EL MILAGRO DEL RETORNO DEL GENERAL PERON. Por Alejandro Pandra

Millones seguían los hechos por la radio y la televisión blanco y negro, dueños de una gama de sentimientos que iban desde el llanto hasta la emoción incrédula.Habían transcurrido 17 años y medio desde que el golpe oligárquico lo desalojó del poder y 15 horas de vuelo desde Roma, incluida una escala en Dakar. Cuando Juan Domingo Perón aterrizó en Ezeiza, hace hoy treinta y seis años, encontró un país con el corazón en la boca, casi tan tenso y expectante –aunque de signo contrario- como el que se había grabado en su retina la desierta mañana del martes 20 de septiembre de 1955 mientras se dirigía en un Cadillac hacia la cañonera Paraguay.El exilio de 6.268 días acababa de terminar.

Para el general, y para millones de peronistas, se había cumplido un inmenso milagro: aquel viernes 17, a las 11.15, cuando bajaba rozagante con sus 77 años a cuestas la escalerilla del DC-8, resultaba imposible no advertir la consumación, al fin, de un mito fabuloso repetido mil veces en la consigna Perón vuelve.

La escena lo decía a gritos, en el marco de uno de los procesos de mayor movilización popular de la historia argentina, en masividad y en profundidad metodológica.

Todavía se ignoraba que diez meses después el líder alcanzaría por tercera vez la presidencia, en esa ocasión con el 61,86 por ciento de los votos, consumando aquella otra consigna de Perón al poder.

La parálisis nacional insinuaba tensión.

En una extraña coincidencia, había sido organizada por la CGT, que llamó a un paro general, y por el gobierno del general Alejandro Lanusse, que le dio al suceso forma de feriado para facilitar la eventual represión policial y fagocitar los honores obreros.

Los desplazamientos de manifestantes hacia el aeropuerto de Ezeiza, rodeado de tropas, desbordaban el Gran Buenos Aires. Eran sobre todo peronistas jóvenes, muy jóvenes: jamás habían visto a su líder.

Si el despliegue de tanquetas no había logrado desalentarlos, mucho menos lo haría la lluvia, por momentos torrencial, de cuya entrada en la historia se encargaría el servicial paraguas de José Rucci, que lo puso entre el cielo y las estratégicas espaldas del general. Esa foto dio la vuelta al mundo.

Millones seguían los hechos por la radio y la televisión blanco y negro, dueños de una gama de sentimientos que iban desde el llanto hasta la emoción incrédula. Perón y Lanusse, los dos generales enemigos, venían manteniendo una larguísima partida de ajedrez político a través del Atlántico.

Lanusse había dicho, entre otras provocaciones, que Perón no volvía porque no le daba el cuero. Ese viernes el ajedrez siguió: la delicada vuelta de Perón bajo una dictadura, después de que el partido militar lo había mantenido proscripto durante las presidencias de Lonardi, Aramburu, Frondizi, Guido, Illia, Onganía y Levingston, se estaba haciendo sin mediar convenios.

No faltaron el peligro ni la confusión. Pero finalmente la gran partida terminó en jaque mate.

En vista de que el gobierno militar no toleraría una concentración de masas como las que habían sido tan caras al peronismo de mitad de siglo (-a mí no me van a hacer un 17 de octubre, decía Lanusse), Perón había aprobado la idea de volver al país con una escolta importante, un avión repleto de figuras destacadas -famoso no era todavía sustantivo- que dejara patente la bandera de la unidad nacional y la premisa -para un argentino no debe haber nada mejor que otro argentino.

