No muy alto pero robusto, de piernas fuertes y brazos largos; unas manos siempre ligeras, grandes, nudosas, con las rudas huellas de callos añosos, de uñas largas, chatas, anchas. Infaltables los anteojos oscuros (excepto cuando –y fue demasiado frecuente- andaba en la clandestinidad); cuidadoso su corte de pelo y su vestimenta: los últimos años lo vimos siempre con el mismo saquito de lana beige a cuadritos y unos amplios pantalones bien planchados (no debía tener otra vestimenta de exposición pública). Así transitaba con su estilo cansino las calles porteñas, las del Gran Buenos Aires, las de todo el país, incansablemente.
En la urgencia por comunicar su experiencia, reivindicar las figuras de Perón y Evita y defender los derechos de los trabajadores, se notaba que sentía tener una deuda con las generaciones jóvenes: trasladar sus experiencias sindicales y políticas, para ilustración y renovación de ilusiones y responsabilidades de los jóvenes. Estaba como apurado: no podía darse el lujo de perder ni la más módica ocasión. No buscaba figuración ni prestigio; para qué: ya no era su hora. Lo urgía el amor de aquellos muchachos, que eran todo su patrimonio al cabo de una vida entera de militancia y sacrificio. Incluso, junto a otros sindicalistas y dirigentes políticos conocidos en aquellos sesenta y setenta como “los héroes de la Patria”, acompañó a la “juventud maravillosa” en aventuras políticas de inmenso idealismo pero -él lo sabía y no por eso retaceó su compromiso- de dudosa robustez.
En su juventud, cuando hacía de zaguero en el Club San Carlos de Berisso -su pago natal- cultivó fama de guapo. No lo ocultaba, pero tampoco lo ostentaba; igual, cualquiera conocía alguna de las tantas anécdotas en que Framini había resuelto un debate a piñas. Eran legendarios sus puñetazos, por ventajeros y fatales. Era uno, uno solo y debate acabado.
Para muestras, un par de botones.
“Esa mañana estábamos expectantes viendo marchar a nuestros compañeros hacia la Plaza de Mayo para rescatar al coronel. En Piccaluga al delegado lo elegía la patronal. Se paró en la puerta y amenazó: ´De aquí no se mueve nadie´. Era afiliado socialista, habíamos tenido muchos encontronazos. Lo estaba esperando. Le dí semejante trompada que fue a parar debajo de un telar. En el establecimiento no quedó un solo trabajador”.
Luego de fundarse la Asociación Obrera Textil el socialista Lucio Bonilla (ya se le había deshinchado la cara) seguía allí. Al cabo de unos paros y unas tensas negociaciones salariales y políticas que lo acercaron a la Señora Eva Perón, el joven Framini fue electo primer Secretario General peronista del gremio.
“Fuimos a la Fundación para ver a Evita. Llevábamos una serie de demandas que la AOT no nos resolvía: había que cambiar estatutos y demás. La Señora nos escuchó sentada en unas sillas que había en su despacho, junto a nosotros. Le explicamos nuestros problemas y le propusimos unas soluciones. Evita se dio vuelta y le dijo a Hugo: ´Resolvé el problema de estos muchachos´. Pero su Secretario adujo que, para eso, hacía falta dictar una ley. Evita agregó categóricamente: ´La ley la hacemos después”.
No fue un burócrata; era peronista por convicción y entusiasmo revolucionario.
“Como todos los trabajadores vivíamos con bajos salarios, sin protección social, con interminables jornadas, condiciones indignas y peligrosas de trabajo y, encima, maltrato de supervisores y capataces. Para nosotros eso era lo de todos los días: pensábamos que era lo normal, que era la vida del obrero, lo que nos había tocado ser y que nos la teníamos que aguantar. Perón me dijo que eso no era así, que eso era injusto, que había que cambiarlo, y que se podía cambiar si nos uníamos con los compañeros en los sindicatos. Así Perón me abrió la cabeza. Desde entonces supe que nadie tenía derecho a explotar a nadie”.
Como el más humilde de los militantes relataba su primera salida del país para concurrir a una entrevista con Perón en Caracas:
“Me puse un buen traje, que conseguí prestado. Por esa vez usé corbata y mis mejores zapatos. Alguien me dio un portafolio de ´ejecutivo´, para completar la apariencia. Tenía que estar ´presentable´ ante el Jefe.
