Prólogo. Voces de Malvinas. Por Francisco Pestanha

El programa Voces de Malvinas —proyecto de investigación concebido hace tiempo y desarrollado por el Observatorio Malvinas de la Universidad Nacional de Lanús— constituye a nuestro criterio uno de los acontecimientos más trascendentes y originales que el universo académico haya puesto en marcha durante la posguerra de Malvinas; dos factores justifican su originalidad, el primero, se vincula con el ostensible silenciamiento y la consecuente opacidad que ha recaído sobre el conjunto de argentinos y argentinas que participaron directa o indirectamente en la recuperación transitoria de nuestras islas Malvinas. El segundo, encuentra estrecha relación con el primero, está ligado íntimamente a un dispositivo muy singular conocido bajo el término «desmalvinización».

Es de conocimiento público que, una vez concluidas las hostilidades, las autoridades militares de entonces impidieron la libre expresión de los protagonistas evitando, inicialmente, el contacto con quienes fueron a recibirlos ya en el continente y, posteriormente, bajo un sistema de estrictas declaraciones juradas. Nada de lo acontecido en el teatro de operaciones podía ser expresado públicamente. Este verdadero artilugio de silenciamiento fue instrumentado inicialmente por la dictadura militar, la misma que había promovido la recuperación del archipiélago.

Esta táctica básica de acallamiento no podía sostenerse por demasiado tiempo, entre otras cuestiones, por que los combatientes en forma inmediata, comenzaron a autoorganizarse, a movilizarse y a establecer lazos con diversas instituciones, inclusive con medios de prensa. A partir de allí comenzó una segunda etapa que —consciente de la imposibilidad de acallar las miles de voces— debía apuntar «sus cañones» directamente a los emisores de aquellas. De tal modo, sutilezas mediante, se puso en práctica desde el poder una campaña de estigmatización (funcional al dispositivo desmalvinizador que se desplegaba) de los veteranos, a fin de neutralizar sus expresiones, entendiendo a la «estigmatización» como un conjunto de modos, tácticas y creencias distorsivas mediante las cuales se intenta desacreditar, denigrar o menoscabar a una persona o conjunto de ellas por razones diversas.

El primer apelativo al que se recurrió por medio del estigma fue el de asignar a los protagonistas del conflicto bélico el carácter de «alienados» a consecuencia de las cruentas experiencias y traumatismos sufridos por su participación en la guerra. Estos traumatismos, según el sentido común perseguido, les impedirían realizar manifestaciones con la cordura media necesaria. Esta primera fase de la estigmatización no solamente estuvo orientada a acallarlos —sino, además— tuvo como consecuencia directa la obstaculización para reincorporarlos a la vida civil e incluso, al mundo del trabajo. Se trataba de «los locos de la guerra» quienes vociferaban incoherencias por las calles, relatos incongruentes o teñidos de nacionalismo chovinista u otros calificativos que reforzaban esa idea. Una de las imágenes más recordadas de esta etapa es la de los veteranos distribuyendo estampitas en medios de transporte para poder subsistir o protestando en las calles reclamando, con vehemencia inusitada, por sus derechos.

En la medida que este primer nivel de estigmatización fue desmantelándose —ya que la realidad demostraba que solo un reducido porcentaje de veteranos padecía patologías denominadas «postraumáticas»—, en forma progresiva, se puso en práctica una segunda etapa de estigmatización; a través de ella intentó asociar al veterano con un «infante» con un «chico» con un niño inocente que había sido arrastrado a un conflicto bélico y sometido a las vejaciones más dispares. Esta segunda estrategia —que apelaba a la corta edad de un contingente importante de la tropa— estuvo acompañada como la anterior, por un discurso orientado a sostener el carácter de víctimas, a ese proceso lo denominamos oportunamente «de victimización» de los veteranos de guerra. Respecto a ella sostuvimos en aquel momento:

