Pretendemos analizar mediante este texto ciertos presupuestos y categorías que resultan —a nuestro criterio— claves para comprender la relación existente entre la fe y la cultura popular, otros aspectos vinculados a esa originalidad político-cultural —conocida bajo el nombre de peronismo— y la relación entre ellos con determinados tópicos del pensamiento del papa Francisco como emergente cultural de nuestra América.
Tanto desde la perspectiva de la teología de la liberación como desde la teología del pueblo, «el pueblo» es pueblo pobre y oprimido; de ahí surge la idea de este sujeto colectivo como sujeto de liberación, persona que aguarda activamente la liberación. La idea de pueblo de la que partimos no constituye una noción socio-económica que identifica al pueblo con el proletariado urbano o rural, sino que asocia ese término a un sentido histórico y cultural. El pueblo es, desde esta perspectiva, una categoría-símbolo, como también lo es la sabiduría y la cultura popular y que designa a todos los que —sea cual fuere su lugar en el proceso productivo— comparten el mismo proyecto histórico colectivo. La teología del pueblo comprende a este como una categoría histórica, ya que se halla en relación con una memoria; una memoria, un devenir y un destino histórico comunes. Comprende además un ethos cultural que define taxativamente un modo común de vivir, un estilo de vida propio. De esta forma, convergen en la categoría «pueblo» tres elementos: un modo de vivir —que es praxis popular—, una historia que es memoria compartida y un destino deseado. Esta categoría pone de manifiesto la defensa, la trayectoria y el camino que hace una comunidad en busca de su liberación, de este ethos cultural concreto.
El pueblo —así definido y delimitado— es a la vez sujeto político y sujeto creyente, uniendo fe, creencias y política en la búsqueda histórica de su propia liberación. El pueblo transita por medio de la organización de la comunidad hacia la liberación como horizonte.
La Iglesia —promediando el siglo XIX— comienza a manifestar en sus documentos pastorales una preocupación por la situación de los sectores asalariados, es decir, sobre las consecuencias que la primera y segunda revolución industrial habían provocado en las condiciones de vida de las y los trabajadores. Eso fue conduciendo —tras un proceso de años— a que León XIII dictara la encíclica Rerum novarum ‘de las cosas nuevas’, considerada la primera encíclica social de la Iglesia católica. Entre otras cuestiones, el papa de entonces, plantea y analiza el proceso de desarrollo capitalista y las consecuencias sobre la vida y la dignidad de las personas humanas. El documento de la Iglesia pondrá de relieve la necesidad de establecer un equilibrio entre el capital y el trabajo: «respetar la dignidad de la persona y la nobleza que a esa persona agrega el carácter cristiano», serán estos los primeros tañidos que llevarán alarma sobre una realidad social que empezaba a ser acuciante.
Cuarenta años después, la Quadragesimo anno insiste y amplía estas cuestiones, reforzando en varios sentidos la novedosa posición pastoral de la Iglesia: «nadie puede ignorar que jamás pueblo alguno ha llegado desde la miseria y la indigencia a una mejor y más elevada fortuna, si no es con el enorme trabajo acumulado por los ciudadanos», dirá Pío XI, en natural continuidad con lo expresado por el autor de la inmortalizada Rerum. «Capital y trabajo deberán unirse en una empresa común, pues nada podrán hacer el uno sin el otro», ratifica de nuevo Quadragesimo anno.
La teología del pueblo en Argentina y la teología de la liberación en toda Latinoamérica, entienden a la cultura como la define el Concilio Vaticano II y —posteriormente— el documento de Puebla; es decir, como una realidad subjetiva, como un medioambiente en el que se desarrolla la identidad cultural de las personas humanas y estos como miembros de una comunidad, siendo hijos y padres de su propia cultura. Por esto mismo, la cultura desde este punto de vista es una realidad dinámica, constantemente creada y creadora; retroalimenta así la relación indisoluble y tripartita entre persona, pueblo y cultura. Cada comunidad va así desarrollando su vida en el marco de una cultura que se va transmitiendo con valores profundos e invariables y rasgos más superficiales que van cambiando de forma constante y dinámica.