Perón e Isabel viajaban en primera. En la clase turista (tampoco se había inventado aún la clase intermedia) se mezclaban Lorenzo Miguel, Casildo Herreras, Deolindo Bittel, Oscar Bidegain y Ricardo Obregón Cano; con el cura tercermundista Jorge Vernazza, el futbolista José Sanfilippo y el cantante de tangos Oscar Alonso, el boxeador Abel Cachazú y el historiador José María Rosa; al lado de Hugo del Carril, Leonardo Favio, Chunchuna Villafañe y Marilina Ross.   Entre los 153 pasajeros cuidadosamente seleccionados figuraban la escritora Martha Lynch, el popular autor teatral Juan Carlos Gené y hasta el cardiocirujano Miguel Bellizi, quien venía de hacer el primer trasplante de corazón en la Argentina.   De la vieja guardia peronista sobresalía Juana Larrauri. Había una plantilla de ministros de Economía (Alfredo Gómez Morales, Pedro Bonani, Antonio Cafiero), un futuro canciller menemista (Guido Di Tella), alguien que tras sufrir la desaparición de una hija devendría dirigente de derechos humanos (Emilio Mignone) y un periodista enviado por Canal 11 que por esas horas se convirtió al lopezrreguismo (Jorge Conti). Viajaban como políticos los médicos Raúl Matera y Jorge Taiana.

No faltaban militares retirados: el coronel croata Milo de Bogetich, el capitán de navío Ricardo Anzorena (de decisiva injerencia en la lista de pasajeros, resuelta en definitiva por Perón), el comodoro Arturo Pons Bedoya y el general Ernesto Fatigatti, entre otros.

Sin que ellos lo supieran, viajaban en el charter todos los presidentes peronistas del siglo XX: además de Perón, Héctor Cámpora, Raúl Lastiri, Isabel Perón y Carlos Menem.

Había un pasajero Eduardo Duhalde, pero era otro: el abogado entonces vinculado en sociedad con Rodolfo Ortega Peña, sentado cerca de él en el avión.

Ortega Peña iba a ser asesinado poco tiempo después en la avenida 9 de Julio. José López Rega, viajaba ese legendario viernes más adelante y más cómodo: en primera.

El padre Carlos Mugica era otro que pronto sería asesinado y que volaba a bordo del Giuseppe Verdi (así se llamaba la nave, la misma que Alitalia cedía frecuentemente al papa Paulo VI).

En todos los casos, sin excepción, su participación en el Operativo Retorno iba a quedar grabada a fuego en sus biografías. Durante esos años, algunos protagonistas insistieron en atribuir la idea madre del charter a razones de seguridad, un latiguillo muy usual en los ‘70.

Se trató de rodear a Perón, explicaban, de personalidades y dirigentes de peso, cosa de hacerlo menos vulnerable a posibles hostilidades, tales como -llegó a decirse entre infinitas especulaciones- el derribamiento del avión por parte de las Fuerzas Armadas.

Al final tanto acompañante célebre no le ahorró a Perón un primer día de encierro en el vetusto Hotel Internacional de Ezeiza, donde lo depositó un Ford Fairlane rodeado de motos policiales en medio de un confuso forcejeo de palabra con los militares.

Lo que discutían era si Perón estaba o no preso en el hotel.

Las autoridades decían que lo mantenían allí, cuándo no, por razones de seguridad.

Sólo en la madrugada del sábado el gobierno le permitió trasladarse hasta Vicente López para estrenar su estancia en la casa de la calle Gaspar Campos al 1000, donde alternaría con multitudes peronistas dosificadas por la estrecha geografía.

El frontispicio de la casa hoy sigue diciendo Nec temere nec timide (Ni temerariamente ni tímidamente), junto al escudo de armas del primer dueño, un médico que murió asesinado por un paciente.

Lo que tuvo en común la vuelta del 17 de noviembre de 1972 con la del 20 de junio de 1973 fue la ignorancia del futuro que el destino le reservaba al pasajero Héctor J. Cámpora.

Aunque en el charter le tocó un asiento en primera, al lado de su esposa, junto a los Perón, él no sabía que el líder, al final de la estada de 29 días en Buenos Aires, lo iba a seleccionar para presidir la Argentina.

Cuando El tío viajó ya como presidente desde Madrid, trayendo al líder para siempre, tampoco sabía que en un par de semanas iba a tener que dejar el sillón de Rivadavia para la movida que iba a desembocar en la madre de todas las vueltas: la de Perón a la Rosada.

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