Identidades y proyectos en la construcción histórica americana. Por Armando Poratti

América funda su identidad en raíces milenarias y, a la vez, está atravesada por proyectos que expresan su peculiar pertenencia al mundo moderno y contemporáneo. El caso argentino puede ejemplificar la dinámica de los proyectos de Nación y, también, la posibilidad de un antiproyecto. América, llamada el “Nuevo Mundo”, lo es sólo en un sentido: fue el último territorio colonizado por el hombre. Sus grandes culturas no han sido menos complejas y antiguas que las del llamado “Viejo Mundo”.

En esos estratos milenarios se hunden firmemente las raíces de la identidad del continente. Pero quiso nuestro destino que sobre ellos no se construyera una larga sedimentación histórica, sino rupturas que dieron lugar a “proyectos”, muchas veces con la tentación de empezar desde cero. Así, vemos a veces contrapuesta una identidad meramente folklórica a la ilusión de una pura apertura incondicionada al futuro. Una identidad viva encuentra su destino en un proyecto que la preserva y la resignifica. Pero los pueblos pueden emerger y organizarse según dos grandes esquemas, en los que identidad y proyecto juegan de distinta manera: uno, universal y presente en todas las culturas: caos / cosmos, donde el “caos” no es el mero desorden, sino la materia viva, el barro fértil que produce desde sí —a través de una dirigencia auténtica— el orden, cosmos, en que se configura un pueblo.

El segundo –no universal– es el esquema ser / nada. En él, uno de los elementos en juego se absolutiza —se propone como el Elegido, el Bien absoluto, la Razón, la Civilización—, como lo único que realmente “es” y, por lo tanto, lo único que merece ser. Lo otro -el otro— tiene una mera presencia empírica, pero no esencial, puede ser tomado como objeto y –ya que en el fondo no “es”– en último término su aniquilación queda autorizada. Estos conceptos nos permiten entender la diferencia, en nuestra historia, no sólo entre un proyecto propio y soberano y un proyecto dependiente, sino entre éste y un antiproyecto. Un hecho decisivo en la historia de América fue la llegada de los europeos. Desde la perspectiva europea, se lo llamó el descubrimiento del “nuevo mundo”. Pero lo que se descubre ?lo que descubren todos, europeos y americanos? es el Mundo. Como dijera la filósofa Amelia Podetti, algunas de cuyas ideas estamos retomando, por primera vez la tierra es conocida como realmente es. Ahora bien, la circunnavegación del globo da lugar a una totalización geográfica que es también una totalización histórica. Cuando el hombre abarca el globo, entramos en la era de la globalización, es decir, de la universalización de hecho de la historia.

El llamado “descubrimiento de América” lanza, no sólo al continente, sino al mundo en una dirección nueva. La idea de Imperio universal, que alentaron varios pueblos, se hizo fácticamente posible. La llevó adelante Europa, según dos modelos, que correspondían a las potencias católicas del Atlántico sur y las protestantes del Atlántico norte. El Mundo Moderno es el producto de la expansión global europea y de la respuesta a ella de los diferentes pueblos y culturas, que —contra lo que presenta una historiografía usual— de ningún modo fueron meros sujetos pasivos. En este Mundo Moderno, América es un fenómeno único. Las grandes culturas orientales preexistían a la intervención occidental y, aunque con distinta fortuna política, han mantenido su identidad. También la han conservado las culturas africanas, pese al tratamiento especialmente destructivo que han sufrido. En el continente americano, si bien los imperios y otras organizaciones no sobrevivieron a la conquista, sus culturas quedaron como el suelo originario de la identidad americana.  a diferencia de otros continentes, aquí Europa comprometió su sangre. La instalación de los europeos siguió dos modelos: el anglosajón, de substitución étnica y marginación de los habitantes originarios, y el ibérico, de apropiación de los recursos y el trabajo, pero que resultó en una profunda mestización. Sin desconocer la permanencia de los pueblos originarios, que justamente en estos días se está convirtiendo en presencia activa, podríamos decir que el mestizaje, étnico y –sobre todo– el mestizaje cultural, es la categoría fundamental para dar cuenta de nuestra América.

