Indios, criollos, transnacionales y británicos: reflexiones sobre la nacionalidad argentina
Facundo Di Vincenzo y Ernesto Dufour
La llamada “Cuestión Mapuche” es en la actualidad, y de manera creciente, tapa de los principales diarios y medios de comunicación, incluidas las redes sociales. No es objeto de este trabajo abordar en profundidad el problema de tenencia de la tierra de las comunidades indígenas, sino interpelar las matrices interpretativas predominantes en la esfera pública, el ámbito político y el campo académico, a propósito de aquello que comúnmente aparece bajo el rótulo de “los mapuches”. Miradas que se encuadran –casi exclusivamente– o bien en el “pensamiento indigenista”, que encuentra su raíz en el antropologismo europeísta y norteamericano, o en el “nacionalismo de patria chica”, cultivado desde mediados del siglo XIX por lo que el pensador nacional Arturo Jauretche (Lincoln, 1901-1974) llamaba la intelligentzia.[1] Ambas concepciones provienen de un mismo origen, fundado en el racionalismo abstracto occidental que tiende a ratificar y transpolar al terreno las propias categorías que lo sustentan, de manera apriorística y esquemática con base en –una vez más– la dicotomía sarmientina de “civilización o barbarie”,[2] aunque bajo la forma de un eufemismo acorde a nuevas coordenadas.
Este tipo de abordajes poco honor hace a la verdad histórica y a los procesos territoriales realmente existentes en terreno –con todos sus meandros, estribaciones y rugosidades– los cuales suelen por fuerza de los hechos desbordar cualquier encorsetamiento teórico o ideológico al que se pretende aplanarlos o encauzarlos. Un modo dominante de pensar que se encuentra constreñido a una suerte de “mesianismo invertido”, siguiendo una vez más a Jauretche, en el que solo varían quiénes son los buenos y quiénes los malos. Ora blancos, ora indios, así, sin más. Concepciones que poco explican y todo estigmatizan, al tiempo que vehiculizan en la coyuntura política actual, que hilvana la historia del futuro, proyectos e intereses ajenos y distantes, so pretexto de demandas de tipo reivindicativo de carácter “ancestral”.
Como resaltan Sara Ortelli (1996) y Julio Vezub (2009) en sus trabajos, el estudio de los pueblos indígenas suele estar dominado por abordajes provenientes mayormente del campo de la etnología, espacios en los cuales las dimensiones étnico-racial y culturalista adquieren absoluta primacía, en detrimento del rico y complejo entretejido sociopolítico, territorial, geocultural y geopolítico de mayor alcance[3] que se fue sedimentando en el espacio patagónico-pampeano durante siglos, en el que intervienen no solo los pueblos indígenas e hispano-criollos, aquende y allende la cordillera, sino además otras “parcialidades” europeas, muy particularmente los británicos, a uno y otro lado del charco, como sujetos históricos decisivos en diferentes escalas y modos de intervención.
Este trabajo se puede dividir en dos partes. En la primera, apunta –precisamente– a restituir la complejidad en la formación territorial argentina y el papel que le cupo a la constelación de pueblos indígenas en la región patagónica-pampeana. En la segunda parte, tomaremos el ejemplo de lo ocurrido durante las invasiones inglesas de 1806-1807, para demostrar que estos pueblos fueron sujetos políticos de primer orden en ese proceso en imbricación –antes que de contraposición– tanto entre las parcialidades que lo componen como con el mundo hispano-criollo en el marco de las determinaciones de poder que los entrelazaban.
Nos apresuramos a saldar algunas cuestiones de coyuntura.
La Cuestión Mapuche en los tiempos de la “aldea global”
En principio, resulta imperioso diferenciar drásticamente la histórica negación de la tenencia de título de propiedad a “nuestros paisanos los indios” en Río Negro, Neuquén y Chubut de acuerdo a los términos de propiedad comunal establecida por la Ley 26.160.[4] En síntesis, de aquello que es presentado mediáticamente como una cuestión de secesión territorial –y defendido por una ínfima cantidad de personas integrantes de comunidades indígenas– de una supuesta “nación mapuche”. Algunas de esas tierras en disputa disponen de un alto valor de mercado –por ejemplo, las del lago Mascardi– y son codiciadas por corporaciones inmobiliarias, turísticas y mineras trasnacionales articuladas con agentes locales.
En un comunicado del año 2017 –también en un contexto de alto impacto mediático por la represión desatada ante las tomas de tierras y el caso resonante de la muerte de Santiago Maldonado– las entidades representativas de los mapuches –como por ejemplo la Confederación Mapuche de Neuquén que reúne a más de 60 comunidades, la Coordinadora del Parlamento Pueblo Mapuche Chewelche en Río Negro, que la integran 145 comunidades, la Coordinadora del Parlamento del Pueblo Mapuche en Río Negro de las regiones andina, sur, atlántica y Alto Valle– expresan su firme posicionamiento en el rechazo a la toma de tierras y su drástica condena al llamado grupo de Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) que motoriza tales acciones. Ahora bien, ¿qué es la RAM?
