Marchas negras y Marchas Blancas.*Por Aníbal Torretta

Desde el inicio de nuestros pueblos o nuestra historia siempre existieron las marchas blancas y las marchas negras.
Las blancas eran las que el poder de cada época pintaba con el pincel de justas y nobles. Las negras eran las que el poder pintaba de negro, eran todo lo malo, lo sucio, lo deplorable para las castas gobernantes.
Antes de la conquista española, el Inca invade a sangre el norte de lo que hoy conocemos como nuestra Argentina, sometiendo a collas, lupacas y diaguitas, entre otros pueblos. Seguramente, la resistencia al Inca horrorizaba a la aristocracia incaica, como las marchas de los jubilados de hoy horrorizan a la casta del régimen gobernante de Javier Milei. Quienes hacemos las marchas negras no entendemos, por nuestras limitaciones intelectuales, que nuestro sufrimiento es necesario para el progreso, ignorantes de nosotros.
Luego llegará la civilización, de la mano de los españoles, primero por el norte, y sí, su ejército blanco enfrentará lo que yo llamo nuestras legiones incas, porque era una realidad que ya los incas, entremezclados con otros pueblos, eran nuestra primera gente, por lo menos en el noroeste de nuestra región.
Allí comenzó la resistencia del Inca contra el conquistador. La Cruz de Cristo (que abrazo con toda mi fe) representaba la marcha blanca (que en realidad se utilizaba para someter a los pueblos a la servidumbre, aun contra sacerdotes enormes y humanos que se oponían a ello), enfrentada contra la peste originaria que, como su nombre lo indica, era nefasta solo por eso: por ser de acá.
La doble vara ya existía; no es mérito exclusivo de Jonathan Viale, Feinmann, etc. Entonces se rotulaba de aberrantes los sacrificios incas (que sí lo eran), pero santos y necesarios las justas ejecuciones de los Juicios de Dios de la Santa Inquisición. Es decir, enterrar vivas a las doncellas para pedir prosperidad era salvaje, pero quemar en la hoguera a una patriota como Santa Juana de Arco era un acto de justicia. Pero claro, siempre la brecha entre lo negro y lo blanco.
Siempre me interpelo: ¿de qué lado hubiese estado yo de haber nacido en ese tiempo y espacio? Porque, por ejemplo, los chancas, luancas y cañaris se aliaron a los españoles para enfrentar a su enemigo natural, el Inca. ¿Eran estos traidores a la sangre nativa? ¿Eran vendidos al colonialismo? ¿O eran tipos que veían la cosa desde otro lado, atrapados en una paradoja de nuestra historia? Te lo dejo para que lo pienses vos.
Llegamos a la instancia de que los españoles descuartizan a Túpac Amaru, y yo digo ahora: ¡Viva Túpac Amaru! ¿Y por qué digo esto si soy defensor de la herencia hispana? Porque para esa época, Túpac representaba, allá por 1780, la resistencia del pueblo contra el colonialismo de esa época. Ellos eran, para entonces, la marcha negra, junto a otros pueblos originarios y a españoles residentes que se enrolaron con Túpac.
Y hubo otras marchas, como la de los indios quilmes castigados por resistirse a la colonia: los trajeron caminando desde el norte del país hasta lo que hoy es Quilmes, sin comida, casi sin agua, y bueno, llegaron los que llegaron.
Así las cosas, el español ya se había mezclado con los originarios y nació el criollo, quien, junto a españoles, indios y negros, rechaza el avance de una nueva marcha blanca civilizatoria que el enemigo natural de España, Francia y Argentina (que todavía no era tal) traían amorosamente: ¡los ingleses! Quienes tomaron Buenos Aires con la santa misión de enseñarnos las bondades del libre mercado, allá por 1806 y 1807. Aquí los nuestros, la marcha negra, terminaron expulsando a los ingleses, su corona y sus espurias, pero blancas, intenciones.
Argentina va tomando forma y busca su libertad y su independencia, y ¡vaya paradoja! San Martín, Belgrano, Dorrego y tantos otros llevan adelante la marcha por nuestra independencia, una enorme marcha negra que debía confrontar, por un lado, a los españoles y, por otro, a los rivadavianos blanquitos que sabían que la América unida que buscaban San Martín, Bolívar, Artigas, era una molestia insalvable para quienes, como Bernardino Rivadavia, Roca, Alzogaray, Prebisch, Alemán, Martínez de Hoz, Cavallo y/o Caputo, y los que vendrán después, pretendían una Argentina colonia. Por ello Belgrano terminó sus días en la soledad y la pobreza; San Martín, en el exilio; Dorrego, fusilado; Artigas, en Paraguay, olvidado y solo; a Bolívar se lo cargó la tuberculosis, solo en una hacienda paradójicamente de un buen español.
