(a propósito de la muerte de Enrique Oliva)
En el seno de la modernidad, este gran movimiento que nace casi en la misma época del descubrimiento de América por los europeos, se da una polémica ideológica entre dos grandes corrientes de pensamiento: la ilustración y el barroco.
El mundo de los intelectuales, aquellos que pertenecen a la república de las letras, forma parte de la tradición ilustrada que tiene su esplendor en el iluminismo racionalista de los siglos XVIII y XIX, cuyas consecuencias politológicas fueron el liberalismo y el socialismo (sus derivados como el democratismo y el marxismo).
En este enfrentamiento triunfó la ilustración cuyas consecuencias, luego de dos siglos y medio de ejercicio del poder, terminó con la hecatombe de la Segunda guerra mundial. Es a partir de allí, cuando los productos más selectos del racionalismo ilustrado- las bombas atómicas- muestran de facto sus contradicciones internas.
El peronismo surge como una respuesta, entre otras, a esta contradicción fundamental del pensamiento ilustrado y Enrique Oliva nace con él, en la lejana Mendoza, a la vida política y cultural del final de la gran guerra.
Oliva nunca fue ni se creyó un intelectual, siempre se consideró un militante de la revolución peronista (fue secretario de John William Cooke y termina ofreciendo las flores de su velorio a un comedor infantil de un barrio pobre de la ciudad de Buenos Aires). Fue doctor en dos disciplinas: la política y las relaciones internacionales. Secretario académico de la Universidad de Cuyo y primer rector de la del Comahue. Miembro de la Academia nacional de periodismo. Fue durante diecisiete años corresponsal de Clarín en Europa con sede en París. Allí lo conocí personalmente en 1981 por intermedio de Osvaldo Agosto, también un militante de la inconclusa Revolución Peronista. Firmó como periodista profesional sus artículos con el pseudónimo de Francois Lepot, que en argot significa: El compañero.
Agradezco a él que me bajó el copete de la presunción del doctorado en la Sorbona cuando me dijo: No te la creas, que los franceses reparten títulos como galletitas.
Lo frecuenté mucho estos últimos diez años: En el Instituto Rosas, en el Malvinas, en el CEES de la CGT y tuve ocasión de pasar cuatro días juntos en su Mendoza natal donde pude apreciar al hombre pensador que era. Y enterarme de la hidalguía de su padre asturiano de profesión peluquero, de su vida familiar, de la repercusión que todavía ejercía en su conciencia el asesinato de Lencinas, cuando Mendoza es intervenida por Yrigoyen a través de Carlos Borzani cuyo secretario era Ricardo Balbín. (de estas cosas no se habla o se las hecha al olvido). Compartí con el su pasión y defensa del mundo criollo-gaucho. No puedo olvidar su larga y jugosa explicación sobre la expresión cortar el rastro tan común en el mundo criollo. Y padeció como pocos la monsega peroniana, ese mundo de frases hechas de Perón y Evita que repiten siempre “los intelectuales peronistas” en un pensamiento que se repite a sí mismo.
En fin, Enrique Oliva formó, quizás sin saberlo, parte de ese mundo barroco americano, que dicho sea de paso fue lo mejor y más auténtico que dio América, y que el racionalismo ilustrado e iluminista tanto desprecia por irregular, imponderable e impredecible.
Arkegueta, eterno comenzante, mejor que filósofo
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