Apenas pasadas tres décadas del siglo XX, en pleno corazón porteño; más exactamente en la mítica esquina de Corrientes y Esmeralda; un hombre meditaba acerca de su época, de su momento histórico, y al mismo tiempo trataba de comprender la esencia, la química o la alquimia que componía y daba forma al esteriotipo argentino, empeñándose también hasta la vida misma en dilucidar sus problemas de fondo.
Pero, ¿Qué esperaba? ¿Qué sentía? ¿Qué observaba ese hombre solitario, sentado tal vez en un café de esa esquina de Buenos Aires o de tantas otras?
Tenía él, un nuevo siglo por delante. Un siglo que se perfilaba enigmáticamente efervescente y económicamente deprimido, luego de que el mundo hubiera sufrido esa gran conflagración que temporalmente denominó como la última gran guerra. Sin embargo, nuevos y grises nubarrones se avecinaban por aquellos años, tal vez peores momentos, que los que ya los hombres habían pasado.
Aquel hombre yermo de Corrientes y Esmeralda, sumido en su premonitoria espera, lo percibía, lo palpitaba como el mismo decía. Es que aquel hombre, poseía la sagacidad y la sabiduría necesaria para entender a su entorno y a sus pares, para entender a su grupo local y a sus foráneos. Más esa perspicacia intuitiva y palpitante no le había llegado por designio divino, sino que el mismo la había generado, porque había aprendido. Había aprendido -según sus palabras- del aporte inmigratorio, de esa mezcla razas, y porque no, más simple y burdamente dicho, de ese estofado genético que lo componía en su esencia histórica. Ese hombre de corrientes y esmeralda había aprendido a observar al europeo y al porteño, a diferenciar la concepción de amistad que uno y otro tenían, había aprendido a observar a sus mujeres y a expresar esa necesidad innata de cortejarlas con las palabras del piropo; mientras al mismo tiempo, paradójicamente podía arrancar de sus entrañas el atropello para la conquistarlas.
Ese hombre que estaba solo y esperaba, supo escudriñar en la partícula más intrínseca de su bosque, para descubrir así, el origen de los males que atormentaba y carcomía a su sociedad. Se convirtió en piloto de caóticas tormentas huracanadas cuyos vórtices se originaban en el corazón mismo de Corrientes y Esmeralda. Ese hombre ermitaño accionó y esperó por un cambio social, político y económico que finalmente llegó de la mano de la “muchedumbre innúmera que a él se le asemejaba”, como bien el mismo lo definía. Cambio que aunque temporal por nuestros avatares históricos, produjo transformaciones sin precedentes han dejado una imborrable impronta. Ese hombre supo discernir y diferenciar entre lo que para él era la inteligencia conceptual y las sensaciones. Ese hombre de Corrientes y Esmeralda supo experimentar y comprender que su existencia y origen se difumina en toda la república, obteniendo paulatinamente un sabor regional y latinoamericano, definiéndose como un gigante que sabe hacia dónde va y qué quiere.
Hoy nosotros, mirando hacia atrás y comparando la época que nos toca vivir, podemos también observar que tenemos un nuevo siglo por delante tan enigmático y efervescente, como lo fue para el hombre de Corrientes y Esmeralda.
Si bien las épocas no son las mismas, hay una notoria y gran similitud vivencial, entre el hombre de Corrientes y Esmeralda y nosotros. Sepamos pues, mantener la sabiduría y la sagacidad para entender nuestra época, nuestros problemas, nuestros conflictos y males que hoy nos aquejan, en pos del engrandecimiento latinoamericano y argentino. Sepamos honrar el legado del aquel hombre que estuvo solo y esperó.
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* Darío Oscar García Pérez, es escritor, investigador, autor del libro “Vivir el Pre Bicentenario (historia, ensayos y reflexiones radiales) y miembro de número del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico e Iberoamericano “Manuel Dorrego”.
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