La RAM es la organización más promocionada a nivel internacional, pero de escasa o nula representatividad en las organizaciones indígenas de la Argentina. Fue fundada por Reinaldo Maniqueo, chileno de origen araucano, durante su exilio en Inglaterra durante la dictadura de Augusto Pinochet. Tiene su sede en 6 Lodge Street, Bristol, Inglaterra, BS1 5LR. El 11 de mayo de 1996 se crea la organización Mapuche International Link (MIL). Esta organización reemplazó al Comité Exterior Mapuche (CEM), organización que venía operando a partir de 1978 con el fin de alcanzar “mayores niveles de autodeterminación de las comunidades mapuches de Chile y Argentina”. El funcionamiento de esta nueva organización se monta sobre el histórico desarrollo de organizaciones representativas de las comunidades indígenas, introduciendo la lógica cultural del capitalismo globalizador en auge en el marco de la “Década Internacional de los Pueblos Indígenas del Mundo” declarada por las Naciones Unidas en tiempos del Consenso de Washington.
La declaración de la RAM de 2017 tiene como objetivo explícito visibilizar las “violaciones a los derechos humanos”, con particular énfasis en los derechos de los pueblos indígenas, en el “reconocimiento de sus territorios ancestrales”, el respeto a la diversidad de culturas y la protección del medio ambiente a lo largo y ancho del mundo. Sin embargo, observamos que lo discursivo, como suele ocurrir en estos tiempos posmoprogresistas (Di Vincenzo, 2022), poco tiene que ver con la realidad. ¿Cómo es esto? Intentaremos explicarlo brevemente.
En primer lugar, observamos que la declaración de 2017 intenta omitir, borrar y silenciar la rica historia de relaciones, tratados, intercambio y acuerdos entre los distintos pueblos indígenas y los gobiernos de los Estados en la historia: Estado colonial español (1530-1810), estados de las Provincias Unidas del Río de la Plata, de la provincia de Buenos Aires y de la Confederación Argentina (1810-1880), y Estado Nacional (1880 a nuestros días). Investigaciones realizadas por reconocidos historiadores han demostrado, con una larga lista de fuentes jurídicas, una fluida y continua relación entre los pueblos indígenas y los distintos gobiernos estatales desde la época colonial hasta fines del siglo XIX (Ratto, 2003; Levaggi, 2014 y 1990).
En segundo lugar, no es un dato menor el lugar y tiempo en el cual se ha fundado la RAM. Como sucede generalmente, quienes brindan ayudas, apoyos, logística y financiamiento determinan ciertas o muchas características de la entidad promocionada. La RAM nace en el Reino Unido –fundador y uno de los principales promotores de la organización imperialista[5] del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)– bajo la forma de una Organización No Gubernamental (ONG). Es de suma importancia resaltar que las ONG surgen con el artículo 71 de la Carta de las Naciones Unidas de 1945 por iniciativa de los aliados del Atlántico Norte vencedores en la Segunda Guerra Mundial, quienes rápidamente tras esa guerra comienzan a motorizar estas organizaciones para introducir sus políticas económicas en el resto de los países del planeta. Como señala el dirigente sindical, político y ensayista boliviano Andrés Soliz Rada (La Paz, 1939-2016): “Las ONGs están en todo el mundo, en la mayoría de los casos se han asociado a transnacionales. Los gobiernos las subvencionan y las empresas las financian porque son una prolongación de sus políticas. La articulación entre grandes ONGs y transnacionales es inseparable” (Soliz Rada, 2015: 95). En pocas palabras, las ONG como la RAM –que se presenta con una fachada neutral, universal y apolítica, amparada en una coyuntura ideal signada por la obturación democrática durante las últimas tres décadas del siglo XX en buena parte de Latinoamérica– terminan siendo la punta de lanza de un nuevo mapa geopolítico diseñado por los dominadores. Con una cara hablan de derechos humanos, democracia, rescates de vidas y justicia; mientras que, por otro lado, introducen el interés privado del capital transnacional.[6]