Así las cosas, la victoria de la marcha blanca avanzaría libre de resistencias, sin tener en cuenta a un hacendado bonaerense que parecía un blanquito más, y sería el jefe y conductor de la marea negra de aquellos años, don Juan Manuel de Rosas. Aquí también los periodistas de la época se horrorizaban con la Mazorca y alababan las matanzas en masa de federales e indios por parte de los unitarios. La traición blanca de los unitarios liberales, que, subidos en los barcos de la flota anglo-francesa, atacaron a su propia patria y pueblo en la Vuelta de Obligado para defender el libre mercado, y que, junto al imperio de Brasil, marcharon sobre su tierra para derrotar a Rosas y su pueblo, desfilando deshonrosamente sobre nuestro suelo, muestran la calaña de esta casta liberal: la misma de ayer, la misma de hoy.
Marcharían después, junto a Roca, con una noble causa: expandir la soberanía al sur de la patria, transformándolo en una tragedia histórica, aniquilando pueblos y enfrentando a los soldados pobres del ejército nacional con los pueblos originarios, pobres contra pobres, como hoy las fuerzas de seguridad se enfrentan a las manifestaciones populares defendiendo intereses de quienes, con la sangre de ambos, amasan fortunas incalculables. Así pasó en la Patagonia, así pasa hoy. La diferencia es que cuando Roca marchó era la civilización, y cuando el indio atacaba algún poblado abandonado por el propio ejército a su suerte, se lo llama malón de los salvajes. La gesta de un pueblo movilizado se transforma en una catástrofe cuando se realiza sin miramientos y además con espurios intereses mezquinos.
Así llegó la hora de un avance primero tímido, luego fuerte y finalmente traicionado por los mismos de siempre. Esa marcha negra del pueblo junto a Hipólito Yrigoyen, un nacional sin duda alguna, no pudo. Fue traicionado por los propios (justo como hoy, con los nuevos radicales alvearistas que le votan todo al régimen, aun contra los jubilados, sus propios padres y abuelos) y por los británicos, que pusieron nuevamente su amor a la civilización en estos rincones olvidados del mundo al servicio de la marcha blanca, escondiendo que siempre ellos fueron la pintura y la brocha.
Así las cosas, la manchita negra del pueblo se redujo al incipiente movimiento obrero, a los muchachos de FORJA y a algún que otro militar nacional, un grupete llamado GOU. Esta mescolanza daría a luz la marcha negra del 4 de junio de 1943, y los militares liberales y sus esbirros políticos serían desplazados.
Más tarde, los de abajo, cansados ya de siglos de dolor, serían una gran marcha negra que englobaría a todos: desde Túpac Amaru, pasando por los españoles que defendieron esta tierra, los San Martín, los Belgrano, los Dorrego, los Artigas, los Rosas, los caudillos del interior, los soldados pobres de Roca y los indios renegados, los Yrigoyen, los inmigrantes pobres, las organizaciones sindicales, la CGT, los jóvenes de FORJA, los militares del coronel Perón. Todos ellos, representados en el subsuelo de la patria sublevado, harían el 17 de octubre, cuando la oligarquía, ya no blanca sino pálida de terror, vería desde sus ventanas ornamentadas y vetustas, vetustas como sus corazones insensibles.
Intentaron recuperar sus marchas blancas, elegantes, antiguas y con fuerte olor a naftalina. Marcharon junto al embajador de EE.UU., Spruille Braden. No cantaban nuestro himno, no, cantaban La Marsellesa y en francés, y cantaban La Internacional, también en francés. Portaban pancartas con las caras de Churchill, Lenin, siempre igual que hoy, viviendo una realidad paralela, un universo alterno, lejano al pueblo. No les alcanzó, y durante diez años el pueblo fue feliz junto a Perón y Evita, que lamentablemente se iría pronto.
Entonces volvieron a hacer su marcha blanca, pero esa vez teñida de rojo, del rojo de la sangre de los muertos asesinados por las bombas de nuestro propio ejército en los bombardeos a Plaza de Mayo, los fusilamientos de José León Suárez, y los 18 años de proscripción, exilios y muerte. Pequeñas y múltiples marchas del pueblo en resistencia soportaron virilmente, hasta que desde Madrid marchó Perón. Incluso casi como una cómica paradoja a estas líneas que escribo, se decía que vendría en un avión negro, negro como su marcha eterna junto al pueblo.
