Acicateado por el nuevo 12 de octubre que acaba de pasar y las muchas polémicas que la fecha ha suscitando en los últimos años -y que a mí se me reavivan en cada aniversario-, me he decidido a escribir estas líneas con el propósito de reabrir y profundizar el debate sobre el complicado tema de nuestra identidad cultural. En este caso, sentando ciertas prevenciones y resquemores que ya hace rato me vienen haciendo ruido, como a un sector del pensamiento nacional, frente a esta suerte de neoindigenismo antiespañol -más propio de las tradiciones izquierdista abstracta y progresista que de la nacional-popular- que viene ganando terreno demasiado rápidamente en la opinión pública e imponiéndose, sin reflexión seria, como relato oficial.
Por cierto que veo de mucha justicia el reconocimiento tardío que se generaliza en cuanto a la importancia que la vertiente indígena tiene en nuestro desarrollo histórico e identidad cultural, así como encuentro muy saludable el creciente respeto que van ganando -contra ciertos intereses mercantiles específicos- las comunidades indígenas que perseveran en su identidad original. Es una cuestión de reparación histórica básica. En buena hora. Lo que me parece que no podemos dejar pasar sin mayor discusión es eso otro, muy distinto, del discurso, de la construcción teórica e ideológica, fundamentalmente cultivada desde la intelectualidad blanca y europea, que conocemos como “indigenismo” -o “neo-indigenismo”-, con el que se insuflan aquellos otros legítimos reclamos. Me refiero a esta corriente, muy de moda y en franca expansión, que, simplificando mucho la fuerza, riqueza y complejidad del proceso cultural latinoamericano de los últimos 500 años, plantea algo así como que la única identidad genuina en América es todo aquella que remite a lo precolombino, viniendo a ser lo hispánico, en definitiva, un puro producto de la dominación, el sojuzgamiento, el exterminio, y, al fin, del desarraigo “americano”.
Y no lo podemos dejar pasar porque, apenas nos ponemos a repasar la historia del continente y sus luchas populares, nos encontramos con que nuestra propia identidad nacional -la argentina-, así como la posibilidad del sostenimiento de un destino común suramericano -la Patria Grande soñada por San Martín y Bolívar- sólo tienen sustento y sentido a partir del enorme hecho cultural que significó el encuentro entre el indio y el español, y la síntesis de mestizaje resultante. Porque, sí, la conquista española, más allá de sus imposiciones y latrocinios, es un hecho consumado hace más de 5 siglos que, amén de irreversible, acabó por posibilitar, al fin de cuentas, un proceso de inusitada fecundidad: el encuentro y apareamiento de dos mundos llenos de intensidad y vitalidad, con la consiguiente parición de un nuevo sujeto cultural originalísimo y vigoroso: la América mestiza. La hispanidad conquistó pero también fue conquistada. El gaucho, el caudillo y el cabecita negra, del mismo modo que la zamba y la chacarera, el truco y la guitarra, son, todos, hijos netos de esa síntesis. Constatamos así que todo aquello que siempre sentimos como profundamente popular y defendimos corajudamente como Patria nuestra, todo, es fundamentalmente resultado de ese mestizaje marcado a fuego por la hispanidad -sobre todo por la castiza y antigua, la de la épica del Quijote, más viva en América que en la propia península-. ¡Qué! ¿Vamos a rechazar todo esto como propio, como genuinamente nuestro, por todo lo que tiene de hispánico -que es mucho más de lo que se suele creer-? Digo, ¿vamos, en última instancia, a rechazarnos a nosotros mismos, a lo que concretamente somos como pueblo vivo y real, histórico?
Es en este punto donde, más allá de su infantilismo, de su linealidad y simplismo maniqueo, este neo-indigenismo en boga me empieza a oler a revisionismo trucho y se me acrecientan las sospechas acerca de sus verdaderas intenciones. Entreveo allí, por detrás de cierta retórica antiimperialista abstracta y supuestamente a favor de los postergados, una especie de reedición remozada y tramposa del viejo antihispanismo de los liberales del siglo XIX, implementado para la negación de lo que realmente somos, como instrumento imperial de la división y la fragmentación cultural de los pueblos americanos. Impugnando, matando a la hispanidad, o lo que de ella tenemos, impugnan, matan, ese eje común y vigoroso que la atraviesa y amalgama, haciéndola una, a toda nuestra América mestiza. ¿Por dónde creen, si no, que empiezan las zonceras de la autodenigración? Sistemáticamente, al comentario denigratorio de lo nacional, lo precede o acompaña un comentario denigratorio de lo hispánico. No es casual que el imperio británico haya sido el principal cultor, siglos atrás, de la leyenda negra sobre la conquista española. Del mismo modo que no es casual que los liberales probritánicos de aquí, desde Rivadavia hasta la Generación del 80, pasando por Mitre y Sarmiento, hayan anatematizado a la hispanidad, por “oscurantista” y “autoritaria” (en la crítica por supuesto entraban el Facundo de “religión o muerte”, Rosas y las montoneras federales “chachistas” y “varelistas” del noroeste), definiéndola como obstáculo insalvable, junto a lo indígena, para la “civilización moderna” diseñada por Inglaterra y Francia. Tampoco es casual, en contraposición, que el “Día de la Raza” haya sido instituido, para reivindicar a la vapuleada hispanidad -y de esa manera, a nosotros mismos-, por el primer caudillo popular y democrático del siglo XX, Don Hipólito Yrigoyen, y luego sostenido y honrado, en discursos como el del 12 de octubre de 1947, por el más grande representante que tuvieron los cabecitas negras, indios, humildes y sectores postergados en toda la historia argentina.