Desde su creación hasta nuestros días, la RAM disgrega o motoriza conflictos entre los pobladores de las regiones en cuestión: en definitiva, fragmentaciones que resultan siendo funcionales para instrumentar en las Américas toda la agenda multicultural del capitalismo globalizado que es concomitante –y funcional, no apenas compensadora– con las recetas económicas de apertura de mercados y libre circulación del capital financiero internacional, con la consecuente desustanciación o refuncionalización de los estados nacionales en una nueva lógica de gobernanza global pretendida por los centros de poder. Algunos ejemplos: en la página oficial de la RAM, se debate sobre figuras del capital transnacional, como el caso del empresario italiano Luciano Benetton. Escribe en esa página Kelly Robinson: “Luciano Benetton no es simplemente un capitalista malvado, sino una figura contradictoria que también dirige proyectos comunitarios para jóvenes y renueva edificios históricos locales en Treviso, Italia, donde tiene su cuartel general. Pero uno no puede dejar de preguntarse cuánto de esta ‘buena voluntad’ es fomentada por una preocupación genuina por las personas o por la imagen de marca de la empresa”. También se encuentran otros artículos en donde se promueve a un supuesto príncipe de origen francés –en realidad, falso príncipe: el doctor Enrique Oliva (1995) ha documentado y demostrado esta irracional historia– como heredero y “sucesor” del reino Araucanía y Patagonia. O textos en donde se niega la soberanía de la República Argentina o de la República de Chile sobre las tierras de Sudamérica, más cuidadas y ocupadas, dicen, “por propietarios de tierras como Benetton, George Soros, Joe Lewis o Ted Turner, quienes poseen vastas extensiones de tierra que contienen no solo una belleza natural digna de un parque nacional, sino también recursos estratégicos”. En síntesis, afirman que los propietarios extranjeros –ingleses, italianos, norteamericanos– cuidan más y mejor las tierras del sur que los argentinos y los chilenos, dejando una extraña admiración por grandes propietarios europeos, quienes cuidan de la flora y fauna de la zona, al punto de convertir estas tierras en “verdaderos parques nacionales”.[7]
En tercer lugar, observamos que el basamento ideológico y sostén moral de la ONG RAM se consolida y encuentra resonancia en los medios hegemónicos y contrahegemónicos a consecuencia del éxito de logrado por el proceso de reorganización iniciado con las violentas dictaduras en el continente. Como lo señala el historiador y filósofo Héctor Muzzopappa (2015), las dictaduras en países como Argentina tuvieron como objetivo fundamental destruir al Estado Social surgido tras la Revolución de los Coroneles de 1943, tomando probablemente su mejor forma durante los dos gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1952 y 1952-1955) y en menor medida tras la vuelta del exilio de Perón en 1973. Bombardeos, fusilamientos, persecuciones, secuestros y sucesión de proscripciones de partidos de base popular fueron diferentes acciones que lograron demoler las bases de sustentación del Estado Social, hasta el punto de redefinir y resignificar términos claves como el de “libertad”. Mientras que durante el Estado Social Peronista una persona no podía ser libre si vivía en una comunidad que no lo era, en el Estado Liberal de Derecho posterior a 1983 la libertad se redefine como “el poder hacer lo que se quiere”: es una actitud, una cualidad que se encuentra más allá de cualquier vínculo social (Buela, 1998). En Argentina, luego de la eliminación física de personas y el intento por desestructurar las organizaciones libres del pueblo –sindicatos, gremios, agrupaciones militantes, cooperativas, mutuales– tras la vuelta de la democracia en 1983, se partirá o reiniciará desde un punto cero: en resumen, volverá el requerimiento de las condiciones más elementales del ser humano como especie, se exigirá aquello que comúnmente se menciona como “derechos humanos”. A partir de 1983, con el gobierno de Raúl Alfonsín se implanta un nuevo proceso histórico no colectivo, comunitario ni solidario, donde no importa ya la historia, la memoria o la tradición nacional, sino que se ponderan valores elementales, universales, aunque todos ellos han sido escritos por los cultores del Atlántico Norte. ¿Qué quiere decir esto? Que tales conquistas, derechos y valores son únicamente aquellos que son funcionales al capital transnacional. De allí el posicionamiento de una organización como la RAM: antiestatal, afín a la destrucción de la soberanía nacional –chilena o argentina–, desterritorial, financiada y ubicada en el Atlántico Norte. Como señala el historiador y ensayista Roberto Ferrero (2014): “El enemigo no es un abstracto ‘blanco’, descendiente sin culpa de algún lejano conquistador español o inmigrante italiano, sino el imperialismo y la oligarquía. La prédica del indigenismo, velando la contradicción principal, ayuda a perpetuar la vigencia de un sistema injusto, dirige sus flechas a un enemigo imaginario (pues los verdaderos y crueles conquistadores murieron hace varios siglos) e introduce a la par de la triste balcanización territorial que ya padecemos una nueva división y un nuevo enfrentamiento entre las etnias que componen el pueblo latinoamericano”.