Y vale la pena observar que había procesos de mestizaje ya antes de la irrupción española. Por violenta que haya sido la conquista, la mestización muestra que, tras ella, en nuestra América quedó un “caos”, esto es, un barro fértil para nuevos proyectos. América queda como una dinámica de síntesis que todo lo absorbe –el elemento africano, las distintas inmigraciones- y, como diría Rodolfo Kush, lo fagocita. América es moderna en el sentido de que posibilita y abre la Modernidad. Pero esta Modernidad es vivida por el continente de modo peculiar. La diversidad y el antagonismo de los proyectos, atravesados por las relaciones más o menos conflictivas con los centros de poder mundial en cada época, hacen de nuestro tiempo histórico un tiempo, al menos en apariencia, discontinuo. Sin pretender entrar en las historias de las naciones hermanas, lo que sería pretencioso y para lo que no estoy capacitado, quisiera hacer jugar la noción de proyecto –y antiproyecto–, tal como surge de la conceptualización del pensador Gustavo Cirigliano –que hemos trabajado con un grupo de investigadores en el Proyecto Umbral– en el esquema propuesto para repensar nuestra historia nacional como sucesión de proyectos. En sus palabras, un proyecto es “la anticipación de la historia. Es el guión o libreto de lo que se habrá de vivir”, el código genético de la vida nacional en un determinado período. Un modelo, a su vez, es una construcción intelectual, una propuesta de proyecto, pero un proyecto es la efectivización de un modelo por una voluntad histórica. Las Bases de Alberdi es un modelo, el 80 es un proyecto. Nuestro país comparte con las naciones hermanas algunas de estas etapas: los distintos modos del estar de los pueblos originarios, el proyecto hispano-colonial, y el peculiar proyecto jesuítico en América, que abarcó desde California a la Patagonia.

También para el proyecto independentista la empresa era la libertad americana, y en ningún lado esto brilla más claramente que en el pensamiento y la acción de los libertadores. Pero cuando llegamos a los proyectos circunscriptos a la nacionalidad argentina, nuestro país se revela como un caso peculiar. Agotado el proyecto independentista en las guerras civiles –aunque confirmado en la afirmación soberana frente a las potencias europeas–, algunos, a la vez políticos e intelectuales -especialmente Sarmiento y Alberdiproponen nuevos modelos. Luego del proyecto independentista, se consolida un proyecto de Nación con dependencia consentida, estructuralmente ligada a Gran Bretaña por su economía agroexportadara y culturalmente ligada, sobre todo, a Francia. El argumento de este proyecto era “europeizar”. Se traducía en el lema sarmientino, “civilización o barbarie”. Esto no fue inocente. El sector de la dirigencia criolla que impulsa el proyecto asume, en forma esquizofrénica, un modelo racista, pero lo aplica a quienes, en definitiva, no eran “otros” –como sucede con todos los racismos; el “bárbaro” es siempre el no griego: el negro, el judío, el homosexual, el islámico– sino ellos mismos. “Civilización o barbarie”, se reveló más de una vez, en el devenir de la Argentina moderna y hasta el presente, como una matriz genocida. En el momento, se producen grandes operaciones de limpieza étnica (sumisión violenta del interior, Conquista del Desierto, Guerra del Paraguay) y una parcial substitución de la población por la inmigración europea. Sin embargo, en lugar de los esperados anglosajones, portadores genéticos de la “civilización”, vinimos italianos, gallegos, polacos, judíos, árabes… una amasijo inmigratorio, vistos como europeos de segunda, que en un primer momento es también “barbarizado” y, además, criminalizado como portador de la conflictividad social.

El proyecto tuvo su saldo positivo. Desde el Estado Nacional, por primera vez consolidado, parten las pautas para la construcción de una Nación, con sus cimientos y sus jerarquías, sus valores básicos, sus mitos fundacionales y su sistema educativo, en cuyas estructuras “civilizadas” deben encontrar su lugar, domesticados, la vieja barbarie criolla y los nuevos bárbaros más o menos rubios. Pero el resultado final no fue la supresión de la “barbarie”, sino el caldo fértil de un nuevo “caos”, la masa de lo no tan deseable pero insuprimible: criollos, restos indígenas, inmigrantes. Este caos encontrará una primera expresión en el radicalismo de Hipólito Irigoyen. Mientras el criollaje quedaba en el interior o relegado a los estratos sociales bajos, parte de la imigración fue gestando, sobre todo en la capital y la zona pampeana y litoraleña, una clase media con características peculiares, que termina asumiendo los valores y disvalores del proyecto. Luego, un nuevo proyecto, el proyecto peronista del 45, recuperará para la vida nacional las masas trabajadoras y el interior postergado, poniendo nuevamente de manifiesto el rostro americano del país. Sin embargo, no deja en algunos momentos de hacerse presente también la mala herencia de una sutil división étnica y cultural que alienta un racismo latente. A fines del siglo XX, nuevamente compartimos destino con las naciones hermanas. A partir del golpe de estado de 1976, se instala plenamente algo que ya venía haciendo amagos y que, siguiendo a Cirigliano, denominamos el antiproyecto de la sumisión incondicionada.

