El general Juan Enrique Guglialmelli fue uno de los pocos miembros de las Fuerzas Armadas, exceptuando a Perón, que más allá de las proclamas militares o programas coyunturales se atrevió a escribir sus ideas acerca de la necesaria estrategia en materia de desarrollo, de seguridad o geopolítica para resguardar el interés nacional.
Asimismo creó un órgano de difusión de sus ideas y las de sus invitados especiales en materia geopolítica como fue la revista Estrategia, así como un “Instituto de Estudios Estratégicos y de las relaciones internacionales” en el cual se brindaban cursos tanto a miembros de las Fuerzas Armadas como a investigadores civiles.
Tenía entre sus inspiradores desde Clausewitz o Von der Golz, pasando por Mosconi, Savio o Perón, hasta Lenin, Mao Tse Tung o el Mariscal Tito.
En Estrategia invitó a escribir a innumerables militares y civiles, fundamentalmente nacionales y latinoamericanos, pero también americanos, ingleses, vietnamitas o yugoeslavos. Entre ellos como los uruguayos Recaredo Lebrato Suárez, o Bernardo Quagliottti de Bellis, o el paraguayo Roberto Knopfelmacher Benítez, el brasileño Paulo Nogueira Batista o Neiva Moreira, el peruano Velasco Alvarado, Jorge Fernández Maldonado Ferrari o Edgardo Mercado Jarrín , el boliviano Victor Paz Estenssoro, o el vietnamita Van Tien Dung y tantos otros. En fin, presidentes, militares, ministros, científicos o especialistas en temas geopolíticos, de desarrollo económico o social así como periodistas especializados desfilaban por la revista y el Instituto con los cuales se debatía la geopolítica nacional, regional e internacional.
Pero sus ideas abrevaron fundamentalmente en el pensamiento desarrollista, cuando todavía existía la doctrina de Seguridad Nacional y el Desarrollo y antes de que la ruptura por parte de las Fuerzas Armadas del orden constitucional en 1976 perdiera toda legitimidad y toda posibilidad de excusa o argumentación para interrumpirlo.
Ello implicaba también que el “desarrollo” era casi la variable determinante de cualquier construcción de la Nación y tenía la primacía axiológica y política como objetivo frente a la democracia representativa o liberal. El objetivo era el desarrollo sin importar cual fuera la forma de gobierno, ni cuál el método de llegar al poder.
En el primer número de Estrategia, Guglialmelli sostiene que ante el pensamiento liberal que les asigna una “función específica” porque les conviene a los intereses del “statu quo”, las Fuerzas Armadas, en los países que luchan por desarrollarse, deben incorporarse al “proceso nacional revolucionario”. “Son protagonistas de las luchas por la soberanía y el desarrollo. El desarrollo se ha convertido en la esencia misma de la seguridad nacional”.
Este planteo aún estaba enmarcado en la “legitimidad” nacional revolucionaria de los golpes de estado. Como Osiris Villegas, Secretario de Onganía y Director del Consejo Nacional de Seguridad, para Guglialmelli, Director del Consejo Nacional de Desarrollo, la seguridad era una función del desarrollo. La “subversión interna” o inseguridad interna era un resultado del subdesarrollo, de la injusta distribución de la riqueza o los contrastes económico-sociales regionales.
Sostenía que las Fuerzas Armadas debían participar con el conjunto de la comunidad en la lucha por el desarrollo integral nacional y que esta lucha era la lucha por la liberación nacional. La teoría de la participación de las Fuerzas Armadas regulares en procesos revolucionarios latinoamericanos desde los años cuarenta, como Torrijos, Velasco Alvarado, Torres o Perón, no conllevaba la “ilegitimadad”, que sobrevino después de las dictaduras de los años 70-80s, cuando, como él decía “la única hipótesis de conflicto que tenían, eran los estudiantes de filosofía de pelo largo”.