A esta realidad, se suma el hecho de que los grupos humanos —las comunidades— no son homogéneas, son diversas, «multígenas» en términos de Scalabrini Ortiz, y esa diversidad es creadora de nuevas culturas que convergen entre sí. Nuestro país fue conformado y constituido por diversos pueblos nativos, impulsos colonizadores, corrientes migratorias y realidades encontradas, y fue generándose así una identidad cultural propia que germinó de aquel «laboratorio de almas» que describió el magistral Leopoldo Marechal. En nuestro pueblo coincidieron —además y en tensión— dos órdenes culturales: uno, el popular, relacionado con los desposeídos, con los sectores más enraizados en la tradición americana; el otro, entrelazado con la cultura «moderna» inducida por la Ilustración europea y sus sucedáneos, matriz orientada hacia la cultura de las potencias e impulsadas por una tendencia a la imitación.
Aquellos documentos de la Iglesia referidos con anterioridad, constituyeron en su época importantes fuentes de reflexión y generaron no pocas repercusiones desde el punto de vista religioso pastoral; pero también en lo político-cultural, ya que ejercieron una profunda atracción en la Argentina, en especial en grupos juveniles. La Iglesia intentó encuadrar, no sin cierta dificultad, las consecuencias de la modificación de ciertos criterios pastorales, en especial, aquellos vinculados a la denuncia respecto a las brutales consecuencias de las revoluciones industriales y de la expansión capitalista.
En nuestro país, los cursos de cultura católica, los círculos católicos de obreros y otros tantos grupos, más o menos vinculados directamente al clero, fueron de alguna manera constituyéndose en receptáculos de las aspiraciones reivindicatorias de una mayor justicia social. No sólo de los grupos juveniles, sino también de intelectuales y de hombres y mujeres de la cultura, que fueron acercándose a esos ámbitos. El escritor y poeta Leopoldo Marechal, el filósofo y jurista Tomás Casares —luego presidente de la Corte Suprema de Justicia durante el gobierno justicialista— o el mismo Fermín Chávez, ya en las postrimerías, participaron de aquellos cursos.
Esta influencia no sólo se concentró en la cuestión social, sino también se extendió a partir de las críticas a la evolución del sistema capitalista, del liberalismo y de una serie de principios que se habían cristalizado a partir de las revoluciones burguesas europeas. Dicho influjo se tornó explícito, manifestándose claramente en el primer peronismo: la reinstalación de la enseñanza del cristianismo en las escuelas, la participación activa de los intelectuales y los filósofos de la Iglesia en las discusiones de los grandes temas de la época; es decir, que ese cambio pastoral tuvo una notable influencia en los años previos al surgimiento del primer peronismo y durante su devenir.
Francisco, no solamente es un lector exhaustivo de los autores de esa época —desde la literatura política incluyendo todas las artes de un período tan rico y madurado de la cultura argentina y nos consta por entrevistas personales— el papa abrevó en muchos de esos autores de aquellos años, de ellos se nutrió —sin duda— y de allí desarrolló su espíritu crítico y su visión cada vez más clara sobre la necesidad de que la Iglesia se adecuara a los tiempos.
No resulta nada superfluo mencionar que su papado coincide con otra profunda crisis civilizatoria —diferente quizás de aquella más atinente a la expansión del capitalismo industrial y a los colonialismos ultramarinos— y más vinculada a una fase superior de evolución del capitalismo: el capitalismo financiero depredador. Cuando se trata de analizar —incluso en la superficie— el pensamiento de Francisco, se encuentran unas claras formulaciones críticas a la configuración de la actual dinámica capitalista en lo que él denomina «la cultura del descarte»; pero que no tiene que ver estrictamente con los bienes de consumo en sí mismos, la brevedad de su vida útil, su desecho y su accesible reemplazo, sino con la expansión de un capital financiero que conduce a grandes sectores de la población a ser descartada.
Ya no es un aspecto que tiene que ver con la gestión de lo que la industria produce, comercializa y desecha, sino con las personas que son consideradas descartables y con los recursos no renovables que también son descartados. Hay en el pensamiento de Francisco una preocupación, no sólo por la persona humana, sino por el destino mismo del planeta. En ese sentido, se observa en su pensamiento —sobre todo en esta etapa actual del capitalismo financiero— la denuncia de un extrañamiento antinatural entre el ser humano y la naturaleza. No es sólo la muestra explícita del descarte; se propone de su pensamiento un imperativo ético: superar la alienación que produce la ruptura del ser humano con la naturaleza, sustanciando una religazón entre el ser humano y su propia ecología, en esa misma en la que se produce la cultura.