El vocablo «victimización» permite dar cuenta de un estatus de inferioridad producido por la acción voluntaria o por un hecho involuntario, que presupone una relación desigual entre víctima y victimario, que puede manifestarse de diversas formas y en múltiples grados y, además, observarse desde las propias subjetividades de víctima, victimario, o desde la de un tercero. La victimización, por su parte, constituye una estrategia que apunta a señalar un determinado estatus de sufrimiento, persecución o ensañamiento con el fin de obtener un tratamiento que mejore tal calidad. La victimización constituye en cierto sentido una actitud cuya finalidad es la de revertir una determinada situación de menoscabo. Pero a la vez, suele recurrirse a la victimización (y de hecho así ha acontecido) para neutralizar o anular cualquier conato de crítica respecto del sujeto o grupo victimizado, e inclusive, como dispositivo de transferencia tendiente a invertir la condición de victimario en la de víctima. De lo expuesto, se infiere que este concepto admite muchos sentidos, alguno de los cuales pueden resultar contrapuestos. También se ha comprobado que la victimización sostenida en el tiempo de un colectivo de personas, puede conducir necesariamente a la desubjetivación de sus integrantes.

En esta cuestión en particular, el objetivo de victimizar al universo de veteranos se orientaba a acallarlos. Rara vez se acompañaba a la expresión «chicos de la guerra», una descripción apropiada que se vincula a la práctica militar clásica que suele apelar a la infantería enfants en las vanguardias de los ejércitos.

Puede observarse, además, que se apelaba a la escasa formación militar de los jóvenes —cierta en algún sentido—, pero comprensible en el contexto histórico donde este servicio se puso en práctica en virtud de un mandato constitucional[1]. Sistemas similares —aun más exigentes como el israelí— funcionan en numerosos Estados y el origen de instituciones como esta, devienen de una filosofía militar en boga en el siglo pasado, emanada, entre otras, de las obras de Carl von Clausewitz y especialmente de Colmar von der Goltz. En nuestro país, aun con sus defectos, la conscripción cumplió además en su tiempo una importante función social. Ramón Carrillo, por ejemplo, pudo poner en marcha una verdadera revolución sanitaria gracias al diagnóstico que realizó sobre el universo de los partes médicos históricos del servicio.

Podrían enunciarse otros recursos complementarios al despliegue de estas estrategias. Probablemente nuevas investigaciones darán cuenta de ello. Respecto a esta cuestión, cabe resaltar que el universo mediático actuó —con escasas excepciones— en plena sintonía con la estrategia de estigmatización y en las fechas conmemorativas bajo una precisa selección de interlocutores pendulantes, se condujo hacia el refuerzo del concepto de «guerra injusta» como sentido común.

En síntesis, las estrategias de estigmatización orientadas a transmutar en víctimas a los protagonistas, devino en una secuela de «desubjetivación» de los veteranos de guerra y el daño irreparable que generó en ellos.

Puede observarse que la victimización y la consecuente desubjetivación se ubican en un plano superestructural —de arriba hacia abajo— y que abarcaron un amplio espectro ideológico. Numerosas obras artísticas, ensayos e investigaciones dan cuenta de la puesta en acto de ambas estrategias y —en tanto— de su poderoso alcance, con excepción del discurso contrahegemónico proveniente de algunos sectores del pensamiento nacional y latinoamericano. Los integrantes de esta matriz de reflexión intentaron y continúan impulsando actualmente —no sólo la reivindicación de la gesta a pesar del contexto dictatorial y la derrota— sino también promoviendo la recuperación de las islas sobre la base de los derechos indiscutibles que asisten a nuestro país sobre ellas. A propósito, bueno es recordar las palabras de Ana Jaramillo: «Esto no es reivindicar una futura actitud bélica, ya que la recuperación tiene que ser pacífica y diplomática».

