Nuestro primer “cambiemos”: Orden y Progreso. Por Mario Casalla

Fuente Diario PUNTO UNO, Salta, 31/07/17

 

BUENOS AIRES (Especial para “Punto Uno”). A la hora de organizar las respectivas patrias chicas (surgidas de las revoluciones contra el poder español) fue notorio un cambio de apoyaturas ideológicas y políticas. La vieja y sabia Escuela de Salamanca -de la que conversamos en nuestra columna anterior- dejó de serlo y aparecieron otras de las que también vale la pena dar cuenta ahora. Las denominadas “Generaciones de la Organización Nacional” (cada país americano tuvo la suya), no fueron iguales a la de los viejos “Libertadores de Patrias” y por tanto las ideas que sirvieron para llegar, ya no eran útiles para sostenerse. Fue así que los románticos se hicieron positivistas.

 

Peculiar mestizaje ideológico

Algunos intentaron volver atrás el reloj de la historia y retornar a cierto pasado precolombino. Tal el caso de ciertos “indigenismos o folklorismos”  latinoamericanos que -idealizando ese pasado- morigeraban las angustias del presente, al tiempo que rechazaban el componente ibérico de nuestra cultura americana como factor esencialmente perturbador. Otros idolatraron el presente (“moderno”) y buscaron desembarazarse –como de una peste- de aquél pasado que estimaban un lastre para el progreso (el argentino Domingo F. Sarmiento y el boliviano Alcides Arguedas, son aquí dos casos típicos). Coincidían en esto curiosamente con aquellos indigenismos: el rechazo de todo lo español, además del componente indígena por cierto (la famosas “leyendas negras o rosas”, respectivamente). Unos terceros buscaron combinar ambas actitudes, la intensa obra del peruano José María Arguedas es un dramático exponente de tan difícil combinatoria. Otros, lisa y llanamente sugirieron crear (como pedía Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar). Finalmente, el grupo más conservador, idealizó la conquista y el descubrimiento y se mantuvo imperturbablemente hispanófilo. Para estos últimos la modernidad latinoamericana era una suerte de demonio a exorcizar, así como lo precolombino fue materia de evangelización. Con todos estos ingredientes básicos (y sus muchas variantes y combinaciones) se fue cociendo la olla de un “pensamiento político latinoamericano”. Concentrémonos ahora en dos momentos de su historia reciente (es decir, la segunda mitad del  siglo XIX y los comienzos del XX): esto es, el cambio que supuso el paso del romanticismo al positivismo, en vastos sectores de la elite intelectual y dirigente latinoamericana.

El orden positivista

Si las revoluciones de la independencia latinoamericana se hicieron inflamadas por las clásicas ideas de Salamanca y el posterior romanticismo en boga, la consolidación de las nuevas elites criollas en el ejercicio del poder, supuso la adopción del positivismo (también de moda en Europa), como aquella ideología que mejor se ajustaba a sus intereses. Así, los revolucionarios de 1810, terminaron siendo positivistas cuarenta o cincuenta años después, ya que Salamanca y el romanticismo que sirvieron para llegar, no servían para quedarse. Ahora había que conservar el poder y el positivismo entre nosotros –más allá de sus ataques a la teología y a la metafísica coloniales, en nombre de “las ciencias”, o más bien junto con esto- traía también un concepción del “progreso social” que era bastante funcional con las necesidades de nuestras surgentes burguesía locales. Esas mismas que –a partir de 1880 y sobre las ruinas del poder bolivariano- se dedicaron a organizar y retener “patrias chicas” y a pelearse entre sí, mientras obedecían hacia afuera. Fueron personajes como Rafael Núñez en Colombia, el coronel Latorre en el Uruguay, Porfirio Díaz en México, el general Roca en la Argentina, Alfaro en el Ecuador, Santa María en Chile, Guzmán Blanco en Venezuela, todos ellos hombres de “orden y progreso”, el lema del francés Augusto Comte (1798-1857) que el escudo del Brasil reproduciría textualmente y que todos hicieron suyo. Porque, a no asustarse, ya que el mismo maestro Comte definía el Progreso como “desarrollo del orden” y en esto estaban todos de acuerdo. Orden y progreso, sobretodo porque el “orden” instaurado era el suyo y entonces su prolongación les aseguraba el gobierno casi indefinido. Si no, ahí están para demostrarlo los treinta nueve años del porfirismo mexicano (1872-1911); los doce años del roquismo en la Argentina (1880 al 86 y 1888 a 1904); los cuatro períodos presidenciales de Núñez en Colombia (entre 1880 y 1892), el fundador del Partido Nacional (conservador) en su país; los quince años de gobiernos “colorados”  en el Uruguay (de la dictadura del general Venancio Flores en 1865, a la del coronel Lorenzo Latorre en 1880); los doce años del dictador Eloy Alfaro en el Ecuador (1895-1901 y 1906-1911); los veintitrés años de carrera política de Domingo Santa María en Chile (desde 1863 como ministro y desde 1881 como presidente de la República), “pacificador” de las última rebelión araucana del siglo XIX (1883) y “triunfador” en la insensata y cruel Guerra del Pacífico (1879-1883); los diecisiete años presidenciales de Antonio Guzmán Blanco en Venezuela (tres períodos entre 1870 y 1884, año en que “cansado” se fue a París). Casi todos ellos son considerados los modernizadores de sus respectivos países y casi todos ellos los endeudaron peligrosamente (atándolos a empréstitos ingleses, o préstamos norteamericanos) iniciando así una actitud –de “orden y progreso” interno y obediencia externa- que llegará hasta nosotros, con algunas excepciones en el medio.

