigüedades de este Reyno del Perú”, en Tres relaciones de antigüedades peruanas, Madrid, 1879.
(4) Rodolfo Kusch, América profunda, Buenos Aires, Ed. Biblos, p.45.
(5) La economía de amparo incaica se sostiene el principio de la distribución de alimentos; propensión ésta al bienestar colectivo que contrasta con la “economía del desamparo” propia de las sociedades capitalistas. Ver R. Kusch, op.cit., pp. 138-140.
(6) R. Kusch, op.cit., p.147.
(7) Ver Ibid., “Definición del mero estar”, pp.84-99.
(8) Ver Ibid., pp.112-115.
(9) Ibid., pp.114-115
(10) Ibid., pp.140-143.
(11) Ver la obra del gran ensayista argentino Héctor Murena: El nombre secreto y otros ensayos, Caracas, Monte Ávila Editores, 1979. También recomendamos La metáfora y lo sagrado, y Homo atomicus.
(12) R. Kusch, op.cit., p.96.
(13) Ibid., p.114.
Fuente: www.alconet.com.ar/varios/mitologia/leyendas/ecos_de_america_mitica.html
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