Por eso y en general, se malentiende la encíclica Laudato si como una encíclica «ambientalista» o de «paz verde» —vinculada a los conservacionismos— a la cuestión de la preservación de los recursos no renovables, soslayando la ruptura en el descarte de la persona humana. No hay daño que se le haga al hombre y que al mismo tiempo no se le haga a la naturaleza misma.
El sociólogo, Daniel Rosso, introduce un concepto de diálogo en el sentido de la linealidad discursiva: «cuando la política conversa mucho hacia arriba, presiona hacia abajo; ese proceso debe estar invertido para ser virtuoso. La política, los gobiernos, las instituciones, tienen que conversar hacia abajo —y conversar mucho hacia abajo—, para luego presionar hacia arriba».
Partiendo de la base que Francisco entiende que la dinámica de acumulación capitalista actual es unilineal —desde arriba hacia abajo— que la ciencia no es neutral y que la idea de progreso material y sin límites no constituye nada más que un mito de corte individualista, comenzará a hablar de otro tipo de progreso. Superado el «progreso indefinido» —que caracterizó a la Ilustración potenciada por el pensamiento racionalista— empieza a oponérsele lo que él denomina «progreso comunitario» el cual —sin duda— transforma esa linealidad.
Mientras la dinámica de acumulación capitalista es lineal —de arriba hacia abajo—, el planteo del papa es de un progreso comunitario, este trabaja más la cuestión de la horizontalidad y —por lo tanto— aquello que tiene que ver con poner en evidencia las consecuencias del totalitarismo del capital especulativo y su nuevo adlátere: el paradigma tecnocrático. Su denuncia y contra-acción, requieren una verdadera revolución cultural para volver a colocar el bien común en el centro de la agenda de la discusión político-filosófica. En contraposición a la «cultura del descarte» va a plantear lo que llama la «cultura del cuidado» y de la preservación. Dirá más: «No basta conciliar, en un término medio, el cuidado de la naturaleza con la renta financiera, o la preservación del ambiente con el progreso». Ya no son sólo los recursos naturales, sino la preservación en la persona humana de las nuevas generaciones en esa idea de la casa común, y agrega: «con un sentido solidario que es al mismo tiempo conciencia de habitar una casa común que Dios nos ha prestado». La Creación es un don que se nos ha sido prestado, no un coto de caza para su dominación.
Resulta imposible no reflexionar sobre cierta influencia del Mensaje ambiental a los pueblos y gobiernos del mundo de Juan Domingo Perón —en la Cumbre de Estocolmo de 1972— en línea con el pensamiento bergogliano de la «cultura del cuidado». Fue aquella exposición del presidente argentino la primera en que un estadista se manifestó advirtiendo sobre los problemas de la superpoblación, la escasez alimentaria inminente y la destrucción de los recursos naturales. Pero no sólo allí aparecen destellos de justicialismo que se traslucen en el acto reflexivo formal de Francisco: «el ver, juzgar y obrar» de su criterio. Se haya fuertemente relacionado con aquellos cuatro principios que estableció otrora el primer peronismo: «ver, que es condición necesaria para apreciar, que es condición necesaria para actuar y que es condición necesaria para resolver». Feliz intersección entre ambos universos doctrinales, aplicados al hombre y al mundo.
Si bien las revoluciones burguesas generaron una ultraprotección del capital y de la propiedad privada —cuyo tránsito consecuente devino ahora en la ultraprotección de la tecnología— también queda planteado en el pensamiento de Francisco una gran preocupación sobre «las formas de poder que derivan de la tecnología». Esa ultraprotección de la tecnología ocurre en detrimento del amparo de la persona humana que debería ser el centro de la protección jurídico-estatal.
Para Francisco proteger al ser humano y al producto de su esfuerzo intelectual —físico y creativo— es vital. Este es el desafío. El papa vuelve a insistir con la cuestión de la cultura del trabajo y eso requiere —para que pueda producirse— volver a aquellos Estados que asuman la misión de garantizar el acceso a los recursos básicos: agua, alimentos, energía. Por eso Francisco propone el cuidado de la casa común: no hay subsistencia sin la protección de nuestro entorno, que es a la vez natural y cultural. Cuando él habla del entorno humano, no solo nos habla del entorno ambiental en términos de ecosistema, sino del entorno cultural, que tiene que ver con la cultura que fueron produciendo los pueblos.