Indigenismo, antihispanismo y otros artificios de estos tiempos
Las organizaciones mapuches en Argentina no tienen vínculo con las organizaciones en Chile, y son autónomas en cada provincia. La confederación mapuche de Neuquén y el centro de articulación mapuche de Río Negro no actúan de manera conjunta: su forma de actuar es conforme a cada estatuto provincial correspondiente. El marco normativo argentino es ordenador en las organizaciones indígenas cuyas demandas por ser reconocidas como propietarias comunales de las tierras. Tal como lo establece la ley, articulan con los organismos provinciales pertinentes. La provincia de Chubut no tiene organización mapuche relevante. La provincia de Río Negro tiene retrasada la entrega de título de propiedad a 46 comunidades mapuches y, de todas ellas, la de mayor repercusión se corresponde a la ocupación ilegal de 10 hectáreas en el lago Mascardi. La comunidad mapuche en su conjunto no avala la conducta de 20 ocupantes de tendencia anarquista inspirada en el movimiento EZLN y el subcomandante Marcos. En pocas palabras, lo que es presentado como el accionar de la totalidad de las comunidades indígenas en la Patagonia –la autodeterminación y la secesión territorial con base en una supuesta nación mapuche– en rigor se trata de una fagocitación de intereses ajenos extra regionales que apuntan a la siempre funcional fragmentación territorial de cuño británico, que nada tiene que ver con la demanda legítima de propiedad comunal de la tierra.
Por consiguiente, el problema real entonces, más allá del ruido multimediático, no radicaría –al menos en la actual coyuntura– en una eventual secesión territorial, sino en la matriz de pensamiento que las propias organizaciones indígenas más representativas asumen, fundada en el paradigma del antropologismo indigenista europeo, y más recientemente por la categoría de “plurinacionalidad” motorizada por la reciente experiencia política boliviana, que conlleva la semilla de la particularización tajante de base étnica y, por tanto, la posibilidad latente de la fragmentación futura.
En rigor, cuando se habla genéricamente de los mapuches en Argentina en realidad se engloba a tehuelches, pehuenches, puelches, furilofches y demás comunidades indígenas. No hay identidades culturales “puras”. La identidad mapuche no es puramente mapuche. Los mapuches son básicamente mestizos o criollos. Es cierto que en algunos lugares de tierra adentro se pueden encontrar “más puros”, pero ya son culturalmente argentinos. Por ejemplo, en la festividad mapuche que se desarrolla durante el solsticio de invierno en la que se hace la prerrogativa a la Tierra a través del curanto cocinado en un horno bajo tierra, después de elaborarlo se baila chamamé y todo el folklore argentino. El paleontólogo, arqueólogo e historiador Carlos Casamiquela (Ingeniero Jacobacci, 1932-2008) afirma que el 99% de quienes se definen como mapuches son de origen Tehuelche, es decir, “indios argentinos”, de acuerdo al “etnicismo invertido”, a diferencia de los mapuches, “indios chilenos”. Es otras palabras, pensarlo de ese modo esquemático –y a la postre también “purista”– constituiría una ratificación del “nacionalismo de patria chica” en clave étnica-antropológica. Nociones que vamos a complejizar a continuación (Casamiquela, 2001). Nuevamente observamos que el problema radica en la adscripción etnocentrista –sea la etnia que fuere incluida o las europeas– como elemento dador de legitimidad per se y vehículo garante de nacionalidad que supone grupos étnicamente puros e intocados, en contraposición –y no en imbricación, que no significa armonía exenta de conflicto– a otros grupos igualmente autoengendrados. Un enfoque ahistórico, desterritorializado y prepolítico.
Se trata, por el contrario, y en sintonía con la vasta producción del Pensamiento Nacional y Latinoamericano, de restituir la complejidad histórica y geográfica de la formación territorial argentina vívidamente signada por el mestizaje, categoría nodal que queda absolutamente invisibilizada ante la rigidez metodológica sesgada de taxonomías clasificatorias de base genética. Se torna necesario no perder de vista que todo proceso histórico no representa un compartimento estanco respecto de otras dimensiones –entre ellas, las determinaciones o los condicionamientos de las estructuras espaciales y la acción contingente de los grupos concretos– constituyendo, a modo de nudo borromeo, un único horizonte de politización-espacialización-subjetivación que se despliega a diferentes escalas espaciales y temporales.
