BUENOS AIRES (especial para Punto Uno). Vi sus replicas exactas ancladas en Sevilla, cuando fueron construidas y navegadas para los festejos del Quinto Centenario (1992). Invitado, subí a bordo y debo decir que –en lo que a tamaño se refiere- eran muy distintas de lo que me había imaginado. Cuando las dibujaba en el cuaderno de clase –con la punta de la lengua entre los labios- o las veía navegar en el histórico Billiken, me parecían enormes, fuertes, imbatibles. Debo decirle, amigo lector, que son mucho más pequeñas y que la mayor parte del espacio interior estaba dedicada al acopio de agua dulce y alimentos, tanto que a uno le cuesta pensar hoy cómo podían así trabajar la tripulación y sus embarcados. Eso sí, eran tanto o más bellas de lo que yo me las había imaginado. Con el tiempo investigué el tema para la redacción de mi libro “América Latina en perspectiva” (2003), hablé con expertos navegantes (de aquí y de allá) y entonces sí pude volver a entender que –eso que hoy nos parece una cáscara de nuez- era en realidad un verdadero prodigio tecnológico de la época; piloteadas además por marinos de primer nivel y no por condenados o forzados, como suelen repetir algunos manuales escolares mal informados. No nada de improvisación, ni mucho menos tripulaciones compuestas con presos o castigados. Todo lo contrario, por las constancias documentales que existen, sólo cuatro eran “forzados” y fue a ellos a quiénes se les prometió la libertad al llegar “a las Indias”.
EL “FORMULA UNO” DEL SIGLO XV
Los españoles no habían sido hasta allí grandes navegantes, ni muy caminadores. Estaban demasiado ocupados en su cuadrilátero peninsular como para mirar fuera. Pero a mediados del siglo XV expulsaron a los árabes del territorio (después de siglos de ocupación y convivencia) y la Furia amasada empezó a salirle por los poros. En esto lo científico-tecnológico jugó un papel decisivo; posibilitó que pudieran intentar la hazaña tantas veces fantaseada y secretamente planeada por varios.
Esa Furia la despertaba el Atlántico -el Mar Tenebroso, la Mar Océano- que acosaba precisamente su Costa de la Luz. No el Mediterráneo, ese lago inmenso de oleajes suaves al que por siglos bastó el remo para navegarlo. Fueron necesarias varias cosas juntas para correr el horizonte, para romperlo si fuese necesario. En primer lugar, el timón o gobernalle (siglo XIII) que sustituyó a las “espadillas” (remos laterales que orientaban la nave) y le permitirían a las velas tomar el viento a 120º. Con lo cual, al sacar las filas de remeros, se liberó capacidad de la embarcación y con ello la posibilidad de abastecerlas para navegaciones más largas. Hasta entonces no se pasaba usualmente del estrecho de Gibraltar.
Junto a ello la evolución en el arte de la vela, que a las clásicas “cuadras” (para el viento de popa, ya usadas desde los fenicios), agrega las “latinas” (capaces de girar entre los 90º y 120º, tomando los difíciles vientos de “bolina” y “a fil de roda”). Esta evolución de la vela, culmina con una invención típicamente ibérica: la carabela, es decir “la vela que gira”. Nacida en las costas bravas del Cantábrico, combina velas cuadras y latinas y por su elevación en proa y popa permite “tomar” o “correr el tiempo”, aún en medio de difíciles tempestades. Sin remeros, entre cien y doscientas toneladas de desplazamiento, a estas naves sí podía abastecérselas para largas navegaciones. Portugueses y españoles conocerán este arte antes y mejor que ningún otro. La Santa María del primer viaje de Colón era un típico producto de la ingeniosidad marinera del Cantábrico. Popularmente la llamaban “la Gallega” -por haber sido construida en Pontevedra-, aunque su propietario original (Juan de la Cosa) la había bautizado “María Galante”. Al parecer por consejo de Colón, se la llamó Santa María, nombre más acorde a los sensibilizados oídos reales (aunque en ese primer viaje no llevará, curiosamente, ningún sacerdote).
