Cuando recordamos el 51 aniversario del vuelo de Eva Perón hacia la Gloria nos parece oportuno señalar que ninguna mujer de la historia universal ha sido tan cantada por los poetas. Ni Juana de Arco, ni Teresa de Jesús, ni otras protagonistas singulares, recibieron la ofrenda literaria como la Antígona de Los Toldos, como me gusta llamarla.
En julio de 1953 el poeta ecuatoriano-argentino Augusto Gonzalez Castro escribió –en la revista PBT – un memorable artículo, titulado “Razón de una memoria inolvidable”, en el que decía: “…al evocarla en estos días de inolvidables emociones, nos sabemos tutelados por su gracia, y sentimos, real y profunda, la presencia de su luz. Porque Eva Perón no murió el 26 de julio de 1952. No murió, no… Era un lucero. Y se encendió en la noche…”
Con especial comprensión de la estrecha relación Evila Duarte –Eva Perón González Castro precisaba: “Evita, la niña de once años que en los pagos de Junín cotejaba la inmensa feracidad de los campos criollos con la inmensa desesperación de quienes se moría de hambre sobre tan maravillosa alfombra de espigas es, sin duda, una criatura elegida. Como ella misma nunca se cansaba de repetir, nada en su vida está librado al mero azar”.
Desde la década de 1960, aproximadamente, se empezó a “parlar” y escribir de un mito Eva Perón. Y del asunto se fueron haciendo eco algunos voceros de buena fe, y otros que no lo eran. No es lo mismo mito que distorsión o, sencillamente, falsificación. No hay leyenda en Evita porque ella es historia viva, compartida por todos nosotros, ya que transcurrió delante de nuestros ojos.
Antes de verla y tratarla, lo primero que conocí de Evita fue su letra, con sus patas de araña escritas en tita verde. Fue a principios de 1950: yo estaba en la Oficina de Prensa de la CGT, en Moreno 2033, prestado al secretariado por el Ministerio de Salud, Ramón Carrillo, y del despacho de Eva Perón solían llegar las correcciones a mano que ella introducía a algún discurso de José Espejo o de Santín.
En la segunda mitad del mismo año 50, por primera vez, la tuve cerca, un viernes a la noche, mientras la esperábamos con otros cofrades, para ir a comer al Hogar de la Empleada. Estábamos en uno de los pasillos que daban a su despacho, entre mucha otra gente que también la esperaba. En una de ésas ella salió al pasillo y se dirigió a un pequeño grupo, integrado por actores independientes del Instituto de Arte Moderno. Recuerdo, como si fuera hoy, su pregunta: “¿Que les pasa muchachos?” pasaba que el intendente Debenedetti les había clausurado la sala y no iban a poder trabajar ni sábado ni domingo, días en que hacían dos funciones. Evita no preguntó nada más; pidió que lo localizaran al intendente y apuró el levantamiento de la medida, seguramente arbitraria.
Las comidas de los viernes a la medianoche (que luego se convertirían en la Peña Eva Perón) constituyeron una experiencia singular, sobre todo para conocerla. En la mesa es poco lo que se puede fingir: allí uno se manifiesta, a la larga, como uno es. Y Evita era –lo advertí muy pronto- lo contrario de toda hipocresía. Soltaba la risa cuando estaba tentada, sin miramientos ni cálculos como ocurrió aquella vez que el doctor Salomón Chichilnisky se puso a leer un discurso con dicción muy paisana.
En noviembre de 1950 me editó el poema “Dos elogios y dos comentarios”, en tirada de cien ejemplares fuera de comercio. Allí le decía:
Eva Perón, Señora, tiene
A Dios en sus manos,
En sus manos había el
Ángel de la harina.
La recuerdo alegre, nerviosa, sincera, de una inteligencia natural extraordinaria. Nos sorprendía su buen humor, ya a deshoras, cuando debería estar cansada. Y algo que considero importante, frente a ciertas infamias que siguen vertiendo algunos genios impíos: su permanente respeto por “el general”, como lo llamaba siempre a Perón. Respeto del cual son testigos quienes la acompañaron en el viaje a Europa, empezando por la señora de Guardo y terminando por los edecanes militares Ballolet y Gutierrez.
La ví por última vez (era un palito de escoba) en el teatro “Enrique Santos Discépolo”, el 28 de marzo de 1952. Allí ensayamos mi pieza para niños “Un árbol para subir al cielo”, que le estaba dedicada, pero que ella no alcanzó a ver. En la escena final brillaba al árbol de la justicia y del amor y un libro enorme en el que se leían frases suyas: “No debe ser difícil morir por una causa que se ama. O simplemente morir por amor”.
Sófocles puso en boca de Antígona la frase del epígrafe. ¿Es o no es una autobiografía?
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