SALTA (especial para PUNTO UNO). Se cumplen esta semana sesenta años del fallecimiento de Eva Perón (26 de julio de 1952). La popular “Evita”, un ícono cultural y político argentino, conocido hoy en casi todo el mundo. Y como el solcito generoso de esta tarde salteña me provoca recuerdos, vienen a mi memoria tres nombres (que conocí personalmente), todos los cuáles tuvieron trato directo y frecuente con Eva Perón: me refiero a Hernán Benítez, su confesor espiritual; José María Castiñeira de Dios, colaborador en las largas tardes de atención a los humildes y necesitados en la Fundación y Antonio Cafiero, integrante del gobierno de Juan Perón en aquéllos años y testigo político de la presencia de Evita en el seno del gobierno nacional. Traté al primero a fines de los años ’60 -por motivos familiares- y con los otros dos me une una respetuosa amistad que conservo hasta estos días. Cada uno de ellos es una personalidad distinta, tuvieron una relación también distinta con Evita y por eso –en conjunto- me permitieron hacerme una imagen más viva e íntima sobre ella, la cual me ayuda a complementar la de tantos libros escritos y leídos sobre el personaje (algunos muy buenos y otros no tanto, como también es lógico).
UNA ETICA DE LA PASION
Si hay algo en que coinciden esos tres relatos vivenciales que tuve sobre Evita, es en el carácter pasional de su figura y de su accionar político. Era una mujer que se jugaba íntegra en cada uno de sus actos y que se entregaba a la vida y a los otros sin reservas de ninguna naturaleza (para bien o para mal, para alentar o para castigar, para dar o para negar). Esto lo reconocen propios y extraños, amigos y enemigos y fue usado tanto para alabarla como para denigrarla. Es que frente a Evita nadie podía permanecer indiferente, ella provocaba la reacción tanto como la recibía. Sobran las anécdotas al respecto y estoy seguro –amigo lector- que usted podría contar varias que ha leído o escuchado. Pero se equivocaría de medio a medio, quien sólo la juzgue como una variante del estereotipo de “pasión femenina”, común a cierta psicología de entrecasa o revistas del corazón. Evita era una pasional en el sentido trágico y clásico del término, como lo fueron Antígona o Juana de Arco. Recordemos –y perdóneme usted el atrevimiento etimológico- que nuestro sustantivo “pasión” remite al término griego “pathos”, que significa –a un tiempo- tanto pasión como “sufrimiento” (de ahí que se use la palabra “patología”, como sinónimo de enfermedad). Y en efecto, Evita era una apasionada, una mujer que sufría. Pero como también se sabe, las pasiones no son una sola, sino muchas. Y Evita sufría (estaba afectada) de una pasión muy especial, esa que ya los griegos describieron con singular precisión y belleza: la pasión del Amor (“philía”, una de las once que Aristóteles enumera en su Etica). Y esa pasión tan singular era no sólo despertada por la afección de otro individuo (Perón en su caso), sino que era también pasión Política: es decir alentada por un nosotros colectivo, llamado “pueblo” (sus congéneres en la polis). Evita era una enferma de amor por la Justicia. Esa fue la “razón de su vida” (pasional y amorosa) y así lo cuenta ella misma en el libro homónimo: “…la verdad es que siempre he actuado en mi vida más bien impulsada y guiada por mis sentimientos…En mí, la razón tiene que explicar, a menudo, lo que siento y por eso, para explicar mi vida de hoy tuve que ir a buscar, en mis primeros años, los primeros sentimientos que la hacen razonable.”; eso que ella misma llamaba –burlándose de ciertos detractores- la causa de mi “sacrificio incomprensible” el cual, como recalca, “para mí ni es sacrificio, ni es incomprensible”.
EL ENCUENTRO CON JUAN PERON
¿Y cuál era la causa de ese amor, de esa pasión? No otra que, “mi indignación frente a la injusticia”. En un puntual ejercicio de lo que hoy llamaríamos autoanálisis, Evita cuenta: “Hasta los once años creí que había pobres como había pasto y que había ricos como había árboles. Un día oí por primera vez de labios de un hombre de trabajo que había pobres porque los ricos eran demasiado ricos; y aquella revelación me produjo una emoción muy fuerte. Relacioné aquella opinión con todas las cosas que había pensado sobre el tema y casi de golpe me di cuenta que aquel hombre tenía razón. Mas que creerlo por un razonamiento, sentí que era verdad”.