PILOTOS DE PRIMER NIVEL
Sin embargo, no bastaban timón y velas nuevas. Se requerían otros instrumentos de precisión. En primer lugar la adaptación de la brújula para la navegación, colocando una aguja imantada sobre otra y el conjunto dentro de una bussola (cajita), posible de portar en el buque. Al parecer el invento fue árabe y en consecuencia los españoles lo tuvieron muy a la mano, o bien les vino de Amalfi (Italia, siglo X) atribuyéndoselo en este caso a un simple marinero. En segundo lugar, la aplicación del astrolabio (compás) -o de su modificación, la ballestilla– para corregir las derivas de la embarcación por vientos y correntadas. Finalmente, a fines del siglo XV la barquilla, precursora de la “corredera” y sucesora de la “estima” del recorrido, que mide la velocidad de la nave por los nudos que quedan visibles de una cuerda mantenida a pique.
A este nuevo instrumental se le agregarían dos importantísimos registros documentales, ambos comenzados a usar en el siglo XIV: las Tablas de Declinación Solar -que consignaban la distancia del Sol al Ecuador en las distintas latitudes y épocas del año- y las Cartas de Marear (o portulanos), donde estaban dibujadas las costas y señaladas las distancias. Por buenas tablas y portulanos se ponían en juego vidas, honras, fortunas y reinos. Los españoles del siglo XV ya tenían a su disposición las muy correctas Tablas de Abraham Zacuto (profesor de Astronomía en Salamanca). Y ¿qué era Colón sino un comerciante de portulanos, residente en Lisboa?, utilizando para ello el muy buen material reunido por su suegro (Bartolomé Perestrello, genovés al servicio de Portugal). No era Cristóbal marino de profesión, ni había navegado demasiado como pasajero en su vida, ni hay constancia de que alguna vez haya sido capitán o piloto de navío alguno. Y navegar ya no es cosa de los viejos “prácticos”, en los que se apreciaba su instinto marinero. Esto sólo no basta, al puro arte hay que agregarle ahora ciencia y técnica. Y esa nueva figura se encarna en el “Piloto de Altura”, en quien coinciden aquéllas virtudes marineras básicas, junto con la capacidad de manejar instrumentales y descifrar tablas y portulanos. Hombres de esta nueva clase de “marinos científicos”, eran los cultos hermanos Pinzón, del Puerto de Palos de la Frontera y a ellos debe recurrir -llegada la hora clave- el flamante Almirante de la Mar Océano. Por temor a los portugueses, en ese puerto a la tripulación experta la apalabra -con mucha reserva- Martín Alonso; él mismo comandará la Pinta y su hermano Vicente Yañez la Niña. Al lado del Almirante le pondrán como Maestre (segundo) a Juan de la Cosa -el gallego propietario de la Santa María– y los respectivos Pilotos de Altura serán García Sarmiento, Pedro Alonso Niño y Ruiz de Gama. Así la ayuda de los hermanos Pinzón será fundamental para Colón. Cuando al Almirante se le subleva la tripulación de su carabela, cuando le flaquea el ánimo, cuando se le mezclan las teorías y papeles y sugiere volver (llevaban ya un mes de navegación), es Martín Alonso quien toma el peso de la aventura porque, dice, “Armada que salió con mandato de tan Altos Príncipes, no había de volver atrás sin buenas nuevas”· Entonces cambia el rumbo a este/sudeste (para evitar la corriente contraria del Golfo); amenaza con ajusticiar a los sublevados de la Santa María; toma la delantera de la flota con la Pinta y avista tierra a las dos de la mañana del día 12 de octubre de 1492. Hace tres días se cumplieron 520 años de esa hazaña. Hasta el lunes próximo.
Mis felicitaciones a Mario Casalla por el artículo realmente ilustrativo.