Éste es la exacerbación de la oposición ser / nada, que se convierte así en proyecto de “ser-nada”, donde no hay dos sectores enfrentados, sino un proyecto de disolución de la Nación. La nada, el no ser, momentos metafísicos, tienen una forma empírica, la desorganización. Una comunidad, un pueblo, una nación, como una persona, sólo existen si tienen alguna forma de organización que sostenga su identidad. Pero el antiproyecto tiene como eje una desorganización de todos los aspectos de la vida nacional, que nos dejaría inermes y listos para ser apropiados por el sujeto del antiproyecto, que es Otro. Porque, en palabras de Cirigliano, “Cuando un país no tiene proyecto, es seguro que está en el proyecto de otro país, más poderoso que él.” El antiproyecto en la Argentina (y en cada uno de nuestros países, en la forma en que lo hayan sufrido) es una forma específica de un antiproyecto global que hoy hace crisis, cuyo sujeto es un sistema financiero transnacionalizado que opera con sus dos grandes brazos, financiero y comunicacional. La organización hasta puede ser autoritaria, pero la desorganización, como destino de un pueblo, compromete todos los aspectos de ese pueblo, y sólo se logra mediante el totalitarismo. El antiproyecto se inaugura con el terrorismo de estado, pero no se termina con la dictadura inaugurada en 1976. Una segunda etapa acentúa el funcionamiento de una herramienta de terror tanto o más eficaz que el terror de la violencia: el terror económico, que convierte el día a día en un esfuerzo agónico por la supervivencia. Este terror termina atravesando todas las clases y, como en cualquier tiempo de guerra, obliga a consagrar unilateralmente el tiempo y las fuerzas a mantenerse con vida, ecónomica y socialmente o aun físicamente. El antiproyecto destruye los vínculos sociales e institucionales: políticos, sindicales, profesionales, de organizaciones sociales y culturales; pero también barriales, familiares, amistosos. Comienza la desorganización de la vida cotidiana. Se afectan los vínculos tanto institucionales como interindividuales y, en último término, el interior de las consciencias. El antiproyecto utiliza formas determinadas de persuasión: en su primera etapa, el terror directo; en su segunda etapa, una forma perversa, la persuasión publicitaria o mediática, que no se impone a los sujetos sociales por la fuerza o desde afuera, sino que actúa desde su mismo interior, impidiéndoles el ejercicio autónomo de su subjetividad. Sólo una sociedad atomizada y por lo tanto convertida en “masa” puede ser dirigida por los medios de comunicación “masivos”. El terrorismo de estado se ocultaba bajo un manto de silencio (“el silencio es salud”), el terrorismo económico se oculta bajo un manto de ruido.

La contrapartida del Desocupado es el Consumidor, aunque no necesariamente se excluyen. El consumo termina siendo la marca antropológica última que se nos deja. Aun los marginados, los que en todo otro sentido han dejado de “ser”, consumen, y ese lazo es el último en que su humanidad es reconocida. Es por ello que la figura del Consumidor resultó la figura antropológica fundamental de la época. En ambos casos, aunque con distinta dramaticidad, se da una destrucción de la subjetividad social y personal: la tarea del terror represivo pasan a hacerla la marginalidad y la droga, en un caso; la abdicación de la subjetividad en el consumo y en el plexo de efectos mediáticos, en el otro. Lo que confirma un resultado evidente del antiproyecto, para la sociedad y para los individuos: la imposibilidad de proyectar argumentos de vida. Todo esto hizo crisis en el 2001/2002, aunque estamos lejos de poder afirmar que esté superado. Hoy hay signos contradictorios, de la continuación del antiproyecto y la emergencia o la posibilidad, al menos, de un nuevo proyecto nacional. Y los signos positivos no hay que buscarlos solamente en el país, sino en el conjunto de las naciones americanas. Porque para la Argentina, como para las demás naciones hermanas, la superación del antiproyecto sólo puede pasar por el camino de la integración. Así como el individuo no puede salvarse solo, nuestros países tampoco tienen destino fuera de un proyecto común. Todo proyecto genera movimientos demográficos.