Lo que viene criticando es la idea de una homogeneización cultural —rémora de la globalización que daba «fin a la Historia»— a la que se responde con la protección de la riqueza de la diversidad cultural. Para Francisco, cuidar el hábitat común implica un abordaje responsable sobre cuestiones clave: el sistema natural integral al que pertenecemos, a la «madre tierra», al «hermano sol», a la «hermana luna». Esa reivindicación de san Francisco de Asís no es un rescate vinculado ya estrictamente a lo espiritual, sino a lo concreto.
De temprana visión anticipatoria, El Cántico de las criaturas o Cántico del hermano sol, como también es conocido, compuesto entre los años 1224 y 1225 —a diferencia de otras composiciones religiosas de la época— no se enfoca exclusivamente en Dios, en la Virgen o en la narrativa hagiográfica; por el contrario, lo hace en la Creación misma —de la que agradece a Dios por ella— incluso, hasta de la sustancia individual de naturaleza inanimada: el agua, el aire, el fuego, la tierra; los hermana con el hombre haciendo transitiva la compasión y los valores humanos también hacia ellos.
Podrá entenderse cómo —en aquella época— se granjeó muy rápidamente el apodo de «el loco de Asís», un hombre capaz de valorar a una piedra tanto como a una mula, en orden a la perfecta armonía de lo creado. Era una locura entonces. Podría haber sido un fenómeno aislado —en términos de arrebato místico— si doscientos ochenta años después Erasmo de Rotterdam —cuya cordura es innegable— no hubiese escrito su Elogio de la locura, en el que no sólo hay una crítica a la razón pura, a los males que ha causado, sino a las ventajas directas que supone la estulticia sobre ella. Y si a la sazón se agrega que Erasmo escribió esta obra en casa de su íntimo amigo Tomás Moro —de una sensatez incuestionable— no puede más que observarse una sólida continuidad en la coherencia. ¿Locura o primera reacción protohistoricista a la lógica del trivium escolástico?
¿Existe en Francisco de Asís cierta sospecha precoz —pero contenida— de la inmanencia spinoziana? ¿Ha creído vislumbrar desde su oda a lo creado que también —a su modo— la Tierra es sensible de un alma «tanto sensorial como intelectual», como propuso Giordano Bruno? Jamás lo sabremos ni podríamos afirmarlo, pero de los tres sabemos con certeza que ninguno tuvo una relación carente de claroscuros con la Iglesia en general y, en particular, con el dogma referido a la creación y lo creado. Sí sabemos hoy que la mecánica cuántica acerca cada vez más a la ciencia, a la filosofía y a la religión, porque de ella surge la idea de un Dios inmanente en todo lo que existe, y no en forma trascendente y separada del mundo material. Entendemos que —incluso en la actualidad— esta teoría no está exenta de controversias. En la misma línea de coincidencias, tampoco el papa Francisco ha llegado al Vaticano sin recelos, sin romanos temores de amenazas reformistas. Abolido el limbo, todo es posible.
La Tierra puede vivir sin nosotros, nosotros no podemos vivir sin la Tierra. El papa va más allá y plantea una «ecología integral, vivida con alegría y autenticidad» que remite a la inseparabilidad de la naturaleza y el ser humano; aun más, intenta romper esa dualidad naturaleza-cultura, ese falso mandato de ir y dominar, en términos de sometimiento redituable. Pone bastante en cuestión esa idea de dominio, de dominar la Tierra, el papa la resignifica en la idea de una coexistencia armónica y hermanada.
Francisco avanza en ese sentido y allí se nota una clara influencia de los pensadores de los cuales abrevó; pues más allá de ser un papa universal, fue desarrollando un pensamiento situado a partir de su propia experiencia de vida, en un país del «conurbano del mundo». No es un papa que haya desarrollado su formación intelectual en los grandes centros de poder, sino más bien en la periferia —por lo cual no podría apartarse pastoralmente de esa realidad que conoce a la perfección— y que generó su propio modo de pensar y entender el mundo.
No es casual —así lo entendemos— la elección de un papa proveniente de ese mundo que es «sujeto de descarte». En sus principales documentos, el papa del sur critica expresamente el antropocentrismo; no se recuerda haber leído ningún otro documento oficial de la Iglesia que haya quebrado tanto con el antropocentrismo como lo hace Francisco desde un punto de vista teórico; pero, ¿con cuál antropocentrismo? con un antropocentrismo racionalista instrumental, ese racionalismo que había surgido de la Ilustración, donde la razón utilitaria era directriz: «un antropocentrismo despótico que se desentienda de las demás criaturas», dice en Laudato si. ¿No es el Cántico de san Francisco de Asís, también, una clara reacción al antropocentrismo?
