Por Eduardo Rosa
Un fenómeno interesante donde se mezcla lo político con lo sociológico es el nacimiento, lucha, triunfo y estancamiento del revisionismo histórico en nuestra patria.
No se escribe historia en nuestra patria hasta la recapitulación coloquial de Vicente Fidel López seguida por la historiografía más documentada pero deformada por los “nobles odios” de Mitre.
Estas historias apuntaladas vigorosamente por la universidad de Juan María Gutiérrez fueron base de nuestra historia nacional, historia que parecía haber nacido en 1806 ya que anteriormente solo se desdibujaba una procesión de adelantados, gobernadores y virreyes, y poca o ninguna mención a las corrientes políticas, los conflictos y mucho menos los naturales del país, de los que solo se registran imprecisas zonas pobladas por distintas étnias o con tres o cuatro apresurados trazos se minimizan los gigantescos 80 años de los padres Jesuitas.
La historia oficial debió verse en figurillas para explicar como se desmembraba patrióticamente el virreinato, como se dejaban de lado las ideas generalizadas de unidad hispanoamericana, como debimos considerar extranjeros a los orientales que tenían proyectos distintos a los de Buenos Aires o a los héroes y heroínas que en el alto Perú, que luchaban por su argentinidad que para ellos era el sinónimo de independencia. Con el mismo criterio se minimizó la intervención extranjera disfrazándola de ayuda patriótica para imponer la libertad de comercio; se escondió bajo la alfombra a la secesión de la provincia de Buenos Aires haciéndola pasar como un episodio menor, una simple estrategia política.
El encubrimiento duró poco. Los intelectuales creyeron que la universidad iba a ser foco y centro de verdad; no tuvieron en cuenta la memoria colectiva; sobreestimaron sus palabras grandilocuentes y confiaron que el lapidario “Juicio de la Historia” iba a amedrentar a quienes consideraban no pensantes por el solo hecho de no pertenecer a su clase.
Poco a poco la verdad se fue abriendo paso, de la mano de algunas personas intelectualmente honradas. No fue tarea fácil: sabían que esa aventura de poner en duda la historia les cerraría puertas y los condenaría a una suerte de exclusión social.
Estos arqueólogos del sentimiento patrio despertaron el recuerdo histórico de la memoria colectiva y lo sacaron de la intimidad. De vetustos cajones surgieron documentos, cartas, proyectos, convenios, negocios que mostraban otra historia.
De ordenados archivos de cancillerías extranjeras se exhumaron viejos fantasmas.
Se fueron armando las piezas colocando hombres y acontecimientos en el marco de la situación política y económica mundial y de las apetencias de las que éramos presa y no parte.
No hubo respuesta; la historia oficial comenzó a endurecerse de bronce. No era, no debía ser vista la historia como la sociedad en el tiempo sino el simple relato sagrado de una sucesión de gobernantes y batallas donde ángeles celestes conseguían dominar a las fuerzas del mal y del atraso y alcanzaban el paraíso de hacer de esta tierra una nueva Europa, aunque las instituciones como libertad, constitución, humanidad no fuesen más que endebles decorados.
Es que la historia, al no poder defenderse como ciencia se había convertido en religión.
¿Usted leyó a Saldías?, le preguntaba Groussac a un indignado profesor universitario. ¡No, yo no leo ESAS COSAS!
Pero esas cosas se fueron abriendo camino y no hubo defensa posible más que la institucional. Tuvimos entonces una historia “seria” y una “panfletaria”. No habría discusión. Revisar a la historia era poner en duda a la patria.
Pero las generaciones avanzan y los viejos sacerdotes del altar de la patria se extinguían, naciendo una fuerte corriente de los que ya no creían las leyendas.
Eran tiempos de combate callejero. La historia en nuestra tierra se discutía y se razonaba en la calle cien años, ciento cincuenta años después.
Parece un absurdo, pero si se lo piensa esto era saludable. Estábamos buscando nuestra identidad.
Ese tiempo ya pasó, ahora ha caído un manto de indiferencia. Solo unos pocos dinosaurios defienden el templo edificado por Mitre. Solo algunos despistados lectores de La Nación se escandalizan. Pero tampoco se grita el nombre de los caudillos en la calle. Ya los bronces y mármoles descansan tranquilos sin temor al bleque ofensivo.
Mitre y Sarmiento conviven con Rosas en los billetes y nadie se queja.
¿Es que bajamos los brazos? ¿Es que ya no interesa la identidad? ¿Es que la historia, la nueva historia la historia de los pueblos ya nada puede enseñarnos?.
Seguimos teniendo calles y monumentos en los que pocos creen. Ya no nos enseñan nada pero parece no importarnos.
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