Comte, el nuevo maestro

Y en esto de haber elegido a Augusto Comte, ellos y los intelectuales positivistas que los rodeaban, no se equivocaban. Don Augusto –que daba cursos sobre “astronomía popular” a algunos artesanos parisinos, aunque él mismo le escribía a John Stuart Mill que estos eran unos pocos y que “el resto es una mezcla muy variada donde abundan los ancianos”- no era él mismo precisamente un hombre de ideas alocadas. Verdadero sacerdote de las ciencias, tampoco eran la democracia, ni mucho menos el socialismo, las formas que imaginaba para la política, sino lo que llamaba “una sociedad estable”, gobernada por una minoría de doctores e ingenieros, que emplearían el método científico para resolver los problemas humanos y para mejorar las nuevas condiciones sociales (no en vano se lo considera el padre de la “sociología científica”). En su célebre “Discurso sobre el espíritu positivo” (París, 1830-1842, 6 vol.), se refería a esto diciendo: “La escuela positivista tiene necesidad del mantenimiento continuo del orden. Ella no pide a los gobiernos más que libertad y atención…El pueblo no puede esperar, ni aún desear, ninguna participación importante en el poder político. Él se interesa no en la conquista del poder, sino en su uso real…también está dispuesto a desear que la vana y tormentosa discusión de los derechos sea reemplazada por una fecunda y saludable apreciación de los deberes”. Tanta renuncia y tanta complacencia con el sacrosanto “orden”, ¡cómo no iban a concitar el fervor casi unánime de nuestros generales, coroneles, políticos e intelectuales hispanoamericanos, puestos a “organizar” naciones! Les venía como anillo al dedo. Así todos ellos se proclamaban “hombres de progreso y amantes de las ciencias”. En México Porfirio Díaz y sus ministros lo predicaban tanto, que el pueblo empezó a llamarlos los “científicos”. En la Argentina Agustín Álvarez –con una distinción que haría escuela- condenaba a la “política criolla” y alababa a la “política científica”. Mientras que en Bolivia, Alcides Arguedas decía en su Historia de Bolivia –cuya edición pagó Simón Patiño, el “rey del estaño”- que el mal de ese país, ¡eran los bolivianos!: “De no haber predominio de sangre india, desde el comienzo habría dado este país orientación consciente a su vida, adoptando toda clase de perfeccionamiento en el orden material y moral”. Barbaridades “científicas” que, muy sueltos de cuerpo, repetirían luego –sin ponerse colorados- los argentinos Carlos Octavio Bunge (Nuestra América), José María Ramos Mejía (Las multitudes argentinas) o José Ingenieros (Sociología Argentina), combinando el positivismo comtiano, con el biologismo, las ideas de Gustave Le Bon y la frenología de la época. Cóctel de inmediato reforzado con la teoría de la evolución del inglés Charles Darwin (1809-1882), cuya idea de “selección natural” (supervivencia de más fuerte y mejor adaptado al medio), combinaba perfectamente con los valores comtianos de “orden y progreso”. La obra de Darwin, “El origen de las especies por medio de la selección natural,” apareció en 1859 y se agotó en el día. Sin embargo, no todo fue positivismo en aquellos tiempos. Pero de esto conversaremos en la próxima, si nos acompaña amigo lector.

 

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