Me tomé una lancha hasta un rancho en el Tigre donde me esperaba un paisano que no hizo preguntas, pero sabía que tenía que llevarme a Uruguay. Era de noche, todo en secreto, en medio de la niebla, sin palabras, con contraseñas y todas esas cosas de las películas. Cruzamos el río y al otro lado, porque estaba inundado, la lancha me dejó cuando encalló en el barro. El gaucho me hizo bajar: ´Camine hacia aquellas luces, sabe? Eso es Carmelo´.
Ni una estrella para iluminar donde pisaba. El agua me llegaba a la rodilla. Pensé ¡adiós a mis zapatos lustrados y el bonito pantalón! Y caminé hasta que, en la oscuridad, me choqué con un alambrado: ¡salud, final a mi lujoso saco enganchado en las púas! Y caminé a ciegas tomándome del alambre hasta encontrar una tranquera. Crucé y seguí por lo seco un trecho hasta llegar a una carretera. A esa altura no sabía ni cómo me llamaba y estaba hecho un vagabundo.
Pasó un ómnibus y lo paré. El conductor me dijo que Montevideo quedaba para el otro lado. Solidaridad de trabajadores o de cirujas, no se. Pero me llevó a Carmelo y, de vuelta, a Montevideo,… sin cobrarme.
Fui a la cita. El viejo Lisazo y don Arturo Jauretche, encargados de un boliche, eran mi posta en la desconocida Montevideo. Me daban su garantía.
Era una mina linda y grandota que yo no conocía; se llamaba Elena Fernícola. La especialidad de esta dama era la falsificación de documentos. Tenía que darme un pasaporte para poder salir de Uruguay y llegar a Venezuela, así, como un andrajoso.
Fue mi primera entrevista con Perón en el exilio. Él me convenció que yo era un gran dirigente político, porque no pedía nada. Era mejor que todo el neoperonismo que deambulaba por los despachos de Perón en busca de que autorizara acuerdos con la dictadura y los gobiernos ilegítimos. Y lo acepté sólo por lealtad y para servir mejor a nuestra clase trabajadora”.
¡Cuántas historias como éstas escuchábamos los mocosos que cebábamos mate en las bambalinas de las salas donde se realizaban los plenarios! ¡Cuánto aprendimos en la trastienda, hoy fabulosa, de Molineros!
Framini era el hombre sin miedo. Corajudo hasta el extremo de su vida, que arriesgó millares de veces: “Mi mujer decía que era mejor que estuviera preso, porque así estaba más seguro”.
oportó en la más rigurosa clandestinidad toda la dictadura del 76. Lo buscaron hasta debajo de las piedras. Un milagro. En todos los órdenes. Fue un sobreviviente que conservó íntegramente sus convicciones.
Ni bien fue posible desafiar al régimen se lanzó a participar de encuentros públicos. Emprendía sus charlas advirtiendo:
“Yo no hablo por mí. Por eso, quisiera me permitan sostener ante ustedes un diálogo con la compañera Evita”.
Y empezaba saludándola muy respetuosamente para luego interrogar al imaginado personaje sobre las cuestiones de la actualidad; así, ella sentenciaba de acuerdo a sus valores políticos y, sobre todo, éticos, que Framini se sabía de memoria. Eran una bomba cuando el PJ y el peronismo en general habían adoptado los principios y valores del mercado y la globalización capitalista. Framini entraba por la puerta grande, con quienes creían poder capitalizar a favor su historia; pero terminaba saliendo sigilosamente de los salones oficiales por las puertas traseras. Ningún dirigente con aspiraciones se atrevía a escoltarlo.
Negro querido, nunca se te olvidaron unas estrofas del himno de aquel Club San Carlos donde diste y recibiste las primeras patadas:
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
En todos los idiomas
te pidieron pan.
En todos los idiomas
te pidieron paz.
Distintos colores
de piel y banderas,
iguales deseos
de una vida nueva.
Berisso, barro
monte y esperanza
fábrica y obreros
puerto, barco y añoranza
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Negro querido. ¡Cuánto nos hacés falta hoy!
Ayudanos a los peronistas: necesitamos recuperar el sentido heroico de la vida, la épica que alienta la conquista de la política como tarea noble, la vocación de servicio al prójimo y el sacrificio de toda ambición individual para poder atender dignamente al hermano, al pueblo, a la clase trabajadora.
Hace cien años que el Negro nació. Es seguro que nunca imaginó que jamás iba a morir.
Ernesto Jauretche
2 de agosto de 2014
Centenario del nacimiento de Andrés Framini
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