Se conocen casi todos los pormenores de ese primer encuentro con Perón y son varios los que se atribuyen el rol de “celestinos”. Pero se coincide que fue en un acto en el Luna Park, de la ciudad de Buenos Aires, una noche de enero del año 1944. La reciente película “Juan y Eva” (Paula de Luque, 2011) pinta la escena con tanta fidelidad como belleza. Pero veamos como la cuenta la propia Evita: “Yo lo vi aparecer, desde el mirador de mi vieja inquietud interior. Era evidentemente distinto de todos los demás…En aquel momento sentí que su grito y su camino eran mi propio grito y mi propio camino. Me puse a su lado. Quizás ello le llamó la atención y cuando pudo escucharme, atiné a decirle con mi mejor palabra: Si es, como usted dice, la causa del pueblo su propia causa, por muy lejos que haya que ir en el sacrificio no dejaré de estar a su lado hasta, desfallecer. El aceptó mi ofrecimiento. Aquél fue mi día maravilloso”. Evita era una muchacha de apenas 25 años; él un señor de 49. Dicen, las buenas lenguas, que también fue una noche maravillosa. El viudo encontró un amor que le sacudió las charreteras y le despeinó la típica gomina de milico del ’30, además de una fiel compañera de ruta (como no había tenido antes, ni tendría después). Ella todo eso y un poco más –algo fundamental para sostener su “posición femenina”- un hombre capaz de hacerla también su causa. Ese amor fue entonces “su solución”, la manera en que cada uno de ellos pudo hacer algo (distinto) con su irreductible historia anterior. Un libro recién aparecido de la psicoanalista Mónica Torres viene como anillo al dedo para entender mejor el caso, aún cuando no esté dedicado específicamente a esta singular pareja, “Cada uno encuentra su solución. Amor, deseo y goce” (Grama, Bs As, 2012).
NUESTROS IMAGINARIOS DE EVITA
Por cierto que aquello no fue lo que se llamaría un romántico lecho de rosas. ¿Qué gran amor lo fue, o lo es? Fue un drama, también en el sentido clásico del término: en gente, en actos y en misterios. Pero un drama que cambió -y a su manera sigue cambiando- la historia de este país. El complejo “Perón-Evita” está también en el corazón de cada uno de nosotros, viviéramos o no en aquella época. Y así, hay al menos cuatro Evas: la “santa Evita”, propia de la litúrgica clásica del peronismo y la “Evita loca y resentida”, propia de la oposición especular de aquellos años (a raíz de esa otra forma de la pasión: el odio, el “mísos” , del que también hablaba el viejo Aristóteles). A lo que se suma una nueva dupla posterior, también presentada como antagonismo: la “Evita revolucionaria” (que tiene como contracara el “Perón burgués”), o la “Evita esposa” (fiel soldado obediente de su General). Oposición esta última siempre presente cuando se piensa el futuro de esa cosa inasible que forjaron juntos: el “peronismo”; mientras que la primera dupla (santa o loca) suele aflorar cuando se trata de explicar la historia pasada. Pero como usted verá, amigo lector: esos son nuestros cuatro imaginarios, no los de ellos. Ese es nuestro irreductible, y no necesariamente debe haber sido el de ellos. Si es que nos interesa resolverlos –en una o en otra dirección- hagámoslo con toda la decisión y valentía del caso. Y si no nos interesa, también es válido, como toda nueva pasión auténtica que nos golpee a la puerta. Eso sí, un amor así pone alta la vara del nuevo desafío. Pero, en el Luna Park tampoco debe haber sido fácil. Es cuestión de atreverse con la pasión y para eso no hay edad, ni disimulo que valga. Como hizo Evita, claro
Leave a Reply
Lo siento, tenés que estar conectado para publicar un comentario.