La llamada expansión araucana o araucanización de las pampas fue un proceso largo y complejo que es indisociable a los procesos concomitantes e imbricados de tehuelchización y criollización sedimentados durante siglos en el vasto espacio de la araucanía y la región patagónica-pampeana; a despecho del pensamiento indigenista que promueve la creencia inducida de “naciones” puras e intocadas solo moldeadas por la cosmogonía del “buen vivir”, que no resiste el más mínimo análisis en cotejo con la realidad histórica y territorial. Muy por el contrario, se dio un fenomenal proceso de mestizaje étnico, pero sobre todo cultural –único en la historia universal y del que todos somos hijos, independientemente del apellido y el color de piel que portemos (Carnese, Cocilovo y Goicoechea, 1992)– a partir de la transformación ontológica que significó el orden español en América: se fue con los siglos conformando lo que pensadoras como Graciela Maturo (Santa Fe, 1928) y Amelia Podetti (Villa Mercedes, 1928-1979) llaman la “sociedad indiana” (Maturo, 1983 y 2011) o la “comunidad de naciones unidas por la fe” (Podetti, 1986) forjada por el intercambio vital entre indios, españoles, negros y criollos durante cuatro siglos en América.
Julio Vezub, Abelardo Levaggi y Silvia Ratto, entre otros estudiosos y estudiosas, demuestran fehacientemente que el elemento decisivo en el sinnúmero de pactos, alianzas políticas y militares, malonajes, intercambios comerciales, redes parentales y matrimonios entre linajes en la vastísima y dinámica frontera austral del mundo hispano-criollo no era el factor étnico, sino las necesidades políticas y mercantiles contingentes –parcialidades y diferencias étnicas que por supuesto existían, pero que no necesariamente constituían la motivación principal del comportamiento de lis miembros de grupos indígenas, aunque siempre estaban a la mano, si las condiciones lo ameritaban– entre araucanos y araucanizados, gauchos y pueblerinos, tehuelches y tehuelchizados, pampas, puelches, españoles, pehuenches, galeses –colonias presentes en Chubut desde mediados del siglo XIX– o ranqueles, ya profusamente fusionados en distintos períodos y lugares, debido a la dinámica histórica y territorial que a todos envolvía. La introducción del caballo y el ganado cimarrón producto de la colonización española modificó drásticamente las estructuras territoriales y culturales ancestrales, promoviendo y aumentando los desplazamientos a uno y otro lado de la cordillera y constituyendo la articulación funcional y mercantil del corredor entre la región patagónico-pampeana y la araucanía, al tiempo que modificó el modo “de ser y estar” de los huincas en América.
Para vivir y sobrevivir acá, en nuestras pampas, un europeo debe devenir en gaucho, es decir, debe aindiarse o no ser. De la misma forma que una comunidad indígena debe hacia fines del siglo XIX acriollarse o no estar. Como bien lo sabía Sayhueque –él mismo hijo de tehuelches y puelches que había adoptado modos y formas criollas– y su gobernación de las Manzanas. “El cacique argentino”, como él mismo se denominaba: bajo su mando habitaban indistintamente tehuelches, araucanos y prófugos de la justicia huinca. O la cacica tehuelche María la Grande[8] descripta por muchos navegantes de la época como líder de gran personalidad y liderazgo en toda la Patagonia meridional, quien usaba aros con la Virgen María y realizaba ceremonias con crucifijo. María la Grande –bautizada así por el comandante político y militar de Malvinas e Isla de los Estados, Luis Vernet– viajó a Malvinas en 1831 invitada con honores y agasajos por Vernet, para comerciar entre las islas y el continente, acuerdo comercial que finalmente no llegó a concretarse debido al ataque norteamericano primero, y la posterior usurpación británica de 1833. Un equilibrio territorial de siglos que solo fue desbalanceado en el contexto de fines del siglo XIX, en la era del ingreso furibundo del capitalismo en fase imperialista y el proceso planetario de reestructuración estatalista de las unidades políticas, la brecha tecnológica concomitante y la hegemonía positivista de las elites oligárquicas dominantes, deseosas de aumentar la posesión de tierras para beneficiarse de las oportunidades que se abrían en el mercado mundial dominado por Gran Bretaña.
Un concepto útil para dar cuenta de la complejidad histórica, política, económica y territorial patagónica-pampeana, proveniente de la geografía brasileña, es el de formación territorial, que puede definirse operativamente como el proceso histórico de ocupación, valorización –económica y cultural– y apropiación –simbólica y material– de espacios geográficos específicos a diferentes escalas por parte de sujetos políticos concretos, dotados de necesidades, intereses, cosmovisiones y diferentes capacidades de intervención efectiva en conflicto, disputa, articulación o cooperación con otros sujetos políticos, dotados asimismo de necesidades, intereses, cosmovisiones y diferentes capacidades de intervención, mediados por estructuras espaciales contingentes. Esta definición operativa tiene la virtud de aunar en un plano multidimensional las distintas esferas políticas, económicas, culturales y espaciales involucradas a partir de lo que hacen o dejan de hacer los grupos históricos concretos a partir y a través de espacios y lugares, al tiempo que integrar el entramado de relaciones de poder que operan a diferentes escalas –a veces en latitudes muy distantes, pero que condicionan o determinan lo que hacen o dejan de hacer los sujetos políticos en geografías lejanas– en un plano multiescalar.