Antes se atacaba a la hispanidad en nombre de los ideales liberales de la Europa Moderna; ahora, en nombre de la integridad cultural de “los pueblos originarios” vulnerada hace 500 años. Antes y ahora, en nombre de ficciones o idealizaciones que amén de simplistas e interesadas resultan estériles e inconducentes, se busca negar el núcleo real y vigoroso donde afinca parte muy importante de nuestra identidad y radica el mismísimo fundamento de la unidad y el destino histórico común americanos. No me caben dudas de las muy buenas intenciones, inspiradas en un espíritu democrático, reivindicativo e igualitario, que mueven a desprevenidas maestras jóvenes, recién estrenados militantes sociales o ingenuos rockeros comprometidos, cuando, en sus clases, actos o recitales, se embanderan, despotricando contra el “genocidio de los conquistadores”, en esta suerte de indigenismo de moda. Pero, como diría Jauretche, todo esto se trata de una nueva y flagrante zoncera -yo diría, un vez más, de la autodenigración-; están los “zonzos”, o desprevenidos, que caen en la trampa adoptando acríticamente la falacia, y están los demasiado “vivos” que la usufructúan. Fíjense, si no, la cantidad de oenegés y fundaciones de procedencia gringa, con financiación del gran capital, bregando por ahí por “la causa de los pueblos originarios”, pero, sobre todo, rasgándose las vestiduras por las tropelías de la conquista española ocurrida hace cinco siglos, pretendiendo así invalidar, deslegitimar, con argumentos de biblioteca nórdica, 500 años de historia rica y fecunda. No, no es inocente. La fragmentación cultural de la patria latinoamericana en mil identidades distintas sobre la base de diferencias hoy perimidas y artificiales, es la antesala necesaria, preparatoria, de la balcanización territorial y política de la región. La técnica del imperio es la misma de siempre: la penetración cultural, con todo su sistema de colonización pedagógica, para el desembarco mercantil posterior.
No se trata de sostener un “hispanismo” puro, al estilo vetusto de los aristocráticos nacionalistas católicos de antaño, ni se trata de sostener un “indigenismo” abstracto centrado en la reivindicación de un estado de cosas que retrasa cinco siglos. Ambas posturas son ficcionales, estáticas y, así, esterilizan, matan, como todo “idealismo” -filosóficamente hablando-, lo más vigoroso y dinámico de nuestro ser cultural mestizo -con todo lo de hispánico que tiene-. Se trata, entonces, de sostener a la América profunda, viva, real, mestiza, “como es” -de “carne y hueso” diría Unamuno-, con todo lo que tiene de hispánico y de indígena, sin olvidar los numerosos aportes inmigratorios posteriores rápidamente incorporados a la América mestiza por el enorme poder de síntesis y fecundidad que tiene. ¡He ahí, en dicho realismo vital, dónde radica toda la fuerza creadora y el destino de grandeza al que está llamada la Patria Grande Suramericana!
Pablo:
Muy bueno el artículo, muy lúcido el examen y muy valientes las conclusiones.
“La fragmentación cultural de la patria latinoamericana en mil identidades distintas sobre la base de diferencias hoy perimidas y artificiales, es la antesala necesaria, preparatoria, de la balcanización territorial y política de la región.”
Me quedo con esta frase.
Un abrazo enorme.
PD: Fragmento de “La gaita y la lira”, de José Antonio, que viene muy al caso:
“Así, pues, no veamos en la patria el arroyo y el césped, la canción y la gaita; veamos un destino, una empresa. La patria es aquello que, en el mundo, configuró una empresa colectiva. Sin empresa no hay patria; sin la presencia de la fe en un destino común, todo se disuelve en comarcas nativas, en sabores y colores locales. Calla la lira y suena la gaita. Ya no hay razón –si no es, por ejemplo, de subalterna condición económica– para que cada valle siga unido al vecino. Enmudecen los números de los imperios –geometría y arquitectura– para que silben su llamada los genios de la disgregación, que se esconden bajo los hongos de cada aldea.”