Fuente Agenda de Reflexion
Leonardo Favio (1938-2012) fue el más descollante cineasta argentino y conjugó cultura popular y espectáculo de masas con influencias estéticas muy diversas. Retrato de una sensibilidad atenta al dolor.
PENSAR LO POPULAR. Favio, que murió el lunes 5 de noviembre, trasladó a su cine el atractivo de masas aprendido en su carrera de cantante. Aquí, en locaciones de “Juan Moreira”, uno de sus filmes más exitosos
Por Hugo Salas
A diferencia del semblante atormentado que elegía como cantautor romántico o la seriedad de sus fotos de galán, en las instantáneas periodísticas o casuales a Leonardo Favio se lo ve con la mirada chispeante, una sonrisa en la boca y cierto halo de picardía. Se advierte allí, de inmediato, el mismo fuego que enciende sus voluptuosos y embriagadores movimientos de cámara, desde la escena de los chicos jugando en el río en Crónica de un niño solo (1964) hasta los arabescos del insólito Aniceto (2008), un amor por hacer y por lo hecho que impregna cada fotograma y, según quienes trabajaron con él, lo dotaba de una energía incansable, capaz de llegar al límite de las fuerzas propias y ajenas hasta lograr un instante o una imagen a la altura de su imaginación. Sólo una intensidad semejante explica el vértigo de sus inicios. En 1958, este joven actor proveniente de Mendoza, que había pasado por el seminario y la marina, desembarca en el cine. Su presencia llama la atención de un destacado representante de la industria, Daniel Tinayre, pero sobre todo la de uno de los más prestigiosos realizadores de la época, Leopoldo Torre Nilsson. Si hay que creer en la leyenda, la voluntad de impresionar a María Vaner, su coprotagonista en El secuestrador (Torre Nilsson, 1959), hizo que aquel novato diera sus primeros pasos detrás de cámara y que poco después estrenara Crónica de un niño solo . Lo logró: se casaron y tuvieron dos hijos, y no es para menos si se tiene en cuenta que aquella ópera prima ha sido considerada, en una encuesta realizada por el Museo del Cine, la mejor película argentina de la historia.
En abierta contradicción con ese entusiasmo, una de las mayores constantes de su cine es la tristeza, la nostalgia, una sensibilidad siempre atenta al dolor, incluso allí donde desfallece y se disfraza de carcajada. La vitalidad y la energía que despliega el acto creador chocan una y otra vez contra ese contexto inane, hostil, lo revelan y desnudan, se erigen, en última instancia, como una acusación definitiva contra un mundo que no está a la altura de la belleza que el artista puede arrancarle. De esta contradicción es hija la ternura con que trata aun a los personajes sobre los que dirige su mirada más dura y descarnada, esa extraña piedad basada en una empatía inmediata con cualquier otro, con todos los demás, en virtud de su mera condición humana.
No es la única paradoja. A muchos les resulta insólito, prácticamente inverosímil, que el creador de imágenes tan sofisticadas se convirtiera también, a partir de 1968, en el autor de baladas sencillas y populares como “Ella…, ella ya me olvidó”, “Fuiste mía un verano” o “Quiero aprender de memoria”. El propio Favio mantuvo la separación entre ambas ocupaciones (ninguna de sus películas tiene una canción suya, por ejemplo) como si se tratara de compartimentos estancos, agradeciendo la estabilidad económica que le había brindado su segunda carrera. En alguna ocasión, sin embargo, reconoció que lo que lo llevaba a componer letras como “Tilín tilín, tolón tolón, mirá como hace mi corazón” era la alegría con que las recibía el público; de alguna manera, Favio cantante miraba a su público con la misma ternura que Favio director reservaba para sus personajes.
Esa simpatía por el otro, por el prójimo traducido a su vez en un colectivo, el pueblo, lo convence de adscribir al peronismo, o al menos a una muy particular idea redentora del peronismo que hacia el final de su carrera habrá de plasmar en Perón, sinfonía del sentimiento (1999). Curiosamente, su debut como actor (debut con personaje, no como extra) habría de producirse en El jefe (1958), de Fernando Ayala, donde la relación que se establece entre los hampones de una banda y su cabecilla oficia de alegoría antiperonista. Torre Nilsson, por su parte, no sólo no ocultaba su hostilidad hacia el gobierno depuesto, sino que además su mujer y coguionista, Beatriz Guido, fue la autora de la novela más explícitamente antiperonista de la época, El incendio y las vísperas.
