Transcripto de PUNTO UNO, del 5/08/2012
En el año 1975 publiqué en México –por invitación de Leopoldo Zea- un artículo llamado “Algunas precisiones sobre el concepto de Pueblo” (revista Latinoamérica, n° 8). Vivía entonces en Salta, era un joven docente universitario y no eran precisamente días de vino y de rosas, como le gustaban a Hemingway.
Sin embargo, quiénes creíamos (y seguimos creyendo) que el debate de ideas es central en toda construcción política democrática, tratamos de seguir hablando y escribiendo.
Por supuesto luego hubo que aguantarse la cesantía y el desprecio por parte de aquélla dictadura militar y antes una intensa polémica en el seno del propio campo nacional y popular (también entonces en plena ebullición).
Es que el concepto de Pueblo no caía entonces bien ni por derecha, ni por izquierda.
Para los primeros –acostumbrados a pensar en términos de Individuo, según los cánones del liberalismo tradicional- la noción de Pueblo resultaba nefasta y sus consecuencias estaban a la vista; para los segundos, era en la noción de Clase Social y sus luchas, en dónde debía buscarse el norte de pensamiento y de la práctica política.
Pero no pasaría esto de ser una simple anécdota personal, si no viéramos hoy reaparecer ese debate en el seno del propio espacio kirchnerista y sus aledaños.
El concepto de Pueblo ha vuelto a tomar una actualizada vigencia y la obra del politólogo Ernesto Laclau fue y es un rico estimulante para eso.
Las combinaciones de Laclau
Leí su obra con anterioridad y tuve oportunidad de conocer y tratar personalmente a Laclau en esta ultima década, en un par de oportunidades. Una fue siendo yo codirector de una tesis de doctorado en Psicología, que él dirigía desde Inglaterra (donde vive) sobre el problema del lenguaje en Wittgenstein.
La segunda fue en un marco más distendido y político: en el estudio de Antonio Cafiero, en Buenos Aires, quien invitó a Laclau a un diálogo extenso, franco y muy fructífero, acompañados ambos por algunos colaboradores e intelectuales.
Fue una buena tarde de trabajo y de intercambio intelectual, del que todos explícitamente disfrutamos.
Empezaba recién el gobierno de Néstor Kirchner y ya aparecía Laclau como un pensador escuchado e influyente, tanto dentro del gobierno como de los círculos intelectuales que emergían a su alrededor.
Podríamos decir que esa influencia y ese respeto intelectual ha continuado hasta nuestros días, de allí el interés en conocer entonces lo medular de su pensamiento político, más allá de que convengamos o no con sus ideas.
Confluyen en este último Laclau dos tradiciones diferentes de pensamiento que él buscar amalgamar: la filosofía política del italiano Antonio Gramsci (1891-1937) y el psicoanálisis del francés Jacques Lacan (1901-1981).
Del primero toma algunos puntos claves: la importancia decisiva de “lo cultural” en la lucha política, la idea de “clases subalternas” y el concepto de “hegemonía” (y “bloque hegemónico”).
Del psicoanálisis lacaniano le interesará especialmente su noción de “discurso” y de “lenguaje”, la importancia del “deseo”, la idea del “sujeto barrado” y la crítica que de allí se desprende sobre las totalizaciones cerradas y autosuficientes.
Combinaciones nada fáciles por cierto, pero sugerentemente intentadas.
El pueblo como construcción
A través de aquellas categoría gramscianas –y sus propios desarrollos- Laclau se aleja de todo concepto sustancialista o economicista de Pueblo, pensándolo más bien como una laboriosa y puntual construcción política.
En consecuencia, el Pueblo (y la ideología Populista) no son formas degradadas de la democracia, sino “una forma de articular las demandas sociales que se le plantean a un cierto sistema. Esas demandas sociales constituyen un pueblo y el pueblo se constituye siempre en oposición al poder”.