Proponemos a continuación explorar un acontecimiento trascendental y significativo para la construcción de la identidad rioplatense, como lo fueron las invasiones inglesas de 1806-1807, con el objeto de mostrar el horizonte epistémico propuesto con eje en la imbricación –antes que en su particularización o contraposición– que permite romper con la secuencia dicotómica civilización-barbarie, tiempo-espacio, indio-criollo, araucano-tehuelche, argentino-chileno, etnia-política, que extreman diferencias y prescriben identidades solipsistas en el análisis del papel de los pueblos indígenas –que no pueden ser escindidos del mundo hispanocriollo– en el vasto espacio patagónico y pampeano –que no puede pensarse escindido de su litoral marítimo, el Atlántico sur y las determinaciones geopolíticas que lo atraviesan desde el siglo XVIII en adelante– como parte decisiva de la formación territorial argentina –que no puede pensarse si no en su profuso mestizaje fundante y vívidamente vigente.
Los pueblos indígenas y la invasión de “los colorados” (1806-07)
“A los hijos del Sol: a los que tan largas noticias tenemos de lo que han ejecutado en mantener estos reinos; a los que gloriosamente habéis echado a esos colorados de vuestra casa, que lograron tomar por una desgracia; a vosotros que sois los Padres de la Patria, venimos a manifestaros nuestra gratitud, no obstante que por nuestros diferentes enviados os tenemos ofrecidos cuantos auxilios y recursos nos acompañan […] ofrecemos veinte mil de nuestros súbditos, todos ellos gente de guerra y cada cual con cinco caballos; queremos sean los primeros a embestir a esos colorados que parece aún los quieren incomodar” (Archivo General de la Nación, Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, 1907-1934, citado por Levaggi, 2014: 133). Este texto fue realizado por uno de los intérpretes –que en general eran mestizos o indígenas– que asistía al Cabildo en los encuentros regulares que las autoridades de la corona española en el Río de la Plata tenían con representantes de los pueblos indígenas. En este caso, corresponde a una reunión ocurrida el 22 de diciembre de 1806, entre las autoridades coloniales y diez caciques de los indios Pampas que habían llegado al Cabildo de Buenos Aires para prestar su ayuda en la guerra contra “los colorados” –ingleses. Entre ellos estaban los caciques Chuli Laguini, Paylaguan, Catemilla –o Cateremilla–, Negro y Lorenzo (Muñiz, 1966). Antes, como señala la historiadora Silvia Ratto (2008), el 17 de agosto del mismo año, los cabildantes habían recibido en la sala capitular al “indio Pampa Felipe con don Manuel Martín de la Calleja, quien dijo responder por diez y seis caciques de los Pampas y Cheguelchos que estaban decididos a prestar auxilio con gente, caballos y cuanto sea necesario frente al invasor “colorado”. El indio Felipe volvió el 15 de septiembre, en este caso en nombre del cacique Catemilla, ratificando la oferta de gentes y caballos frente a una segunda posible invasión inglesa.
Como señala el historiador Abelardo Levaggi, las relaciones de intercambio, asistencia y amistad entre los pueblos indígenas y las autoridades de la corona tenían larga data. En su sustanciosa investigación demuestra que ambas partes habían acordado la colaboración militar en caso de que alguna de ellas se encontrara en peligro. Incluso, la corona española era consciente del estado de fragilidad en el cual se encontraban las costas patagónicas: en ese sentido, la ayuda que ofrecían los caciques, como señala Silvia Ratto (2003), no se limitaba a la defensa de la ciudad, sino que además comprendía la vigilancia y el control de las costas hacia el sur. ¿Pero qué había pasado con “los colorados” –ingleses– en 1806? Repasemos. El 25 de junio de 1806 una escuadra inglesa comandada por William Carr Beresford (Londres, 1768-1854) con 12 buques y 1.660 hombres desembarcó en las costas de Quilmes con el objetivo de tomar la ciudad de Buenos Aires. La reconquista de la ciudad se realizó bajo condiciones y características extraordinarias. La máxima autoridad del Virreinato de la Plata, el virrey Sobremonte (Sevilla, 1745-1827), tomó una serie de malas decisiones como, por ejemplo: replegar a los veteranos de armas y a las milicias a la fortaleza, sin siquiera saber el número de las fuerzas invasoras, o la de retirarse apresuradamente del escenario hacia la campaña sur, más precisamente Monte Grande (Garzón, 2000). Por otra parte, el virrey cumplió con las disposiciones establecidas por la corona española frente a una posible invasión: proteger el tesoro y retirarse hacia la ciudad de Córdoba para preparar una reconquista con las fuerzas armadas de ese lugar (Cutolo, 1930). En consecuencia, los habitantes de Buenos Aires, sin la autoridad máxima presente, tenían tres opciones para decidir sobre sus destinos: la primera era aceptar el dominio inglés – eligió esta más de un habitante embelesado por las supuestas bondades del libre comercio y la revolución industrial, como Mariquita Sánchez de Thompson (Mizraje, 2003)–; la segunda consistía en esperar la reconquista que iba a venir desde la hermana provincia de Córdoba; la tercera era conformar milicias con vecinos, orilleros y otros hombres y mujeres del Río de la Plata dispuestos y dispuestas a sacar de estas tierras a los anglosajones.
