Por José Luis Muñoz Azpiri (h)
Satán – Perón es el compendio de todos los males que a sufrido el país. Así lo proclamó la Sra. Thatcher cuando vociferó: “¡La culpa la tiene Perón, que les hizo creer a los argentinos que las Falklands eran de ellos!” y lo confirma la morocha Condolezza Rice cuando acusa al General de haber ejercido un “populismo antidemocrático”. Por supuesto no faltó el corifeo de alcahuetes nativos que se hicieron eco de estas Gorgonas actuales, para recordar, de paso, el calvario sufrido bajo el gobierno de la turba demagógico-populista, con los remanidos argumentos de siempre (Nélida Baigorria, “Retorno al pensamiento único”, La Nación, 28/5/07, Marcos Aguinis, “El hipnótico modelo populista” Ibíd..26/607.)
Se ha dicho que el populismo no es una doctrina precisa, sino un “síndrome”. En efecto, al populismo no le corresponde una elaboración teórica orgánica y sistemática pues su fuente principal de inspiración y término constante de referencia es el pueblo considerado como agregado social homogéneo y como depositario exclusivo de valores positivos, específicos y permanentes. Por este motivo, el populismo a sido objeto de desprecio por las ortodoxias decimonónicas y de principios del siglo XX, que proclamaban la fatalidad del enfrentamiento de clases. Al basarse en el postulado de la homogeneidad de las masas populares, el populismo se diferencia radicalmente no sólo de los movimientos de clase, sino también de los movimientos interclasistas.. El interclasismo, de hecho, no niega las diferencias de clase, aunque intente conciliarlas. El populismo, por el contrario, las niega. Para el populismo la división está entre el “pueblo” y el “antipueblo” Categorías, si se quiere, más emocionales que racionales, pero que surgen cada vez que se asiste a una rápida movilización de vastos sectores sociales, a una politización intensiva al margen de los canales institucionales existentes. El populismo, de este modo, renace en los movimientos de contestación y no solo en el mito de los “pueblos jóvenes” (reminiscencias de otras fórmulas anteriores como “pueblo de campesinos”, “pueblo de trabajadores”, “pueblo de combatientes, “pueblo de soldados”, etc.), sino en la reformulación, a veces extrema, de determinados elementos de tipo tradicional (la tradición revolucionaria en Francia, la tradición socialista en Italia, la tradición anárquica y libertaria en España, el folcklore guerrero en Japón, la tradición “jeffersoniana” en los Estados Unidos).
La apelación a la fuerza regeneradora del mito – y el mito del pueblo es el más fascinante y el más oscuro al mismo tiempo, el más inmotivado y el más funcional en la lucha por el poder político – está latente incluso en las sociedades más articuladas y complejas, mas allá del equilibrio pluralista, dispuesto a materializarse súbitamente en momentos de crisis.
En los Manuales y diccionarios de Ciencia Política puede leerse sobre el populismo: “…individualizado un grupo o sistema (raza, oligarquía, establishment, etc) en enemigo nacional, es posible pensar en alguien capaz de representar de un modo total al Pueblo en una unidad política contrapuesta, que posibilite la derrota o rendición de aquel enemigo”. Para Peter Worley, el populismo es “la ideología de la gente del campo amenazada por la alianza entre el capital industrial y el capital financiero”, para Edward Shils el populismo “se basa en dos principios fundamentales: la supremacía de la voluntad del pueblo y la relación directa entre pueblo y liderazgo.”
Hay quienes lo confunden con los llamados “rebeldes primitivos”, curiosa definición de sociólogos extraviados del Hemisferio Norte sobre los piqueteros o con una especie de democracia directa y romántica. Es que en realidad esta definición es una suerte de pastiche que tiene tantos significados como autores la proclaman. Pero lo cierto es que no es una ideología preestablecida de reproducción uniforme desde el gobierno, como pretenden hacer creer ciertos comunicadores funcionales al poder corporativo Es preciso tener presente que el concepto de pueblo en el populismo no está razonado sino más bien intuido o apocadípticamente postulado como la frase de Evita: “Un día sabiamente dijo Perón que el país, tras haber pasado de un jefe a otro y habiendo conocido todas las bellezas y maravillas, al fin termina por encontrarse con su más grande y alta belleza: el pueblo” Es decir el mito, mas allá de una exacta definición terminológica, a nivel lírico y emotivo. El populismo, en gran parte, tiene una matriz más literaria que política o filosófica, y en general, como plantea Ludovico Incisa di Camera , sus manifestaciones históricas vienen acompañadas o precedidas por iluminaciones poéticas, de un reconocimiento y de una transfiguración literaria de cualidades y de supuestos valores populares: la poesía de Walt Whitman en los Estados Unidos, los eslavófilos en Rusia, la Generación del 98 en España, etc.
Dado que es un modelo de organización, y no un modelo ideológico, el populismo puede ser de variado signo o, como plantea Antonio Cafiero, como el colesterol: bueno, malo o regular.
