Hace unos días hemos festejado un nuevo aniversario de la Independencia Nacional. Acontecimiento histórico relevante como pocos en la construcción de nuestra Nación, la identificación de la celebración de la independencia con el 9 de Julio nos exige una vez más bucear en las profundidades de nuestra historia, por varias razones:
En primer lugar, porque esa asociación excluyente relativiza un tanto la significación del 25 de Mayo y la proclamación del primer gobierno patrio; en segundo, porque omite la existencia de un intento fallido previo –la Asamblea del Año XIII–; y finalmente porque excluye de plano la sanción previa de la independencia formulada por el denominado Congreso de Oriente, 1815, que sesionó en la actual Concepción del Uruguay.
Vayamos por partes: como es sabido, la Revolución de Mayo instaló el primer gobierno patrio en el marco de las Provincias Unidas del Río de la Plata. De este modo, el Cabildo de Buenos Aires, institución con competencia acotada al espacio local de la ciudad y su ejido, y despojada de cualquier atribución política (se encargaba de regular el tránsito y el ingreso y egreso de personas, garantizar la iluminación, ejercer el poder de policía, etcétera), decidió modificar su matriz, y ante la vacancia del poder metropolitano, asumió el ejercicio provisorio de la soberanía a nombre del monarca encarcelado. Este primer acto soberano implicó algo más que la “retroversión de la soberanía en los pueblos” dispuesta por el pacto colonial hispánico, para el caso de incapacidad o imposibilidad de ejercicio efectivo del poder por parte de la Corona. En efecto, el Cabildo y la Junta se propusieron incluir dentro de sus competencias al conjunto del territorio incluido en la órbita del feneciente Virreinato del Río de la Plata, y no únicamente a su capital.
Como es sabido, este proyecto reconoció diversos momentos y competencias: desde la integración a través del consenso, impulsada por Saavedra –con el consiguiente desplazamiento de Moreno– a través de la fallida experiencia de la Junta Grande, hasta la conformación de triunviratos y directorios.
Fue, precisamente, en el contexto de la reacción de numerosos pueblos y localidades frente a la pretensión de liderazgo porteño (Santiago de Chile, Asunción, Alto Perú, Banda Oriental, actual litoral argentino, etcétera), que el levantamiento impulsado por el morenismo y la Logia Lautaro a través de la Sociedad Patriótica, en 1812, instaló no sólo a un nuevo gobierno, el Segundo Triunvirato, sino que también convocó a una Asamblea Constituyente, que comenzó a sesionar el 31 de enero de 1813. Esta Asamblea, que se inició con llamativa enjundia, sancionó rápidamente la libertad de vientres, escudo e Himno Nacional, un sistema de pesos y medidas, la eliminación de los instrumentos de tortura, etcétera, para pronto decaer abruptamente para casi no sesionar en 1814, y reunirse sólo en un par de oportunidades en 1815 para declararse en receso y cerrar sus sesiones. Diversas razones contribuyeron a esto. Por una parte, la declinación napoleónica, que abrió el camino a las expectativas de una restauración monárquica. Por otro, la tarea efectiva de Lord Stangford, quien impuso la tesis inglesa de sostener en Buenos Aires a un gobierno accesible a las directivas inglesas, al tiempo que vetaba la proclamación de la independencia por dos motivos: evitar la defección de España de la alianza antinapoleónica, cosa que sucedería en caso de que Gran Bretaña apoyara la causa independentista, e impedir que Buenos Aires y el Brasil se repartieran el litoral atlántico, a través de la creación de un Estado tapón –la Banda Oriental–, desde donde podría garantizarse la injerencia británica en América del Sur. El desplazamiento de San Martín por parte de Alvear, y el consiguiente predominio de la facción pro británica en Buenos Aires, completaron el escenario de retroceso de las pretensiones independentistas.
Sin embargo, no debe pasarse por alto que, en el momento más fecundo de la Asamblea del Año XIII, la conducción porteña apuntó a extender la unión territorial, invitando a Artigas a enviar diputados. Esta iniciativa, sin embargo, tuvo en la práctica límites bastante precisos: la unidad aceptada por Buenos Aires sólo sería posible en tanto las provincias aceptaran el liderazgo porteño. De este modo, los representantes artiguistas, provistos de instrucciones precisas en sentido de impulsar el federalismo y resistirse a las pretensiones hegemónicas de Buenos Aires fueron rechazados con argumentos poco sólidos –se objetó su mandato imperativo-, en tanto Artigas –“argentino nacido en la Banda Oriental”, según su propio testamento– fue declarado “traidor a la patria”.
Esta exclusión motivó la reunión del denominado Congreso de Oriente, que sesionó en la actual Concepción del Uruguay bajo el liderazgo de Artigas y proclamó por primera vez la independencia en territorio argentino. También adoptó la bandera azul y blanca cruzada por una banda roja, para simbolizar su matriz federal. En este Congreso participaron, además del artiguismo, las provincias litorales, las misiones, poblaciones indígenas y una delegación cordobesa. Un año después, y ante la inminente liberación de Fernando VII, se reunió en Tucumán un Congreso Constituyente, con opiniones muy encontradas sobre la definición de la independencia, proclama que finalmente se aprobó, aunque en clave centralista y unitaria, en atención a la capacidad de convencimiento de San Martín, dispuesto a utilizar la fuerza armada, llegado el caso, a fin de garantizar la ruptura definitiva del lazo colonial.
De este modo, si bien el Congreso de Tucumán concluyó formalmente el proceso iniciado el 25 de Mayo, debemos impugnar la pretensión de la tradición política liberal-oligárquica de identificar el hecho político de la independencia con la firma del acta de proclama celebrada entonces, para remplazarla por una lectura histórica procesual que incluya las tres tradiciones políticas involucradas: la de mayo, la federal y la unitaria. Esto significaría no sólo el desplazamiento de la interpretación de los orígenes de la Nación impuesta por el pensamiento único de raíz mitrista por una perspectiva histórica realmente democrática, nacional y popular, sino también un acto de estricta justicia.
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