El día 1º de febrero de 1849, la reina Victoria de Inglaterra inauguró con un discurso, ante el cuerpo diplomático, las sesiones del Parlamento. Se sabía que la oposición encabezada por el diputado Benjamín Disraeli -quien escribía aún su apellido “d’Israeli” con apóstrofo- tomaría como blanco de su ataque a la conducción de las relaciones exteriores. El discurso fue cauto y sobremanera reservado en lo relativo a la política internacional, hecho que no pasó inadvertido para el cuerpo diplomático. Causó extrañeza la omisión de la cláusula usual de que Su Majestad seguía recibiendo las seguridades de la amistad de los demás países, y que al rey de las Dos Sicilias se le diese simplemente el título de rey de Nápoles, designación que parecía preparar, en el ánimo de los mariscales de corredor, el reconocimiento de la separación de Sicilia a favor de cuya insurrección Francia e Inglaterra se habían mostrado siempre inclinadas a intervenir por medio de sus escuadras. Resultó notable, a la vez, que no hiciese ninguna alusión a la ruptura e interrupción completa en que se hallaban las relaciones con España, y sobre todo, a la cuestión con el Plata.
Las últimas noticias que habían llegado a Londres sobre las gestiones del ministro Henry Southern en Buenos Aires, en procura de una conciliación con Rosas, eran decepcionantes; la Confederación Argentina se negaba a transigir. La reina, el presidente del consejo de ministros, Russell y el secretario de estado, Palmerston, no podían refrenar su temor ante la divulgación de dicha novedad, en tanto, los “tories” acaudillados por Disraeli, se felicitaban por una noticia que les permitiría continuar ejercitándose en el arte de crecer en importancia, acorralando al gobierno con pedidos de explicaciones y censuras.
El 24 de enero, luego de un mes de anhelosa espera, llegó la primera información argentina en un velero que partiera el 27 de noviembre del año anterior, de Buenos Aires, y alcanzara Inglaterra “con el extraordinario viaje de menos de sesenta días aunque tocase, como es costumbre, en el Janeiro”, según aviso de Manuel Moreno a Arana. Ninguna nota trajo, con todo, del gobierno argentino para la legación, ni de Southern para el Foreing Office, el cual no podía explicarse “la causa de esta falta”. Conducía solamente copias de la correspondencia cambiada, desde el 17 de octubre hasta el 23 de noviembre, entre el gobierno de la Confederación y Southern, quién había arribado al Plata en los primeros días de octubre de ese año. El texto trascripto descartaba todo optimismo. Para entonces, ya había remitido Moreno a Buenos Aires, artículos de algunos diarios europeos, entre ellos, uno del “Courier del Havre” con referencias adversas al punto de vista argentino, y otro, del “Morning Herald” de Londres, donde un lector pedía se izase la bandera del protectorado francés en Montevideo.
La oposición inició el ataque la misma noche del discurso de la reina. Se produjo una “importante y extraordinaria discusión”, cuyo texto reprodujo el “Times” del día siguiente. El temible jefe de las bancadas “tories” habló extensamente contra los actos del gobierno en Europa y América, que pedía fueran severamente censurados, entre los cuales incluyó, de un modo especial, los del Río de la Plata. Despertó sorpresa esta última actitud, ya que, en anteriores sesiones, se había referido al incidente americano de un modo “bastante conveniente”, según la opinión de Moreno, quién prefirió usar de dicha expresión en vez del adjetivo “acertado”, que escogiera en un principio.
“La Confederación Argentina, una colonia de segundo orden…” comenzó el diputado opositor ante la estupefacción de una cámara donde las ostentaciones de violencia y crudeza oratorias eran desusadas.
Benjamín Disraeli, el autor del discurso, a quienes los íntimos llamaban “Dizzy” (”vertiginoso”), era un orador áspero y sarcástico, aunque excesivamente florido, carecía de rivales en el arte del ataque frontal y resultaba temible por el ímpetu de sus epigramas y la fuerza que proveía a sus argumentos. “Dandy insolente, de rebuscado atuendo”[1], procedía de una familia de israelitas italianos y había escrito novelas de éxito donde presentaba cándidos idilios adolecentes, sazonados con generosas ideas políticas liberales, que sostendría en la práctica, escogiendo por esposa a una viuda adinerada, doce años mayor que él, y desertando de las filas de los “whigs” para pasarse a las del proteccionismo y la aristocracia. De joven, había intervenido en especulaciones sobre minas sudamericanas, acerca de las cuales había publicado un folleto convincente e inexacto – creíase en Inglaterra, en tiempos de Canning, que emancipado el Nuevo Mundo de España, la próxima ruta de los veleros cargados de oro, tendría como punto de destino a Londres – y, habiendo perdido, en una baja del Stock Exchange, la suma de siete mil libras, quedó arruinado y desacreditado, conservando desde entonces una instintiva repulsión por las cosas de América del Sur y un hábito acentuado a vivir rodeado de acreedores. Vestía levita verde oscuro y un chaleco blanco, materialmente cubierto de cadenitas de oro, y usaba una sedosa cabellera rubia, desflecada en tirabuzones de oro que enloquecía a las lectoras de sus romances. Era un personaje frívolo, contradictorio y brillante.
“Una colonia de segundo orden, recientemente rebelada de España – prosiguió el orador – ha querido también imitar lo que se ha hecho en Madrid; ha repelido seis misiones, algunas del más alto rango, y, últimamente ha hecho el ultraje a Inglaterra de no recibir a su ministro y rechazarlo poco menos que con insultos…”
Russell y Palmerston soportaban el chubasco pensando en el pobre ministro “recibido con insultos”, en el continente lejano, aunque, conocedores de la composición histológica de la epidermis de Southern, meditaron en que no resultaba apropiada la preocupación. Resolvieron no darse por enterados de la embestida y mantener un silencio heroico acerca del Plata. El primer ministro respondió al discurso omitiendo referirse para nada al gobierno de Buenos Aires; presentaba un aspecto desolado, al hablar ante la mesa roja, enfundado en una levita negra anticuada. Era líder de los “whigs” y aborrecía las aventuras internacionales que complicaban su programa político liberal. Palmerston calló, igualmente, durante la segunda noche del debate, rebatiendo con todo, las demás partes de la interpelación de los “tories” y conquistando una inmensa mayoría de votos a favor del gobierno.
Disraeli, iracundo, se revolvía en su sitial. Su sanción contra la “indócil” colonia hubiera podido ser quizá la que se aplicara más tarde con los afganos y los zulúes, y que Rudyard Kipling, el cantor del imperio que él mismo posteriormente fundara, sintetizaría en la recomendación: “Sacad los cañones y matad”. Pero los cañones habían sido sacados tres años antes, en 1845, y habían matado profusamente, con alegría feroz: cuatrocientos argentinos yacían muertos por los obuses y la metralla, de cara a las estrellas, en las barrancas de Obligado. Era un remedio ineficaz, sin embargo: la guerra con la Confederación estaba perdida, y los muertos de las barrancas comenzaban a vivir una vida inmortal en el país al cual habían servido de admonición y baluarte.
[1] “Cambridge History of English Literature”.
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