Un antropocentrismo hedonista, individualista, —«desviado», dice— a cuyo «yo» le opone un «nosotros» y —más todavía— un «otro»; que es lo natural y que expresa en todo ello que no puedo ser plenamente yo sin el otro. El pensamiento de Francisco plantea una cara ambiental que tiene que ver con la necesidad de la preservación de la Tierra y del planeta como Creación y como casa, una casa social. Ambas caras son parte de la misma realidad que invita a «vivir bien»; están totalmente interconectadas, no están separadas y eso es lo que aparece como novedoso.
Todo está conectado para el papa; esto significa que el problema social sólo se solucionará si se modifica el actual sistema económico que no solamente mata personas, sino destruye el entorno. Francisco avanza todavía más, rescatando la idea del trabajo como instancia básica de reivindicación humana: «estamos llamados al trabajo desde nuestra creación». Se anima a pensar en la posibilidad de un trabajo creativo, remunerado para los desempleados; la organización de los trabajadores formales, pero también la organización de los trabajadores informales. Y además, el imperativo de que al momento de realizar sus convenios colectivos o en la dinámica de los movimientos populares en la conquista de sus derechos, el trabajador incorpore el control de la producción en función del cuidado de la casa común, de la naturaleza. Brinda herramientas propositivas: «mejorar la eficiencia energética de las ciudades», dice; pero también convoca de manera responsable a los intelectuales y a los académicos de la ciencia para que puedan desarrollar nuevos modos de trabajo, basados en el cuidado y en la producción sustentable.
Se desprende del pensamiento del papa la denuncia de un totalitarismo de mercado que está blindado por los grandes medios y por la promoción de una ética meritocrática e individualista; pero la meritocracia —dice el papa— no es posible sin igualdad de condiciones de base. La idea del mérito en sí mismo no es opuesta a su concepción, solo si deviene en una lucha de todos contra todos por la mera ventaja egoísta que se vuelve aniquilatoria, es decir, la mirada hobbseana de la vida social. Quiere dejar en evidencia que si bien todos compartimos la misma potencia, la misma condición del acto de correr, algunos comienzan aventajados, la mayoría muy retrasados y otros nunca pueden comenzar la carrera.
Francisco rescata lo político; lo político aparece en este tiempo forzado como el espacio de lo inverosímil, de lo imposible; es mostrado en esta etapa del capitalismo como un estadio de irracionalidad, mientras la cordura racional se pretende desde el mercado, debilitando las instancias necesarias para poder establecer sistemas de equidad allí donde el mercado desplaza. La idea del mercado como promotor esencial de desarrollo humano requiere de la política, de la existencia necesaria de la política que es la que le debe poner límites, reencauzarla. Más que nunca es imprescindible lo político y lo estatal: «Los mercados, procurando un beneficio inmediato, estimulan todavía más la demanda. Si alguien observara desde afuera la sociedad planetaria, se asombraría ante semejante comportamiento que a veces parece suicida», dice la encíclica.
Plantea el desarrollo como una mejora integral de la vida humana —no como desprendida— como concepto de evolución ilimitada de la producción de bienes y servicios o de la sobreproducción de tecnología, sino como una mejora integral. El desarrollo tiene que replicarse en un mejoramiento de la calidad de vida y de la dignidad humana y, por lo tanto —siempre aparece en el pensamiento de Francisco— el imperativo ético que implica dejar de lado la cultura del descarte.
La solución de los problemas ecológicos no es ni económica ni técnica, requiere de una nueva ética, por lo tanto una revolución cultural que deje de lado paradigmas tecnocráticos. Para esto, es necesario abandonar la idea de la dialéctica de los opuestos insuperables, la solución requiere de un modo dialógico, franco, que es un instrumento vital. Esto significa recuperar lo dialógico-comunitario pues, en definitiva para Francisco, los seres humanos viven en comunidad y la comunidad se define por la proximidad; esta se constituye, se entrelaza a través del diálogo, y lo dialógico nunca puede ser unilateral —desde arriba hacia abajo— sino, precisamente, es el método dialógico lo que aporta horizontalidad. Esa es la propuesta de Francisco para neutralizar los efectos de este «desarrollo» financiero-tecnológico que conduce al descarte.