Por eso dirá –pensando ya explícitamente en la función del kirchnerismo luego de la tremenda crisis argentina del 2001- que: “Cuando las masas populares que habían estado excluidas se incorporan a la arena política, aparecen formas de liderazgo ortodoxas desde el punto de vista liberal-democrático, como el populismo”, el cual garantiza la democracia, evitando que ésta se convierta en mera administración.
Para ello es necesario “hegemonizar” esas diferentes demandas y hacer uso de esa hegemonía para conformar un “bloque histórico” (un “espacio”, diríamos hoy) que las unifique y las exprese.
En estas dos cuestiones radica lo esencial del poder: competir por la hegemonía social (contra los otros bloques que también la pretenden o la detentan) y –dentro del propio bloque- articular las demandas, por sobre los intereses particulares.
Fue lo que logró –como ejemplo, dice Laclau- el sindicato Solidaridad en Polonia (donde lo que comienza como una huelga de portuarios, termina con la hegemonía soviética y catapulta a Lech Walesa a la presidencia); o el fenómeno kirchnerista en la Argentina (que a partir de las demandas insastisfechas del 2001, arma un proyecto y un modelo que ya lleva una década de gobierno).
Por cierto que no es la extensión de un artículo periodístico el lugar adecuado para explicar esos mecanismos en profundidad (y mucho menos para evaluarlos críticamente), pero si usted amigo lector quisiera conocerlos mejor, no podemos sino remitirlo al texto del propio Laclau “La razón populista” (Fondo de Cultura Económica, 2005), que tiene la más estricta actualidad.
Por cierto que la noción de Pueblo que allí se acuña coincide en parte -pero también difiere- con no pocas de las nociones de la anterior tradición peronista (líder, movimiento, partido, etc), pero también polemiza con la propia ortodoxia gramsciana, que tampoco mira a Laclau del todo bien.
Si se atreve, tendrá usted allí alguna explicación de no pocos debates en curso, así como de esta “batalla cultural” entre medios de comunicación, “corpos”, y programas televisivos que se pegan y multiplican en firme posición de espejo.
Se está disputando precisamente la “hegemonía” en ese terreno preferencial.
La organización del espacio político
Y aquí es donde se ve más el cruce de esa tradición gramsciana, con el psicoanálisis lacaniano.
Hay una conferencia de Laclau en la EOL de Buenos (que tuve la también la oportunidad de presenciar, 2006), donde en diálogo con Jorge Alemán, expone su propia visión del “espacio” (o bloque) político: se llamó “Por qué los significantes vacíos son importantes para la política?”
El razonamiento es más o menos así: para que se constituya el “bloque” es necesario que uno de sus integrantes no se comporte como los demás: Laclau llamará a este elemento “Significante Vacío”, y le reconocerá la posibilidad de conducir al conjunto (es decir, de volverse hegemónico).
Se trata de algo así como la excepción que –por ser tal- posibilita la regla.
¿Por qué?
Porque, vaciándose él de significación propia, puede entonces cumplir dos funciones claves en la política: 1°) expresar las aspiraciones e intereses del bloque y entonces conducirlo y 2°) ser a su vez el que –al establecer una equivalencia entre los distintos significantes llenos- permite que estos dialoguen entre sí, reconociéndose en esa conducción hegemónica.
Quiénes quieran más precisiones, en este caso podrán encontrarlas en ese artículo de Laclau inserto en la obra de J. Alemán, “Para una izquierda lacaniana” (Grama, 2009). Por cierto que estas nociones también arman “ruido” al interior y fuera del propio espacio kirchnerista, por eso amigo lector viene bien informarse del pensamiento de Laclau, porque –estando o no usted de acuerdo- podrá entender ahora cierta gramática, ciertos relatos y ciertos debates ásperos que con la vieja lógica política resultan prácticamente incomprensibles. Como espero no le haya resultado esta columna.
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