EL QUE SUSURRA EN LAS TINIEBLAS
Pepe Muñoz Azpiri (*)
Pudo ser un cazador nocturno, pero esa es una categoría de aprendices. Bardini es un hombre del bosque, un emboscado. Supo ser, a lo largo de su dilatada y febril trayectoria, un francotirador de las palabras, un sniper de la crónica periodística, como alguno de los arquetipos que magistralmente retrata. Ejerce con maestría el ars et pugnamde los antiguos latinos.
Y de eso se trata. En la historia existen figuras que definen el carácter de una Nación: son los arquetipos. Bogavantes de su época, inspiraron las letras de Kipling, London, Verne y Salgari. Los guerreros de Homero en el mundo antiguo, Cincinato y Catón en la Ciudad Eterna, los protagonistas de la caballería del Medioevo, los condotieros poetas del Renacimiento, los atletas de la cartografía de la Era de los Descubrimientos. Fueron indistintamente guerreros, santos, trovadores, navegantes, fundadores. Hombres a los cuales el Destino sólo les ofrecía dos opciones: sucumbir a la mediocridad, dejándose invadir y vencer por lo inferior, entregándose a los placeres, sean de la carne o el bolsillo, o proponerse una vida vertical, con su inevitable cuota de dolor y sacrificio, no necesariamente virtuosa, pero regida por un impulso nietzscheano de jugarlo todo a cara o cruz, que no entienden los medrosos ni los mercaderes. De esta forma llegaron a ser realmente ellos mismos, como pedía Píndaro, distinguiéndose por su nobleza y excelencia, por su capacidad de honrar y ser honrado, por su recogimiento ante lo excelso. Fueron, en cierta forma, hombres de laareté, eminentes en la medida de su aprobación e imitación de las eminencias.
Ernest Jünger, esa tempestad literaria germana, proponía dos actitudes posibles para atravesar este tiempo incierto, esta época de Kali Yuga, privada de firmamento y sentido. Una es la del “rebelde”, traducción del Waldgänger alemán (literalmente “el que se va al bosque”; el “matrero” que se ha ganado el monte, diríamos aquí), es decir, la vida de la retirada y del aislamiento. La otra es la del “anarca”, no anarquista sino dueño de sí mismo, de su libertad íntima e independencia interior, y extraño a toda identificación con lo existente, sobre todo con el fervor ideológico y el pensamiento considerado único correcto.
El rebelde se aísla aun al precio de convertirse en un ermitaño urbano cuya Tebaida puede ser un departamento de un ambiente. El anarca puede sobrevivir en un nicho burocrático e incluso aparentar haberse uniformizado con el resto desde una función oscura. Pero sin que la circunstancia, contra la que nada puede, pueda a su turno contra él. El rebelde y el anarca son las figuras últimas de la libertad que Jünger imagina para esta época incierta y oscura.
Nuestra América no fue ajena al proceso de engendrar hombres míticos, desde los conquistadores a los libertadores, pero también están las olvidadas historias de quienes, amén de empuñar una espada, un crucifijo, un timón o un fusil, abrieron surcos en la historia entregándose a los más puros ideales del arte. Algunos, de origen incierto; otros, de prosapia y cuna dorada. Hombres como Villa y Zapata, suerte de ángeles que sumergidos en las tinieblas de la historia oficial, jamás dejaron de irradiar luz; como Rafael de Nogales, suerte de Lafayette hispanoamericano; como Scalabrini Ortiz, solitario fiscal de la Patria. En ellos convivía en armónica conjunción de pensamiento y virtud, los factores que alguna vez, dijo Keyserling, harían al escritor de mañana: la tribuna y la profecía, unidas a una expresión vivaz y depurada. Hombres como el autor, emboscados o deliberadamente ocultados por intereses mezquinos o intrigas de taberna. Soy testigo personal del estoicismo con el cual Bardini ha afrontado, y afrenta, las cotidianas miserabilidades (que lejos de ser patéticas son pérfidas) de los oradores rentados y cagatintas de letrina que pululan en redacciones, editoriales, despachos y poltronas de las “casas de altos estudios”.
Hace algunos años, en una entrevista publicada en el diario Tiempo Argentino, José Bianco confesó: “Una democracia debe combatir, para ser tal, el sufrimiento y la injusticia. No hace falta ser un escritor, basta con ser una persona decente para compartir esa idea. Porque un escritor, a quien le repugna el sufrimiento del pueblo, también forma parte del pueblo y por eso debe ser capaz de sufrirlo todo para mantener intacta su libertad intelectual. Aunque en esa libertad vaya incluida la de morirse de hambre”. Mantenerse acorde a esta actitud le había significado a Bianco su alejamiento de la revista Sur, cuya dirección estaba a cargo de una dama que bien podría haber llevado el infamante título de “Mujer del látigo”, como calificaban los lectores de la revista a Eva Perón.