Haciendo un análisis del Discurso en el encuentro ecuménico e interreligioso con los jóvenes —pronunciado en Macedonia del Norte el 7 de mayo 2019— la Dra. Ana Jaramillo dirá al respecto: «Francisco sigue convocándonos a la fraternidad en su nueva encíclica y nos advierte que “Nadie puede pelear la vida aisladamente. […] Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. Todos y todas los que creemos y queremos hacer una patria más libre, más justa y más soberana, queremos re-ligarnos en una comunidad, aunque no seamos religiosos. La nueva encíclica del papa Francisco es una gran clase de filosofía social. Las creencias son las ideas que somos».
Cultura popular unida a la fe popular: esta categoría resulta basal para nuestra reflexión. Así como podemos hablar de una cultura popular lejos de las estructuras impuestas por el establishment, también podemos hablar de un cristianismo popular que está lejos de las grandes estructuras y nace de la cultura más ontológica de nuestro pueblo —que transita caminos de esperanza y organización— para alcanzar la liberación.
En nuestra América se generó un modo propio y original de mirar la vida y confrontar la muerte, con características singulares, evidentemente atravesadas por el cristianismo. Dice Rafael Tello que esta cultura naciente esta profundamente marcada por el «deseo de reconocimiento de la dignidad humana y en una actitud existencial que reconoce la presencia de Dios en la vida diaria y el destino eterno de la misma». Esta actitud ante la vida de aquellos «protooprimidos» llega hasta nuestros días en el pueblo, oprimido, desposeído y trabajador.
Desde la concepción optimista de Arturo Sampay en la que «de más bienes y ocio disponen las personas libres, con la diferencia de que los esclavos de antes de la revolución científica eran humanos y ahora son mecánicos, y, dicho sea de paso, debido a la infinita multiplicación de estos esclavos mecánicos es que, en nuestros días, todos los componentes de la humanidad emergen a la condición de hombres libres». A aquello a lo que el autor llamó «la revolución de nuestro tiempo» —a mayor tecnología y maquinaria, su empleo y expansión hará de más hombres libres— se ha contrapuesto la irrupción del nuevo capitalismo financiero, que ha desafiado y revuelto este logro de la humanidad que avizoró Sampay. Francisco advierte: «la orientación de la economía ha propiciado un tipo de avance tecnológico para reducir costos de producción en razón de la disminución de los puestos de trabajo, que se reemplazan por máquinas. Es un modo más como la acción del ser humano puede volverse en contra de él mismo».
Reaparece la idea en Francisco, a veces más expresa y en otros casos de manera sugerida que, en definitiva, es el trabajo el que genera el capital, y que por lo tanto el trabajo humano —ya sea en su faz creativa, ya sea en sus aspectos físicos— debe ultraprotegerse, deben establecerse sistemas de protección jurídico-estatales para contenerlo.
Reiterando que a Laudato si no hay que confundirla con una «encíclica verde» —en términos de movimientos ecologistas— sostenemos que la misma constituye una valiosa reflexión social y filosófica sobre el presente, el pasado y el futuro; sobre nuestro hábitat común que implica el abordaje de cuestiones clave como el sistema natural al que pertenecemos. La idea de la Creación divina —aún sin concluir— y que continúa con el aporte responsable de la mano del hombre; deja de lado al individuo depredador y dominante de lo creado, para constituirse en cocreador en términos de imagen y semejanza divina. Entendemos que el papa propone una religazón con lo espiritual —no necesariamente con lo religioso— con la dimensión espiritual y la trascendente y, que en el caso de la Laudato si, articula ciencia, fe y filosofía.
Esa articulación se interroga básicamente sobre el sentido mismo de la existencia de la vida social y de la vida comunitaria. Aquí está planteando un retorno a la discusión de la antítesis entre sociedad-comunidad. La sociedad como simple asociación, reñida con la comunidad como establecimiento, como instancia de construcción de proximidad.
En este sentido, también el papa se acerca a lo que se conoce como la filosofía de la complejidad. Implica el abandono de dualismos, el abandono de prácticas y discursos de índole dialéctico para recuperar la comprensión humana como fenómeno que va más allá de la simple interrelación entre los seres humanos, expandiendo la interacción de los seres humanos —insistimos— con todo el entorno de lo creado.