Un catalán, José Fornaguera, sería el primero en planear la reconquista al día siguiente de la entrada de los ingleses (Rosa, 1964). Fornaquera presentó el plan a uno de los vecinos más respetados de la ciudad, el comerciante español Martín de Álzaga (Álava, España, 1755-1812): según el catalán, había que juntar 700 a 800 voluntarios y simplemente entrar a la noche al “Cuartel de la Ranchería” donde dormían los invasores, y pasarlos “a cuchillo”. Otros dos vascos mejoran el plan, Felipe Sentenach y Gerardo Esteve y Llach: sumaron la idea de traer mil veteranos de Montevideo y “otros orilleros”. Además, entre todos consideran la posibilidad de aprovechar el tiempo de bajamar, que imposibilitaría a los navíos ingleses acercarse a la ribera, y a la vez permitiría que las cañoneras de Montevideo pudieran bombardear a los ingleses sin problemas. También se propusieron juntar 500 orilleros que conformarían “un ejército invisible” dentro de la ciudad, como para ayudar de múltiples maneras durante el combate.
En resumen, a los pocos días de la invasión de los ingleses, el plan de la reconquista ya estaba en marcha. Álzaga se reunió con el comerciante porteño Juan Martín de Pueyrredón (Buenos Aires, 1777-1850) y con Santiago de Liniers. Pueyrredón hizo correr la voz en la campaña y en poco tiempo logró reunir a “los orilleros”. Ahora bien, para ser más precisos, ¿quiénes eran los orilleros? Diferentes estudiosos han mostrado que vivían en los bordes de la ciudad: algunos eran peones de estancia, otros tenían una pequeña vivienda con alguna huerta y animales de corral. En muchos casos, con mujer e hijos eran “conchabados” –viviendo en la propiedad de otro. Subsistían penosamente con el trabajo “por temporada”, no permanente, que requerían las estancias (Mayo, 1987; Sábato y Romero, 1992). En las orillas, o más allá de ellas, también estaban presentes los indios, con sus pueblos y representantes, aquellos que se acercaron al Cabildo para sumarse a la reconquista (Pomer, 1971; Rosa, 1974; Mayo, 2004). En pocas palabras, gente que estaba a la orilla de la civilización, pero que no vivía fuera de ella. Para el porteño, eran quienes vivían en el confín. La mirada citadina de esta gente se encuentra en cuentos y poemas de Jorge Luis Borges, llenos de cuchilleros, gauchos perseguidos, indios y cautivas, o en el Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Algo de la mirada de la campaña se puede encontrar en las novelas por entregas de Eduardo Gutiérrez o Hilario Ascasubi –Santos Vega, Juan Moreira– y sin dudas en La Guerra Gaucha o El Payador de Leopoldo Lugones y en el Martín Fierro de José Hernández (Buela, 1998).
La Reconquista como numen de la nacionalidad
Varios estudiosos y estudiosas han tomado la Reconquista como punto de inicio de la idea de nacionalidad argentina. En otros casos se ha señalado que habría sido otra la historia de la Nación si los ingleses se hubieran quedado con el Río de la Plata. El filósofo argentino Alberto Caturelli (Córdoba, 1927-2006) en su buen libro América bifronte escribe: “Muchos nacen y mueren sin que jamás hayan tenido conciencia de la presencia del ser que son y de lo que hay además en ellos. Para tal género de hombres, la presencia del ser es una presencia ignorada, una presencia muda de cuyo llamado no se hacen jamás cargo. América tiene todos los caracteres de una cosa simplemente ahí presente y nada más” (Caturelli, 1961: 49).