Confieso que cada vez que leo esta definición de Bianco, no puedo dejar de acordarme de Bardini y gran parte de los locos egregios retratados en este libro, marginados, condenados al ostracismo intelectual y a lo que para un escritor o a una vedette de la cloaca televisiva equivale a un auténtico suicidio profesional, el riesgo del silencio, la animosidad sorda, el rumor desprestigiante, la hostilidad rencorosa y la condenación a la última fila, como sucedió con Ugarte y Scalabrini Ortiz.
Sin pretender escalar las alturas de los últimos nombrados, el autor y quien escribe hemos pasado en nuestra aventura literaria por idénticas Horcas Caudinas, sólo que los “insultos que nos escupen día a día los cuadrumanos de la tinta y el papel” lo profieren cabezas de tacho con cabello de cuerpoespín, que se definen como “nacionalistas” y saludan con el brazo extendido, o burgueses/as marchitos por el otoño de la vida, cómodamente repatingados en despachos universitarios o ministeriales, responsables de la imaginería de un positivismo que metaforiza desde la biología (en el caso de los “intelectuales que golpean cacerolas”) o, al decir de Nietzsche, “enturbian las aguas para que parezcan más profundas”.
José Ingenieros, casi un siglo atrás, hablaba de la simulación en la lucha por la vida y mencionaba la simulación de la locura. En 1904, el doctor José María Ramos Mejía hablaba de la simulación del talento. En cuanto a los simuladores de talento, sólo saben simular la locura, lo exterior de la creación. Copian la exterioridad intrascendente y humana del artista, sus tics, sus manías. Simulan la locura loca, pero no pueden aprehender su alma. Y, verborrágicos y estériles, contraídos y convulsos, invaden los medios, pululan por las exposiciones y fatigan los pasillos de las redacciones.
Bardini los define como “intelectuales a la carta y conferenciólogos afiliados al club del elogio mutuo, la premiación recíproca y las escaramuzas a los codazos para salir en la fotografía, cultores orales de un concepto de Patria Grande que en la práctica no excede los límites municipales”. Y es generoso, dado que en realidad no son otra cosa que macaneadores orgullosos de haberse librado de la “tiranía de la coherencia y la verdad” agrupados bajo el difuso término de “posmodernismo”, para ocultar su aridez conceptual, su pensamiento de sirga. Falsificadores de moneda cultural, menestrales de las palabras, clochards disfrazados de intelectuales, alquimistas que transmutan mierda en palabras, su producción se resume en títulos como “La nada es todo”, “Dialéctica de la ebriedad”, “El placer del suicidio”, “Semiótica del orgasmo”, “Falocracia matemática” y barbaridades similares, que fueron convenientemente promocionadas por algunas “gestiones culturales” a nivel nacional y provincial.
En realidad fueron y son élites culturales divorciadas del pueblo y la realidad, denunciadas por Ramón Doll como responsables de que “nuestra cultura haya vivido desasida, desprendida del país”. Decía el recordado Jorge Abelardo Ramos que “los poetas argentinos que más se ocupan de lo mágico, lo angélico, lo delirante o lo metafísico, están a mil leguas de rehacer en sí mismos todos los procesos de iconoclastia, enfermedad y locura que dotaron al arte europeo de artistas en estado salvaje. Nuestros intelectuales traducen pasiones ajenas: desarraigados, sin atmósfera, sombras de una decadencia o una sabiduría que otros vivieron. De ahí que la literatura argentina posea ese carácter gris, igualitario y pedante que aburre e indigna”.
Pensamiento de sirga, remedo de estilos y conceptos que arribaba a nuestras costas como los restos de un naufragio, terminología estéril sobre la cual vanamente intentaron advertir publicistas como Pablo Rojas Paz desde las páginas de la revista Martín Fierro allá por 1927: “Contra nosotros se han inventado palabras temibles y largas. Norteamérica inventa el Panamericanismo, Francia descubre el latinoamericanismo, España crea lo del hispanoamericanismo. Cada uno de esos términos esconde bajo su mala actitud de concordancia un afán no satisfecho de imperialismo. De cuando en cuando estos imperialismos creen conveniente una demostración de fuerza a la que sigue una protesta formal… Nosotros estamos organizando un idioma para nosotros solos y de aquí nos vendrá la libertad. Es un signo de potencia espiritual de un pueblo el de transformar el idioma heredado”.
Todavía perduraba la resaca de la ebriedad del Centenario, donde la oligarquía portuaria festejaba el remplazo de una administración colonial por una neocolonial, mientras algunos cerebros lúcidos como Ricardo Rojas se preguntaban qué grado de cosmopolitismo podíamos soportar y otros como Manuel Ugarte, verdadero Ulises de América, navegaban en solitario la geografía de la Patria Grande exhortando, vanamente, a la articulación de un Zollverein propio como ya lo había realizado exitosamente la nación alemana. Esto implicaba retomar lo que había sido en la etapa colonial, pero hacerlo críticamente. Arturo Andrés Roig sostiene que Ugarte “no ignoraba que las tradiciones nada valen si no son asumidas desde una autoafirmación del sujeto que las ejerce. En la carencia de esta autoafirmación y no en la carencia de un legado vio que se encontraba el problema hispanoamericano”.
