“Un hecho histórico separado de su génesis, no enseña nada”,
Gustavo Le Bon.
El tema Malvinas debe insertarse necesariamente en una cuestión mayor; la de la cultura argentina. Porque generalmente queda afuera un aspecto fundamental, cual es el de la indefensión –por décadas- de la conciencia argentina frente al modelo cultural colonial, made in England. Sí, estuvimos en guerra con Gran Bretaña, pero era como si la contienda se redujese a términos materiales.
Pero hay que hacer memoria e historia, indispensablemente. Los historiadores aceptan ya que el último reclamo importante en el siglo XIX acerca de nuestra soberanía en las Malvinas fue el documento que el Dr. Manuel Moreno, plenipotenciario de la Confederación Argentina en Londres, cursó al gobierno inglés el 31 de julio de 1849. Dicho documento coronó una serie de alegatos de una década y media, con todo el apoyo de don Juan Manuel de Rosas y de su canciller Felipe Arana.
Aquella protesta fue contestada por el canciller británico lord Palmerston el 8 de agosto de 1849, aceptando las afirmaciones de Moreno en cuanto al estado en que quedaba la cuestión Malvinas.
Transcurrieron más de treinta años y varias presidencias sin que la Argentina replanteara sus títulos de soberanía sobre el archipiélago. Ocurre así que recién a fines de 1884, y frente al planteo formulado por el embajador británico Edmundo Monson –avisado de que el Instituto Geográfico Argentino preparaba un mapa en el que las islas figuraban como territorio nacional-, el gobierno argentino vuelve a mencionar nuestros derechos históricos. Siguió luego una protesta formal de los ingleses, pero el asunto no pasó de ahí porque el embajador inglés, con astucia, puso punto final al incidente.
En mayo de 1885, sin embargo, nuestro embajador en Washington, el doctor Vicente G. Quesada, un argentino autoconsciente, retomó la defensa de los derechos de su país, a raíz de expresiones vertidas en el Congreso estadounidense en las que se negaban.
Se había dicho allá que, en 1831, cuando los norteamericanos arrasaron con el Puerto Soledad, las islas estaban abandonadas. Quesada, un estudioso del tema, no solamente refutó los dichos de los norteamericanos, sino que también elaboró una fundada protesta, con la mejor documentación sobre la cuestión malvinera: el alegato elevado el 4 de mayo de 1887, que basta para invalidar jurídicamente tanto las tesis norteamericanas como las británicas.
Al mismo tiempo Quesada trabajó en una importante obra sobre las Malvinas, con documentación que copió de archivos españoles, especialmente Simancas. El libro estaba terminado afines de 1886, pero su autor no consiguió publicarlo. Todavía en 1896 esperaba poder hacerlo; pero cuando escribió al canciller argentino Amancio Alcorta, para que lo apoyara en recursos, el ministro le contestó que considerara que el momento no era oportuno. Y el libro quedó inédito para siempre.
Desde el alegato Quesada en 1887 hasta 1926, en que el canciller Ángel Gallardo retomó la protesta por la ocupación indebida de las islas, no hubo reclamaciones. Entre tanto, en 1910, había aparecido en francés Les Iles Malouines, de Paul Groussac, pero sin versión castellana. En 1927 un estudioso extranjero, Julius Goebel, de la Universidad de Columbia, publicó su The Straggle for the Falkland Islands(La pugna por la islas Malvinas), en que se reconocen los derechos de España y de su heredera la Argentina.
Dos años después, en una curiosa novela publicada en 1929, el ingeniero, arquitecto y pintor Emilio B. Coutaret (1863-1949) planteó el rescate del archipiélago. Sí, en Las Malvinas restituidas, y colocando a los yanquis como aliados de los ingleses en sus pretensiones de dominio colonial. Igual que ahora.