Esa filosofía de la complejidad que empieza surgir allá por las décadas del setenta y del ochenta, y que viene a plantear que las cosas, la vida, la naturaleza, los recursos naturales, no son unilineales —no son accesibles solo por la razón pura— que hay elementos cuyo rol en la naturaleza aún desconocemos, pero que son parte de la creación. De este modo, desafían a abrir los planos de nuestras consciencias para aceptar que el conocimiento no es un mero hecho racional, sino que se da a partir de un fenómeno más holístico. Que de ello se desprende que no conocemos sólo a través de principios lógico-racionales, sino por intuiciones metarracionales; así como san Francisco de Asís. Eso habrá que considerar al momento de construir esa casa común y de proteger a todos, porque son parte misma de la naturaleza. Qué lejos queda en este contexto la concepción nietzscheana: «el hombre es la enfermedad de la piel de la tierra». Para Francisco la Creación es, finalmente, el ecosistema trascendente del hombre.
Aquellos a los que nos gusta ver cierta continuidad histórica en los acontecimientos, y si ese acontecer genera cultura, que además se abre paso a través del tiempo y cuyo discurrir llamamos historicismo, vemos a san Francisco de Asís advirtiendo a aquel ser humano de la Baja Edad Media que sí existe hermandad con la Creación y no sólo dominio y antropocentrismo en esa «casa común» que comparten. Llega Erasmo de Rotterdam y su Elogio a la locura, entendiendo que lo más sensato es «hacer lío», escribiendo la obra en homenaje a su utópico amigo Tomás Moro. Pasando de siglo en siglo, el mensaje cristiano llega al primer peronismo en Estocolmo, vibrando en extraordinaria rima con el pontificado del papa del sur: a centurias de transmitido el mensaje de Asís, como la luz de un faro lejano —resignificado por sucesivos pensadores protohistoricistas— y eclosionado por Francisco en la encíclica Laudate si.
Qué podía saber san Francisco de Asís y sus criaturas sobre el mensaje de Estocolmo, que hubiera sabido Perón sobre la «ecología integral» del primer papa en la historia llamado «Francisco». Cómo hubieran sabido que la mutua preocupación transversal de los tres hombres era la pobreza material y espiritual del hombre, sensibles al mismo tiempo como eran al entorno natural que les rodeaba, y de cuyo extrañamiento advertían.
Tal vez sea natural consecuencia que —una vez superada la secular antítesis planteada entre ciencia y fe por la magistral obra de Tomás de Aquino y su razón aristotélica— Francisco nos invite a superar este nuevo dualismo —en apariencia irreconciliable— entre sociedad y comunidad, por medio de un historicismo nuevo.
Ante el fracaso evidente de El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama —corolario de la globalización—: ¿no es por ese historicismo que Cristo va uniendo estos extraordinarios acontecimientos dándoles sentido y coherencia, inspirando a los unos para iluminar a los otros?
Sabemos que hay un pueblo que vive en un ethos cultural, de donde deviene su historia junto con su memoria colectiva; es creado por la cultura y creador de esta. Sabemos también que existen estructuras del mal que nos oprimen y que constituyen verdaderos lazos de muerte que amarran su vida y pretenden someterlo. Sabemos que Francisco encuentra en el Evangelio un proyecto liberador, portador de una esperanza que es —en definitiva— el bien arduo y posible, y que busca la liberación como concreción de un proceso vital e histórico. Así, el pueblo argentino esta atravesado por una historia política que lo ubica protagonista, como sujeto en el centro de la escena.
Entendemos que al mal se lo vence con estructuras virtuosas, la forma política de esas estructuras es la organización, la comunidad organizada. Este pueblo en sentido subjetivo que se reorganiza de continuo para dar respuesta al mal desde la mirada empapada de su fe —inscripta en su inconsciente cultural y colectivo; este pueblo, pobre y oprimido— sabe que está llamado a ser libre. Pero en su camino a la liberación, este pueblo organizado busca transitar de modo singular —desde su propio modo de ser original— el camino que lo conduzca a una vida más digna, más libre, justa y humana. Es ahí, en ese lugar, donde la fe, la cultura, la historia y la política, se encuentran en nuestro pueblo en la búsqueda de hacer realidad efectiva —aquí y ahora— el tiempo de la liberación.
Estas y otras cuestiones —de una profundidad filosófica extraordinaria— serán trabajadas minuciosamente en un seminario que se dictará en nuestra universidad durante el segundo cuatrimestre de este año y que se denominará: «Pensar el mundo de Perón a Francisco: crisis, pueblo y comunidad».
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