Para él, las Fuerzas Armadas deben participar en la construcción de su propia nación, no para mejorar su imagen de opresores y defensores del “statu quo” como sostenía Mac Namara, sino porque “los conflictos y rupturas de la cohesión de la comunidad nacional se originan en la opresión que sufren importantes sectores sociales angustiados por una situación económica incapaz de satisfacer sus justas aspiraciones, o por otras insatisfacciones o frustraciones de tipo político-social…”
Concluye que por lo tanto, las FFAA deben tener claro el sentido y la dirección de los cambios que exige la sociedad en cada momento, participar y promover su ejecución. Su papel debe confundirse “con la lucha de todos los sectores de la comunidad nacional que sufren la opresión y la injusticia”.
Grande fue su desilusión cuando vio la tergiversación de la llamada Revolución Argentina de la cual había participado como miembro de los “azules”, ya que Onganía comenzaba a establecer la limitación del intervencionismo estatal, la apertura de la economía a las inversiones externas, la ortodoxia financiera y el neo-liberalismo preconizado por Alsogaray, así como a poner en práctica su catolicismo y anticomunismo a ultranza que llevó a transformar un beso de novios en un pecado y en un acto subversivo de la moral cristiana así como a intervenir todas las universidades ya que eran los bastiones de la “infiltración comunista”.
Guglialmelli, que criticaba los desvíos de la Revolución Argentina y reclamaba la puesta en marcha de la Revolución Nacional que había sido proclamada y por la cual, supuestamente habían derrocado al gobierno constitucional, fue arrestado.
Para Gugliamelli, la Revolución Nacional era un “esfuerzo orgánico de toda la comunidad para consolidar su rango de Nación, de manera que el centro de decisión soberana en todo aquello que resulte esencial, le pertenezca. Por lo expresado, constituyen objetivos inmediatos de esa Revolución construir las bases materiales de la soberanía y fortalecer los vínculos espirituales entre sectores sociales y las distintas regiones por encima de las distintas ideologías”.
Sostenía que a ello se había comprometido la Revolución Argentina con el consentimiento implícito de la opinión pública. Si ella no realizaba un cambio estructural y revolucionario, la interrupción del proceso constitucional carecería de justificación histórica. La Revolución debería tener coherencia interna y liderar el proceso con el concurso de toda la Nación.
Para el general, la responsabilidad no se agotaba en devolverle la soberanía al pueblo y no podría esgrimirse como disculpa que la empresa era de realización imposible. La responsabilidad histórica surgía de un imperativo ético profesional así como del compromiso contraído con la Nación.
En 1972, reconocía sin ambages que la Revolución Argentina había fracasado y que además había llevado al país a una de sus peores crisis económicas, sociales y políticas. Tampoco el Gran Acuerdo Nacional (GAN) había tenido éxito y exigía en esa misma fecha a las Fuerzas Armadas que no hubiera ningún condicionamiento que retaceara la soberanía popular ya que favorecería la estructura de la dependencia. No se debía proscribir al líder del justicialismo y afectar la pureza del proceso electoral ya que el movimiento policlasista quedaría expuesto al juego de sus propias contradicciones internas.
Ya en 1973, con la asunción del tercer gobierno peronista, seguía rechazando el modelo tradicional del “profesionalismo liberal, para pasar a hablar del “profesionalismo nacional”. Cada vez más alejado de su histórica pertenencia al “desarrollismo” orgánico, reconocía que la conducción “ha pasado al legítimo propietario de la soberanía nacional: el pueblo; el prestigio y la imagen de las fuerzas armadas ante su pueblo han sufrido un profundo deterioro” y que desde 1930 salvo en 1943-45 actuaron como instrumentos de minorías privilegiadas o de intereses antinacionales.
Se tornaba urgente fortalecer la identidad pueblo-fuerzas armadas, participar en la elaboración de la política nacional y acatar las resoluciones del gobierno nacional.
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