De la experiencia histórica surge que hay populismo de derecha, de centro o de izquierda, populismos totalitarios, populismos demócratas populares y hasta populismos social- demócratas. Lucio Garzón Macera enumera algunos: narodnichensko rusos, campesinos norteamericanos, ambos a fines del siglo XIX; Napoleón III en 1851 en Francia, el general Boulanger en ese mismo país en 1884, y siguiendo Francia el Movimiento Poujadista a favor de justicia impositiva y el de Le Pen y la inmigración, los jóvenes turcos, con Kemal Ataturk, Alemania e Italia, Hungría y Rumania en los años 20, las recientes experiencias italianas de la Liga del Norte y algunos caracteres de la Forza Italiana de Berlusconi, el Partido Popular Noruego y el Partido del Pueblo de Dinamarca. En nuestro continente: el APRA en su primera etapa, el MNR Boliviano, el Varguismo en Brasil, Ibáñez del Campo en Chile y los nuestros, el Yrigoyenismo en el primer gobierno y el Peronismo del 45, éste último con la característica particular de haber integrado la fuerza inicial con instituciones sociales pre-existentes, como lo fueron los sindicatos.
Pero como representación, como expresión genuina del pueblo, siempre se evocó al sector social aparentemente menos contaminado por influencias externas y éste no era otro que el sector rural: el Mujik ruso, el campesino-soldado alemán exaltado por Jünger y Walter Darré, el farmer-pionner norteamericano y otros. Aunque el sector rural, aún siendo en general privilegiado por esta corriente de opinión, no es excluyente: en un país con un fuerte índice de concentración urbana, el pueblo puede estar formado por masas de trabajadores. Como prototipo, como síntesis simbólicas de las virtudes populares, puede ser escogido un elemento social marginal como el chulo madrileño para algunos teóricos de la Falange o simplemente el combatiente para varios movimientos populistas de la primera posguerra europea, o bien el joven como tal en ciertos movimientos de los años 30. En nuestro caso, al proponer como modelo del pueblos argentino al descamisado, el peón del suburbio, Eva Perón afirmó: “Descamisado es el que se siente pueblo… Esto es importante – añadía – sentirse pueblo, amar, sufrir, gozar como lo hace el pueblo, aunque no se vista como el pueblo, circunstancia puramente accidental”.
Destaca Incisa di Camerana que el arquetipo del campesino castellano o rumano incluye al jornalero, al pequeño propietario, a la burguesía intelectual de provincias y también a elementos aristocráticos. El populismo excluye la lucha de clases, afirma Willis que “es fundamentalmente conciliador y espera transformar el sistema, raramente es revolucionario”.
Sin embargo, quienes agitan el parche del populismo como peligroso factor de desestabilización de las frágiles democracias del subcontinente, siempre omitieron referirse al bloqueo cubano, la desembozada intervención en la mayoría de las países de Centroamérica, la responsabilidad del gobierno norteamericano en la instalación de las sangrientas dictaduras de la década del 70, el endeudamiento crónico, la más fabulosa transferencia de ingresos y la pauperización de la totalidad de nuestros países.
Tal, el caso de Marcos Aguinis, quien, en el artículo citado al comienzo, asevera que “Ningún régimen populista ha logrado (o ha querido seriamente) acabar a fondo con la pobreza, estimular una educación abierta ni desmontar el fanatismo. Sus programas no responden a un desarrollo sostenido y firme. No le interesan los derechos individuales ni la majestad de las instituciones republicanas. Por el contrario, exageran el asistencialismo mendicante, imponen doctrinas tendenciosas y exaltan diversos tipos de animosidad para conseguir la adhesión de multitudes carenciadas, explotadas, resentidas o enturbiadas por la confusión”. A continuación, para apuntalar su homilíada moralista, cita a un curioso personaje, Armando Ribas, natural de la isla de Cuba, quién, en el momento de abordar el avión del exilio, cometió el error de subir al que venía a Buenos Aires y no el que salía para Miami. Este “orientado” analista también se despacha con argumento similares a
los de los “Cuatro idiotas latinoamericanos” que Juan Gabriel Labaqué destazó impiadosamente.
Si ha habido históricamente un peligro para las democracias latinoamericanas en los últimos treinta años y un pavoroso avance de la indigencia, no ha venido del populismo sino del neoliberalismo. José Alfredo Martínez de Hoz, hubiera sido imposible sin Videla y los Chicago Boys en Chile necesitaron de la dictadura de Pinochet para aplicar sus recetas. Lo que ocurre, como destaca Ernesto Laclau, es que todo régimen cuya vocación democrática lo lleva a incrementar la participación popular, necesita ensayar formas institucionales nuevas que socavan los moldes del liberalismo oligárquico. Distintos contextos nacionales combinarán de modo diverso la dimensión institucionalista y la popular-participativa, pero ambas estarán siempre presentes en cierta medida.
Y concluye, “ Existe populismo siempre que se interpela a las masas para que se constituyan en actores colectivos por fuera del aparato institucional. No hay que olvidar que los aparatos institucionales de los países latinoamericanos fueron seriamente quebrantados por dos experiencias sucesivas y desastrosas en los últimos cuarenta años: las dictaduras militares y el auge del neoliberalismo. En tales condiciones los sistemas políticos de la región sólo podían reconstituirse en dos direcciones diferentes: o bien consolidando el consenso de Washington , lo que hubiera conducido a regímenes tecnocráticos, con base social débil y, aunque formalmente liberales, altamente represivos en sus prácticas o bien avanzando en la dirección de democracias populistas”.
Hoy, mal que le pese a los talibanes de la economía que desahogan sus fobias en el suplemento dominical de La Nación, la economía argentina se ha recuperado de la crisis más dramática de su historia, resistiéndose a las recetas del FMI, fortaleciendo el MERCOSUR y no dejándose embaucar por los cantos de sirena del ALCA. Acertadamente, afirma Carlos Campolongo, que los intercambios lingüísticos nunca son inocentes, son el principio de la acción.
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