La colonización pedagógica, impuesta a partir del modelo desplegado en la década de 1860 y hegemónico hasta casi la Segunda Guerra Mundial, había dejado afuera la cuestión Malvinas. Pero la historia trabaja a su manera y cuando nadie lo espera salta la liebre. Así ocurrió al cumplirse el primer centenario de la ocupación británica, el 3 de enero de 1933, y que dio oportunidad para que se originara un movimiento de concientización nacional sobre la usurpación.
En efecto, los ingleses hicieron una gran fiesta en Puerto Soledad y en Londres emitieron una estampilla que incluía a las islas como dominio británico. Esto motivó una protesta del gobierno argentino en torno al timbre postal. Y así en mayo de 1934 la cuestión Malvinas llegó al Senado de la Nación, por primera vez desde los tiempos de Rosas.
El senador Alfredo L. Palacios pronunció un discurso memorable, en que expuso los argumentos argentinos tradicionales: aquellos que había blandido Manuel Moreno en tiempos de Juan Manuel y, posteriormente, Vicente G. Quesada. No solamente eso: consiguió que se aprobara una ley por la que se disponía la publicación de una versión castellana del libro de Groussac de 1910. Con esto recién iba a haber alguna literatura histórica accesible (al magisterio, sin ir más lejos) sobre las Malvinas usurpadas.
El canciller británico Anthony R. Eden, un hombre parecido a la Dama de Hierro, retomó en la Cámara de los Comunes los argumentos ingleses, pero también aludió a unas “islas miserables” por ellos dominadas. En Buenos Aires, curiosamente, el centro tradicionalista “El Ceibo” habló, entre otros, el profesor universitario Alberto T. Discoli, quien rebatió las tesis británicas basado en un gran caudal de razones, a partir del 17 de junio de 1833. El disertante contó algo conmovedor, que voy a repetir aquí. Porque su vocación por la reivindicación de nuestras islas tenía su propia historia, ya que nada se crea ex nihilo.
Allá en su tiempo de alumno primario un humilde maestro, llamado Francisco G. Sudria (retengamos este nombre), había dictado una lección inolvidable. Sí, el 10 de junio de 1917 reunió en la escuela a todos los chicos para rendir un homenaje a la fecha histórica, y entonces les explicó que las Malvinas habían sido usurpadas y que seguían en las garras de los británicos. Vale aquí aquello de los antiguos: “De pequeñas causas, grandes efectos”.
Agreguemos que ningún diario grande difundió la disertación de Discoli el 10 de junio de 1936. La recogieron unos periódicos de escasa difusión y marginales: Gaceta del Foro, Tribuna Judicial y La Voce del Calbresi. Pero los filósofos antiguos tenían razón. Aquellas primeras voces se multiplicaron, sin que el sistema modelado por la potencia imperial pudiera acallarlas. Ese mismo año de 1936 salió de las prensas la obra de Paul Groussac: Las Islas Malvinas, en compendio para los institutos de enseñanzas, y al año siguiente surgió la primera Junta Pro Recuperación de la Malvinas. Ahora recién las nuevas generaciones empezaron a recuperar la conciencia nacional sobre esta cuestión anticolonial, condición previa para su rescate definitivo.
En 1940 el poeta Carlos Obligado (1890-1949) escribe la letra de la Marcha de la Malvinas, y en 1966, el amigo y compañero José Luis Muñoz Azpiri publica los tres tomos de su Historia completa de las Malvinas. En treinta años, el modelo impuesto por la colonización pedagógica había sido erosionado por fuera del sistema. Y después vendría la reconquista, transitoria por razones que he sostenido en otras ocasiones. Porque la historia, como la vida a la que cantaba Enrique Banchs, “siendo siempre virgen, a veces es ramera”. Y como escribió Gustavo Le Bon hace más de setenta años. Es muy larga la lista de “los acontecimientos realizados contrariamente a todas las previsiones”.
*PUBLICADO EN EL MES DE ABRIL DE 1990 EN LA REVISTA DEBATE-
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