Cabe insistir respecto al dispositivo madre que engendró a ambas estrategias y que ya hemos definido como «desmalvinización». Sobre esta cuestión he señalado en varias oportunidades:

La desmalvinización asimismo, constituyó un discurso hegemónico mediante el cual se desconocieron acontecimientos históricos significativos y menoscabaron componentes de alto valor simbólico para nuestro devenir, entre los que se encuentran episodios de una épica notoria, la negación de la calidad de héroes a nuestros combatientes y el apoyo brindado por muchos países latinoamericanos. El discurso desmalvinizador, en cierto sentido, pretendió y aún pretende cierta «clausura» sobre la cuestión. La construcción de un discurso hegemónico desmalvinizador estuvo sustentado en una dicotomía muy presente en la historia argentina «civilización y barbarie», donde la inversión: «los bárbaros somos nosotros y los civilizados los otros» implicó una minusvalidación generalizada y acrítica de lo propio. En el caso particular de la guerra de Malvinas se llegó a extremos en donde desde algunos medios y sectores intelectuales locales, se festejó la derrota como una contribución de la «civilización» para con la «barbarie». Como el triunfo de la «democracia» (europea) sobre la dictadura.

La desmalvinización —cuyo estigma, la victimización, es consecuencia directa y necesaria— constituyó el dispositivo que podemos ubicar en el campo de lo superestructural.

No obstante ello y refiriéndonos a un fenómeno escasamente analizado en los ámbitos científico-académicos —y, probablemente, surgido en respuesta a los mecanismos enunciados anteriormente— resulta indispensable mencionar cómo nuestra población, fue intentando romper la barrera del discurso hegemónico a partir de expresiones culturales nítidamente orientadas a vindicar la participación de los hijos e hijas del país, en un acontecimiento histórico que tocó las fibras más íntimas de los sentimientos populares. Espontáneamente, sin prisa pero sin pausa, comenzaron a erigirse en cada uno de los pueblos y las localidades del país distintas expresiones culturales y una inmensa cantidad de homenajes que atraviesan nominaciones de calles, escuelas, monumentos y plazas, hasta cooperativas, empresas y negocios, entre tantas otras.

Este programa —mediante el cual se intenta recuperar las voces y los testimonios de quienes participaron de la guerra— resulta interesante y pertinente para abordar las relaciones entre el poder hegemónico y las contrahegemonías; en este caso, una reacción contrahegemónica de una comunidad que no estaba dispuesta a tolerar la idea de que sus hijos hubieran sido simples instrumentos, ratificando su carácter de protagonistas de un acontecimiento histórico destacado. Tal como ya hemos dicho otras veces:

Numerosos autores vinculados a esa matriz epistemológica que en el país constituye el «pensamiento nacional latinoamericano» nos han enseñado que en nuestra región, la sacralización constituye un instrumento a través del cual los sectores populares no solamente suelen volcar sus devociones, sino también ciertas expectativas, y en cierto sentido además, sus peculiares derroteros. Rodolfo Kusch, uno de los pensadores argentinos más originales, sentenciaba al respecto en su valiosísima obra América profunda que «cuando un pueblo crea sus adoratorios, traza en cierto modo en el ídolo, en la piedra, en el llano o en el cerro, su itinerario interior.

En sintonía, lo que ha acontecido a nivel comunitario es que el pueblo —en orden a la potencia que la cultura popular adquiere en Nuestra América— ha realizado una verdadera labor contracultural, manifestando en cada uno de los miles de recordatorios, su voz, sus anhelos, constituyendo este el hecho cultural y simbólico más importante de la posguerra.

La historia no es escatológica —como afirman los hombres y mujeres de las luces— no es simplemente un hecho acontecido que se esfuma en el tiempo, la historia es, en esencia, la gran maestra del presente, es decir, la experiencia vivida que nos empapa de aprendizaje y nos brinda herramientas para poder establecer o restablecer; es mentora que nos permite transitar el presente y —en consecuencia— proyectar el futuro deseado.