En la Reconquista, como señalan los estudiosos, las autoridades españolas no obraron del todo bien. Sin embargo, sería un profundo error plantear que careció de elementos hispanos. Vascos, sevillanos y catalanes –pero también orilleros, criollos, mestizos, mulatos y franceses que vivían en el Río de la Plata– compartían historias, un mismo idioma, una misma religión, o al menos hábitos, prácticas y rituales católicos que se ensamblaban con otras costumbres y vivencias de estas tierras, condensándose en aquello que algunos autores llaman el catolicismo plebeyo, vívidamente presente en la cultura plebeya y popular (Buela, 1990; Kusch, 1976). En resumen, existía una tradición, palabra que deriva del latín traditio, que quiere decir “entregar” o “trasmitir”. Con los europeos vino el afán de lucro mercantil y la violencia que emanan de la fiebre del oro y la plata, claro está, pero también llegó a estas tierras un humanismo surgido de una cosmovisión medieval –no moderna, no material– que no había transitado la Revolución Industrial ni la Reforma, que de alguna manera los sacerdotes y las congregaciones religiosas transmitieron a los habitantes y que pudo ensamblarse o amalgamarse con otros humanismos de estas tierras –que dialogaban en continuidad con el suelo y la naturaleza, en tanto parte de una misma cosmogonía– como el de los indios pampas o los gauchos, logrando mantener un vínculo espiritual o metafísico entre los habitantes del Río de la Plata. El catolicismo tampoco fue el mismo luego de entrar en contacto con la tierra americana. Se trató, en rigor, de una transmisión de doble vía. Hubo tanto aculturación como fagocitación, en palabras de Rodolfo Kusch, del ser –europeo– por el estar –americano. Un humanismo cristiano (Maturo, 2011) que encontró en América el suelo propicio donde desplegarse, al encontrar “su lugar en el mundo”, habilitando y legitimando ante “los ojos de Dios y del rey” el profuso mestizaje realmente existente a través de la conquista del derecho indiano. Los anglosajones, por el contrario, invadieron portando otra cosmovisión –materialista, racionalista, liberal, protestante, individualista: moderna– que nada tiene que ver con la idea de transmitir ni de dejarse fagocitar. Llegaron con otra idea de guerra, ya que no querían apropiarse del Río de la Plata por necesidad –no era una guerra por alimento o por subsistencia, como era el caso del enfrentamiento recurrente en la frontera entre “estancieros” e “indios”, sino por afán de obtener mayores beneficios. Estas tierras –con todos los recursos y las comunidades dentro– eran concebidas por los ingleses como una mercancía más.
En pocas palabras, aquello que se entiende por Nación –o nacionalismo– no surge de las instituciones ni de los próceres. Más bien todo lo contrario, nace de acciones, movilizaciones o acontecimientos colectivos de emancipación, o de la “voluntad de ser nosotros acá” fundada en un principio de orden justo, como aquella Reconquista de Buenos Aires de 1806, en donde participaron gauchos, negros, indios, criollos de las provincias, porteños y españoles.
Es por eso que Fermín Chávez (2012) se pregunta por el origen de la cultura y la nacionalidad argentina en gestación. No la encuentra, como el pensamiento normativo liberal, en un acto de tipo institucionalista, como puede ser concebido el 25 de mayo de 1810 o la declaración de Independencia de 1816. Sí la encuentra allí donde existe un sentido de arraigo y pertenencia. Siguiendo la huella de relatos orales, cielitos, romances y versos gauchescos y plebeyos –¿de qué otro modo pueden expresarse las ideas vivas del sentir popular?– Chávez ubica ese embrión del sentido de lo propio en 1777. Fue aquel año que el virrey Pedro de Cevallos atacó y rindió a la Colonia del Sacramento en manos portuguesas, puerta de entrada del contrabando de productos británicos. La acción generó una enorme algarabía popular y prolongados festejos en esta banda del Plata, dando inicio a lo que Fermín Chávez llamó la gauchipolítica, crucial para entender la formación argentina durante el siglo XIX en tanto matriz resistente a las imposiciones de poder portuario de cuño oligárquico, en el marco –ineludible– del orden mundial dominante bajo el comando de los intereses estratégicos británicos, una vez derrotado el imperio español.
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Facundo Di Vincenzo es profesor de Historia (UBA), doctor en Historia (USAL), especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano (UNLa), docente e investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte”, del Instituto de Problemas Nacionales y del Instituto de Cultura y Comunicación. Columnista del Programa Radial Malvinas Causa Central, Megafón FM 92.1, UNLa. Ernesto Dufour es licenciado en Geografía (UBA), diplomado en integración regional en FLACSO. Realiza el Doctorado en Geografía en la UBA en el que aborda la dimensión simbólico-identitaria de la integración latinoamericana. Docente e investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte” (CEIL- UNLa) y del Observatorio Malvinas (UNLa). Coautor de la obra colectiva Atlas Histórico de América Latina y el Caribe (tomos 1 y 2) y coordinador del Tomo 3, EDUNLa.
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