Un rasgo notable de un proyecto positivo, o con aspectos positivos, es que atrae población. El movimiento generado por el antiproyecto fue, consecuente con su carácter nihilificante, un movimiento centrífugo: produjo exiliados políticos o sociales. Pero junto a las largas colas en los consulados de los países de origen de la inmigración se iba dando, silenciosamente, como en un espejo invertido, la nueva inmigración desde los países vecinos, que vuelve a americanizar nuestro rostro y que, como en su momento los cabecitas del interior, desmienten el sueño del país blanco del 80. Su presencia nos recuerda a cada momento nuestra comunidad de origen y destino. La creciente comunicación y circulación, ya no sólo de bienes de mercado, sino de bienes culturales y de personas, ¿es el dato a la vez manifiesto y silencioso de la emergencia de un nuevo proyecto? Estamos ante el Bicentenario de la consciencia independendiente de nuestra América, encarnada en Bolívar, San Martín y Morelos. No hay espacio para otro proyecto posible más que para el proyecto secularmente postergado de la Patria Grande. En estos años se han venido dando fuertes señales continentales y comienza a articularse una efectiva integración, cuya posibilidad debemos cuidar entre todos. Tampoco podríamos, ni en lo bueno ni en lo malo, separarnos del contexto continental. Sea como fuere, la simultaneidad de fenómenos disociativos que se prolongan y la maduración oculta de signos positivos profundos hacen del presente un momento ambiguo, peligroso y fascinante.

En el devenir de sus etapas, el terrorismo de Estado se convierte en un terrorismo dirigido contra el Estado mismo. En nuestros países, el estado-nación cumple funciones esencialmente distintas de las que cumple en los países centrales. El Estado es la estructura de poder en disputa, no entre clases o entre sectores del mercado, sino entre los intereses de la Nación y los de los poderes externos o marcadamente sectoriales. En nuestros casos, el Estado es imprescindible para cualquier proyecto posible. Por lo tanto, en el antiproyecto, una vez agotada la función represiva, el objetivo a destruir pasa a ser el Estado mismo, en vistas de su suplantación por el Mercado. Cumplido lo cual, se lleva a cabo la entrega del patrimonio público, y los recursos económicos y naturales del país son puestos a disposición de la especulación financiera global. Se produce un desfinanciamento integral. El endeudamiento aparece como único futuro posible, que nos convierte en deudores eternos. La extranjerización de los sectores privados de la economía, la desindustrialización del país junto con el proceso fundamental de destrucción de la clase obrera, conducida a la marginalización, culminan en el proceso de concentración de la riqueza y la inversión de los porcentajes de distribución heredados del Proyecto del 45, con sus consecuencias de pauperización, extendida y extremada en porcentajes inéditos. Con el antiproyecto se desmovilizan los recursos, en primer lugar los recursos humanos más valiosos. El exilio se vuelve un dato relevante de la época, tanto el exilio político de los 70 como el exilio social de años posteriores. Pero el fenómeno más masivo y trágico fue el exilio interno provocado por la desocupación, que expulsa de la sociedad sin translación territorial. Se proyectó la abdicación de la soberanía monetaria y la entrega lisa y llana de la soberanía política: en los momentos críticos del 2001/02 se propuso el gobierno por un comité financiero desde el exterior, de algún modo concretado por las intervenciones del FMI. Y la disolución efectiva de la Argentina tuvo un comienzo en las operaciones puestas en marcha en plena crisis para la secesión de la Patagonia.

Que todo esto haya sucedido sin excesivo escándalo social, justifica casi la frase con que hacia el mismo momento nos provocaba Alain Touraine: hay argentinos, pero la Argentina no existe. Si el antiproyecto no es, en definitiva, sino un dispositivo dentro de la configuración mundial de los mercados financieros especulativos, el “enemigo” último de este antiproyecto, no será, por supuesto, la “subversión”, ni tal o cual ideología o partido, ni el sistema democrático como tal, etc. etc., sino aquello que es lo diametralmente opuesto a la especulación, esto es, el trabajo. Nótese que aquí estamos tocando fondo: el trabajo y la consciencia de la muerte son las dos notas antropológicas últimas. La pérdida del trabajo es la inseguridad absoluta, que afecta a lo humano como tal. En el caso de los que terminan excluidos de la sociedad, de trabajador se pasa a trabajador flexibilizado, precarizado, des-sindicalizado; a trabajador desocupado, muchas veces por más de una generación; y por último a marginal, desecho. Las consecuencias subjetivas son la anulación del tiempo en un presente sin horizontes, que se desarrolla en lugares precarios o en situación de calle; la desvalorización de la vida, propia y ajena; el delito, la violencia, la droga. Los que no se cayeron se convierten en un nuevo sujeto, “la gente”, categorizados en el discurso político como “el ciudadano”, pero efectivamente reconvertido en consumidor, que en plena crisis se convirtió en consumidor que no consume.

 

http://www.forolatinoamericano.gob.ar/userfiles/arg-ponencia-armando-poratti.pdf

 

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