Este anhelo intentó cristalizarlo el magisterio de Raúl Scalabrini Ortiz: “Volver a la realidad es el imperativo inexcusable. Para ello es preciso exigirse una virginidad mental a toda costa y una resolución inquebrantable de querer saber exactamente cómo somos”. No hace mucho escribimos que “la voz de Scalabrini no era un altavoz, era una conciencia. Una, dos generaciones atrás de Scalabrini Ortiz, el ideal nacionalista no existía entre nosotros, adormecido por los tóxicos de la reacción y el colonialismo”. Ideal que, tal como sucedió en España con el hidalgo Dionisio Ridruejo, muchas veces fue enturbiado por los merodeadores de las cloacas políticas, obsesionados por la facilidad del golpe militar, que les ahorraría la lucha larga y dura del opositor al Régimen y les aseguraría el condumio. Esta actitud respondía a una falta de personalidad propia, originada en una desconfianza radical en las posibilidades de la Argentina para llevar a cabo una política de signo nacionalista, llegando a considerar un absurdo, cuando no un crimen contra los principios, que el nacionalismo aspirara a ser un movimiento popular y mayoritario.
Es que tal como en su momento planteó el nicaragüense Sergio Ramírez, “el poder muy pocas veces fabrica héroes o engendra leyendas. Y la leyenda también es enemiga de los que se hacen ricos a la sombra del poder y se despojan de sus ideales como si se tratara de una piel incómoda. Las leyendas se tejen desde abajo, a la luz de las hogueras del recuerdo agradecido con quienes lo dieron todo sin pedir nada a cambio. Las cabezas de las estatuas oficiales, generalmente huecas, no dejan nunca de quedar cubiertas por los excrementos de los pájaros.”
La mayoría de los condenados de estas páginas fueron por mucho tiempo, y algunos lo siguen siendo, los villanos de la historia. Tal es el caso de Gregorio Selser, cuya intensa trayectoria y profusa producción es curiosamente omitida por medios que proclaman ser afines a sus ideas. Otros fueron bandoleros execrables, responsables de asesinatos, arbitrariedades y abusos, enemigos del nuevo orden que era necesario imponer. Los “malos” de la película. Pero la memoria popular lavó sus nombres de culpas sangrientas y convirtió, si acaso, sus pecados capitales en pecados veniales.
La puerta por donde se entra al mito es muy estrecha y la mayoría de las veces no la abre el protagonista sino el pueblo o algún hierofante. Ningún decreto le otorgó a Villa o a Zapata el título de generales, pero ahora en México son los únicos generales que valen. Eso me recuerda la respuesta que dio Sandino, asesinado a mansalva también por el poder, cuando alguien le preguntó con arrogancia quién lo había hecho general: “Mis hombres, señor”, fue la humilde respuesta. Pero otros llegaron al mito por la azotea o la alcantarilla, en raras conjunciones sociales o personales que adelantaban un futuro de peripecias, ajenos al pueblo o desconocidos por la multitud, verdaderos “psiconautas” de territorios surrealistas donde “el plomo flota, el corcho se hunde y los aviones chocan con los autobuses”, a los que un personaje de Hugo Pratt al que Bardini retrata con la entrañabilidad del “cuate”, agrega que “en este país se fríen las camisas y se planchan los huevos”.
Pueden señalarse algunas ausencias esta galería de singularidades americanas pero la más significativa es, sin lugar a dudas, la del propio autor, con su aspecto de marine retirado actuando de contratista en la Triple Frontera, a punto de tomarse el último helicóptero tras alguna fechoría, o con la apariencia de Roberto Payró o Fray Mocho en las tinieblas de la redacción, mientras susurra y se atusa el taimadamente el bigote, dispuesto a enaltecer –o reventar– a algún protagonista.
En estos momentos en que los destinos del mundo son más que nunca enigma, en que las contiendas actuales deforman violentamente las perspectivas del pasado de pueblos y culturas, nada puede instruir tanto como un libro que nos muestre panorámicamente los paradigmas que empedraron la senda que, tras dos centurias de desencuentros e incluso enfrentamientos, parecería que volvemos a transitar juntos. Porque es difícil y lleva tiempo transformar los arquetipos sociales en seres humanos y el autor lo logra con oficio y arte al despegarlos de los datos biográficos, al limpiarlos de las diatribas y los ditirambos, al darles encarnadura y ponerlos en movimiento. Con maestría en el manejo del relato y la secuencia narrativa, que no desdeña toques de naturalismo pero se afirma en el romanticismo esperanzado de aquellos que consideran que la América profunda arde secretamente en algunos cerebros atrevidos, este libro es un verdadero repique de campanas para quienes consideramos –contrariamente al designio del gobierno mundialista– que la historia no ha terminado.
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