Quien quiera definir “lo argentino” puede encontrarse con un cuello de botella ante el hecho -nada simple- de una identidad que es mixtura. Y digamos, ya mismo, que toda identidad es un producto de la historia.
Hubo entre nosotros quienes hicieron una búsqueda de la identidad argentina, desde el padre fray Francisco de Paula Castañeda hasta Manuel Ortiz Pereyra, pasando por Ernesto Quesada, Leopoldo Lugones, Manuel Ugarte, Ricardo Rojas, Manuel Gálvez y otros más. Justamente fue Ugarte quien, en 1912, escribió: “¡Somos indios, somos españoles, somos latinos, somos negros, pero somos lo que somos y no queremos ser otra cosa!”.
Cuando, poco antes de la celebración del Centenario, Ricardo Rojas fue comisionado a Europa para que estudiara “el régimen de la educación histórica en las escuelas europeas”, no se imaginaron el resultado negativo de dicha misión. En su informe –publicado en 1909 con el título “La restauración nacionalista”- Rojas señaló que lo visto por él no valía para la Argentina, porque en Europa el Pueblo era anterior al Estado-Nación, y aquí había pasado algo distinto.
En efecto, a partir de la década de 1860 y en el curso del llamado “Proyecto del ‘80”, bajo el imperio de lo que Colin Lewis llama “la Conexión Anglo-Argentina”, hubo un poblamiento en la pampa húmeda, ciertamente posterior al Estado-Nación. Las llanuras bonaerenses, santafesinas, cordobesas y la Mesopotamia se llenaron de inmigrantes, convocados en la Europa del Sur. Y aquí hubo un crecimiento bien deforme.
Veamos algunos datos. Entre 1869 y 1914 las provincias de la pampa húmeda habían quintuplicado su población, pasando de 870.960 habitantes a 4.473.804. Santa Fe había crecido diez veces, saltando de 89.117 habitantes a 899.640. Mientras tanto, una provincia del Oeste, Catamarca, no había ni siquiera duplicado su población, ya que había pasado de las 79.962 almas de 1869 a 100.931 en 1914.
En rigor de verdad, la Argentina es una suma de identidades regionales, con influencias históricas propias. Una cosa es el puerto y otra las poblaciones de Cuyo, del Oeste, del Noroeste, del Litoral y de la Mesopotamia, sin olvidarnos de la Patagonia. En Cuyo hubo una influencia huarpe; en Santiago del Estero, una quechua; en Corrientes, una guaraní; en Jujuy, una aimará; y en Salta y Formosa, podemos hablar de matacos y tobas.
En 1909 Ricardo Rojas expresaba en su informe convertido en libro: “Puede decirse que la grandeza aparente de Buenos Aires se ha formado por la agregación fatal de esfuerzos individuales y egoístas, y de intereses internacionales o ajenos a la Nación. El ideal nacionalista, que es la conciliación de ambos extremos, falta entre nosotros. Bajo las apariencias de un progreso deslumbrante, seguimos, espiritualmente, como en tiempos de la colonia y de la famosa ‘Representación de los hacendados’”.
Osvaldo Magnasco fue protagonista de un hecho que revela la fuerza del “Proyecto del ‘80”. Durante su paso por el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, siendo Roca presidente, intentó cambiar el sistema enciclopedista, de cuño iluminista, copia del sistema pedagógico francés, por uno más acorde a las necesidades de la Nación. Su proyecto de ley reducía el número de colegios nacionales y fundaba “institutos prácticos de artes y oficios, agricultura, industria, minas, comercio, etc.”. Pero fue inútil. Roca acabó sacrificándolo.
Por su parte, el agrimensor Rafael Hernández luchaba por ganar espacio para una de sus empresas nacionales: la de montar una industria textil sobre la base de plantas nativas. Él había recogido y cultivado más de 50 textiles aborígenes: caranday, tacuarembó, guaembé, palo borracho, pita, chaguar y otros; también había aclimatado yute, cáñamo, ramio y Phormium tenax (formio). Expuso sus trabajos en el Pabellón Argentino y los diarios se ocuparon largamente del programa textil del hermano menor del creador del Martín Fierro. Se habló del tema en el Senado y en Diputados, pero todo quedó finalmente en aguas de borraja, y la firma Drysdale siguió importando hilo de agavillar y posteriormente yute y arpilleras.
A su vez, en 1930, Leopoldo Lugones escribía: “No es que vayamos a renegar del extranjero, aun en aquello que su adaptación personal pueda tener de riesgoso y desagradable. No se abona con perfumes, ni nos interesa que la inmigración sea una trata. Pero ha llegado el momento de preferir la instalación de hombres a la importación de ideologías. De hombres a quienes interese más nuestra simpatía que nuestra tierra. Mas, no se gana simpatía sino robusteciendo la personalidad, creando el encanto de lo propio e infundiendo el sano respeto de la moderación dentro de la fuerza”.
Por toda esta historia de lo argentino y ante la mixtura hubo más de uno que puso en duda nuestra identidad, hasta decir que no la tenemos. Por eso hace años supimos escribir un epigrama titulado “¿Falta de identidad?”, elogiado por algún antropólogo, en el cual sosteníamos como Manuel Ugarte que los indios somos nosotros, los criollos somos nosotros, los gringos somos nosotros, para terminar diciendo: “A la final nos sobra identidad”.
Antes de los amenes quisiera expresar que se ha trabajado bastante sobre los regionalismos y sobre las supervivencias idiomáticas aborígenes. Así los estudios de Domingo Bravo y de Emilio A. Christensen sobre el quichua santiagueño, como lengua supérstite, deben ser recordados. Lo argentino, ciertamente, aparece recuperado en todas sus formas. Y en verdad no es una bola de billar.
OPUSCULO- año 2004
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