Ocurre que su visión ecuménica del pueblo le impide plegarse a las divisiones tajantes de la política argentina, no sólo entre peronistas y “contreras”, sino tampoco a las que habrían de aparecer dentro del propio partido durante los 70. Recuérdese que no sólo entrevista a Perón en Puerta de Hierro, sino que comparte el vuelo de regreso de 1972 junto a un heterogéneo grupo en el que conviven, entre otros, López Rega, Lastiri, Rucci, Menem, Galimberti, Garré y el padre Mugica. A lo largo de su carrera, el cineasta mantendrá una posición que se opone a la segmentación del peronismo y por eso mismo resulta, cuanto menos, confusa. ¿Cómo alguien que mantenía una relación cercana con Mugica (asesinado luego por la Triple A) podía tenerla también con la burocracia sindical? ¿Cómo se explica que Perón, sinfonía del sentimiento , donde escasean las menciones al peronismo de izquierda, esté a su vez dedicada no sólo a Cámpora, Del Carril y Carpani, sino a Rodolfo Walsh, los trabajadores, los estudiantes y el Grupo de Cine Liberación?
Lejos de ser abstracto, el carácter insostenible de esta posición se materializó muy temprano, el 20 de junio de 1973, durante la masacre de Ezeiza. Favio, convocado como conductor del acto oficial, pareció desdoblarse entre su posición en el palco (ocupado por la derecha) y sus simpatías con la juventud, sin que ninguna de las dos prevaleciera. Así como ciertos testimonios lo ubican en el Hotel de Ezeiza, amenazando a los parapoliciales de contar lo que estaba ocurriendo si no cesaba la matanza, otros confirman que, desde el micrófono, alternaba llamamientos a la paz y a cantar el himno con la proclama de que los enemigos (sin mayores precisiones) ya habían sido identificados.
No es casual que por la misma época se abra una nueva etapa en su filmografía, interesada en pensar y representar lo popular.
Juan Moreira (1973) y Nazareno Cruz y el lobo (1975) son éxitos de taquilla, como si el director hubiese logrado trasladar a su propia cinematografía algo de ese atractivo de masas aprendido en su carrera de cantante melódico. Paradójicamente, en tanto se apartan de los dictados comunes del modernismo estético de los 60, se convierten en sus películas más personales. Detrás de todo ello hay una compleja solución de compromiso: tratan sobre el pueblo sin ser abiertamente políticas, y tal vez sean uno de los pocos discursos en que, nacionalismo mediante, pueden reconocerse todas las vertientes del peronismo. La fractura definitiva de ese compromiso explicaría el fracaso comercial de su película siguiente, la extrema y original Soñar soñar (1976).
Se abre entonces un interregno de más de quince años, durante los cuales Favio, perseguido por su militancia, sólo se dedica a su carrera de cantante, mayormente en otros países de América Latina. Regresará a los sets en 1993 para rodar Gatica, el mono . En pleno auge del menemismo, el director decide contar, a través de la biografía del boxeador, la historia del peronismo como un movimiento primero victorioso y luego frustrado, visión que habrá de completar, de manera contundente, en su extenso documental de 1999.
Su última película, Aniceto , puede leerse como una vuelta sobre el purismo estilístico y sentimental de la primera etapa, pero con un lenguaje visual mucho más personal, menos atravesado por las influencias de la cinefilia europea, y ese singular desparpajo que sólo pueden permitirse los mayores directores. En conjunto, la filmografía de Favio constituye el bloque más descollante del cine argentino y tal vez el único que no puede reducirse a la adaptación y asimilación de tendencias estéticas externas, sino a una reformulación compleja y original del sentido mismo del cine y del sentido de hacer cosas entre los hombres. O tal vez, simplemente, nos regale una rosa.
Hugo Salas
[Publicado en la revista Ñ de Clarín]
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