Por las virtudes destacadas y por la importancia que esta propuesta tiene para la historia argentina, Voces de Malvinas es un proyecto reparador, ya que genera un canal genuino de expresión, garantizando un derecho humano esencial. Aunque parezca trivial, Voces de Malvinas ofrece a los veteranos el tiempo y el espacio para hablar, para contar, para narrar[2]. Voces de Malvinas, además de obrar como restaurador ontológico para los combatientes de Malvinas, lo es también para aquellos sectores de la sociedad que fueron absolutamente desinformados respecto a los acontecimientos transitados durante la guerra, a las verdaderas causas y consecuencias que esa guerra tuvo en orden a la política interna y externa, y al dinamismo que fue lentamente sobreviniendo en los tiempos posteriores.

Voces de Malvinas —para un país como el nuestro— donde en general los factores de poder suelen impulsar la deshistorización u obliterar acontecimientos históricos trascendentes —lo que Jauretche denominaba «política de la historia»— permitirá además a las futuras generaciones, cuanto menos, tener un contacto audiovisual con el cúmulo de experiencias de aquellos argentinos y argentinas que participaron de la tentativa de recuperar un territorio que no solamente es reconocido, anhelado, deseado, sino que la misma Constitución lo reconoce como parte integrante del territorio nacional.

Este proyecto resulta claramente científico, porque se mal acostumbra a asociar la ciencia con la disciplina, con el laboratorio, con lo enclaustrado, con el protocolo; en realidad, la verdadera ciencia es aquella que se concentra en los problemas —no sólo para abordarlos— sino para engendrar acciones propositivas para resolverlos. Como ha sostenido en reiteradas ocasiones Ana Jaramillo, la universidad no puede concentrarse exclusivamente en las disciplinas, ya que ellas por sí mismas no pueden abordar problemas complejos. La cuestión de los veteranos de la guerra por Malvinas y de la posguerra en general, se ha constituido y sigue constituyéndose como un problema. Así como las personas, cuando atravesamos circunstancias traumáticas —los criollos lo llamamos «entripados»— muchas veces debemos emprender acciones o procesos terapéuticos para poder deconstruir esa experiencia traumática; es la catarsis del habla aquello que logra estabilizarnos. Lo reprimido, lo que no se dice —«lo no dicho»— se transforma en otra cosa.

Del mismo modo acontece para comunidades o culturas; la guerra constituye per se un traumatismo que no fue adecuadamente procesado, sobre todo por la superestructura, es decir, por las élites de nuestro país. Creemos que a la Argentina llana le ha sobrado inteligencia y perspicacia y, desde sus bases mismas, honró a sus héroes, cobijándolos y visibilizándolos en sus homenajes y en sus reconocimientos. No obstante, aun hoy hay sectores de poder asfixiantes y asfixiados que se niegan sistemáticamente a acompañar este proceso; no solo eso, se intentó neutralizarlo, privándonos de la posibilidad de que se erija un gran archivo nacional audiovisual con todas las voces de cada uno de los veteranos y sus familias, aportando así constructivamente a las ciencias sociales y a la memoria colectiva. Voces permite vincularse con una fuente viva y directa que facilita y completa el abordaje —no solo de la guerra—, sino de todo el período de la posguerra, tan importante como fue el de la guerra misma.

Por lo tanto, no cabe más que congraciarse y felicitar a quienes llevan adelante este proyecto, animarlos hasta llegar a las últimas consecuencias esperando que el Estado nacional, los Estados provinciales, locales y otras universidades —de una vez por todas— cooperen y contribuyan con el equipo del Observatorio Malvinas en su determinación de completar el archivo, es decir, un arca repleta de identidad que ha puesto proa para navegar hacia el futuro.

 

Lanús, 19 de agosto de 2022

[1] Artículo 21 de la Constitución Nacional: «Todo ciudadano argentino está obligado a armarse en defensa de la patria y de esta Constitución, conforme a las leyes que al efecto dicte el Congreso y a los decretos del Ejecutivo nacional. Los ciudadanos por naturalización son libres de prestar o no este servicio por el término de diez años contados desde el día en que obtengan su carta de ciudadanía».

[2] He tenido la oportunidad de conocer a muchos veteranos que recién pudieron hablar sobre los acontecimientos de la guerra veinte o treinta años después de la experiencia y algunos continúan aún sin poder hacerlo.

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