No fue negro el avión, pero sí la enorme marcha del pueblo que salió a recibir a su esperanza, que venía a pacificar e intentar unir lo negro y todo lo blanco que se pudiera unir, para que solo vencieran el azul y blanco de nuestra bandera. No quisieron, los mismos de siempre, no quisieron. Luego de su partida, arremetieron contra su gobierno, su presidenta, el pueblo, los sindicatos, y regaron de sangre la patria. Treinta mil o más.
El pueblo no vio venir ni el Plan Cóndor, que caía sobre Sudamérica para meternos de cabeza en el nuevo mundo que se comenzaba a globalizar, ni las gotas de marcha blanca que disimuladamente se infiltraban entre los nuestros para aclarar lo negro, como en el café las gotas de leche que aclaran el negro profundo para transformarlo en otra cosa, distinta, más tenue, más clara, más débil. Hoy lo podemos ver décadas después: la ministra Bullrich es un ejemplo de ello, que nos llama a pensar que no se transformaron, sino que siempre fueron lo que hoy son.
Y así, desde marzo de 1976 hasta hoy, las marchas han ido y han venido. El Movimiento Obrero Organizado marchó bajo la luz de la fe de Cristo: paz, pan y trabajo exigían durante la oscura dictadura genocida, no solo de cuerpos y almas, sino de la Argentina industrial. Con la ley de entidades financieras se acabó la esperanza de la Argentina potencia.
Así fuimos andando a los tumbos como pudimos. Después, en los 90, fue al revés: la esperanza negra destiñó, y la libertad de mercado se transformó en bandera, y otra vez a la calle. Llegamos al 2001, el pueblo harto inundó las calles con su marea negra. Hubo un interregno, y con Duhalde primero y Néstor después, vendría un momento de esperanza. El Bicentenario nos encontró contentos, pero sin poder articular definitivamente nuestro dispositivo. A pesar de que Néstor transformó la Argentina e impulsó América, no pudimos articular.
No supimos encontrar la síntesis entre el movimiento obrero, Cristina, los peronismos del interior, los nuevos actores sociales, las pymes. No pudimos. Mientras tanto, las llamadas derechas radicalizadas en el mundo siguieron haciendo lo suyo, ganando elecciones y sumando multimillonarios. Nosotros, sin articular, sin encontrar la síntesis, fuimos cediendo espacio a estos sectores, que no vacilan: desde reprimir jubilados, niños, intentar asesinar a una expresidenta, flexibilizar los derechos laborales, facilitar un extractivismo irresponsable y sin beneficios, que debería ser justamente el combustible para recuperar una Argentina productiva en un mundo nuevo.
Y así, la marea blanca llega esta vez disfrazada de libertaria. Un panelista de TV, que propone en su campaña vender niños y órganos, quemar el Banco Central y dolarizar sin dólares, gana las elecciones. Pero su marcha no es propia, es nuestra marcha. Los nuestros se creyeron blancos, compraron al personaje porque nosotros quizá, y digo quizá, no pudimos, no nos dimos cuenta, así como no vimos el Plan Cóndor.
Ahora es momento de esclarecer, de predicar, de levantar la moral del pueblo, de estar en cada uno de sus reclamos, de no entregar nuestras banderas ni nuestra historia, de reconstruir nuestra marea negra, pero de abajo hacia arriba y de la periferia al centro. Pequeñas marchas negras en cada rincón de la patria, entendiendo que cada mujer y hombre del pueblo es nuestro hermano, «fratelli tutti», y que la esperanza está depositada donde la depositó Perón: en el pueblo. Que debe unirse, solidarizarse y organizarse.
Cada casa una unidad básica, cada compañero, un dirigente, cada compatriota leal a su bandera, un hermano. Unidos, sin sectarismos ni mezquindades, para recuperar la patria que se nos escapó de las manos. Con el coraje de San Martín, con la voluntad de Yrigoyen, con la claridad estratégica de Perón, con el amor de Evita, con el patriotismo de nuestros héroes de Malvinas, con la tenacidad de nuestros trabajadores asumiendo la responsabilidad de la hora. Sin dudas, venceremos.
*Referente de Somos Patria. Secretario de Organización del SUTECBA. Autor de Cien Mil Predicadores, el Mandato de Perón

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